Mil maneras de


 

Hay mil maneras de pasar un martes por la tarde-noche, pero, el pasado martes, una de las más apetecibles era aquella que te llevaba a aparecer por El Parral de Gasteiz e ir al concierto de Mila Modu. A mí, me pilló en la ciudad. Me pilló, además, en un rato libre, sin obligaciones. Casi por inercia, acabé caminando por Cuchillería hasta llegar al cantón. 

Llegar, llego tarde. Ya han empezado. Es fácil, sin embargo, acercarse hasta la barra y pedir una cerveza. El camarero, encima, sonríe. Y da las gracias. La cerveza está fresca y hay un hueco cómodo junto a la máquina de dardos, al lado del técnico que repasa todo con su tablet. Cuando llego, Xabier Yaniz le está contando algo al público, que escucha atentamente. No pillo lo que cuenta, porque, enseguida, empieza la canción y, por ahora, ya lo siento, lo que más disfruto son los tragos frescos de cerveza. 

La audiencia oscila. Yo no me muevo, pero, los demás, sí. Una pareja que tengo delante, no. Permanecen, se saben las canciones, bailan como bailo yo, sin despegar los pies del suelo. El resto, aparentemente, van y vienen. Siempre, más o menos, nos mantenemos en torno a las 25-30 personas. Hay un momento concreto en el que parece que nos vamos a quedar solos, y yo pienso en qué puedo decirle a la pareja para crear una especie de clan, un club, una logia, pero vuelve a subir la marea y regresamos al número estándar. 

Para los que tenemos una edad, que, ahí, en el bar, somos unos pocos, esta gente es la gente que antes fueron Hor Konpon. Eran los años 90. Éramos más jóvenes. Y ellos salían hasta en televisión. Desde Oñati, hace un lustro, más o menos, comenzaron este proyecto nuevo. He leído que les categorizan como power pop-rock. Bueno, algo de eso tienen. También rozan el indie más efervescente y también el más ensimismado. Tienen, además, del pop ese furor por las melodías tentadoras. En 2020, sacaron Absurdoaren paradisua, pero, en este bolo, también tocaron canciones nuevas. 

La banda, en el escenario, la componen el cantante, al frente, quien también porta guitarra; la parte rítmica se coloca al fondo, con el bajista a la derecha del baterista; al baterista, por cierto, se le escucha alto y fuerte. A su derecha, el cantante tiene al otro guitarrista, que también hace coros. Y, finalmente, a la izquierda, la teclista toca de perfil y también corea, a veces, por proporción, se podría decir que es incluso más que coros. 

Del repertorio, destaca la uniformidad. Hay algunos momentos álgidos, y otros en los que bajan la intensidad, pero siempre con canciones redondas, que consiguen ejecutar con precisión. Un buen ejemplo: “Inor ez da inor”, que ya empieza acelerada. La teclista descansa al principio de la canción y las guitarras perfilan el espíritu efervescente del powerpop. El final, elevado con la batería y las teclas, le pone un buen ribete a la canción. Dicen que “Xakeko zaldia” cuanta una historia triste, pero empieza cañera y vibra la caja del batería. “Deskubritu naute” va creciendo por dentro y, en general, parecen acercarse al indie de los Pixies o de cosas que tuvieron su momento, como Franz Ferdinand sin pimienta, pero no se les puede colocar ahí, porque tienen más matices, algunos con holgura, otros más cercanos a la tradición del rock euskaldun. 

Anuncian que van a ir terminando con “Absurdoaren paradisua”. Abre con monomanía en los teclados y luego le relevan las guitarras punzantes. Antes, o después, ya no me acuerdo, recuerdan que esto lo sacaron hace cinco años y el tiempo no hace más que darles la razón. Se refieren, entiendo, a una letra que ahonda en los dolores que padecemos. 

No es el final, sin embargo. Para la despedida, eligen “Azken trena.” Yaniz, además, aprovecha para presentar a la banda. Terminan exhibiendo las virtudes que ya han ido asomando en todo el concierto: tienen pericia y acarician las melodías. 

Raro epílogo:

Poco antes de terminar, entró a El Parral un hombre veterano, más bien chaparro, cargado de hombros porque llevaba una mochila de montaña roja, aparentemente repleta, pesada. Vestía como para subir hasta la cima, como si volviera de ella, incluyendo calcetines gruesos y buenas botas. Cuando salgo, paro frente al bar y me apoyo en un portal, para liarme un cigarro y fumar tranquilo, pero es tarde y mañana madrugo. Fumo rápido y veo a la pareja que sale contenta, agarrándose de la mano, subiendo sin prisa el cantón. Yo tiro hacia abajo y cuando llego a la Kutxi, veo, cerca, de espaldas, al mendizale del bolo caminando por el medio, sin prisa pero firme. Porque soy gilipollas, me da por seguirle, y, de paso, tarareo el “Ikusi Mendizaleak.” Al llegar al Farolón, se para en seco. Yo me quedo tieso, sorprendido, unos metros antes, en la esquina del Ertza. Se gira. Creo que me mira, pero no. Me traspasa. Pasa junto a mí como si yo fuera la enorme farola y le oigo murmurar algo mientras vuelve a meterse por Cuchillería. Me quedo allí mirando hacia la cuesta de San Francisco como si me hubieran clavado con un martillo. No tiene nada que ver con el bolo, pero me apetecía contarlo. No consigo concentrarme y arrancar, hasta que la canción que tarareo es “Hau da ene ondasun guztia” y cruzo la Virgen Blanca camino de un sitio que fácilmente puedo llamar casa, aunque sea durante tres días y me cambien las toallas por la mañana.

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