Poemas, canciones y un montón de razones para quedarte con ambas



Primero, te voy a contar lo último. Y el principio, lo dejo de corolario. ¿Por qué? Porque hacer las cosas del revés, esta vez, me ha parecido original, aunque, probablemente, no lo sea. Sea lo que sea, cuando uno escribe, necesita algo que le empuje hacia adelante. En ocasiones, con tanta fuerza que te sorprendes a ti mismo al final, topándote con algo que merece la pena y todo. No será el caso de este texto, pero sí, como vamos a ver ahora, de los que hablamos dentro: pasó con Últimas Voluntades, los primeros aunque sean las últimas; y con David Mardaras, al que pondré de epílogo porque espero que esto sea, en realidad, un prólogo para él. 

Pues eso. Vamos del tirón: 

Viernes por la noche en la Nave 9 y hay concierto de Últimas Voluntades. No lo sabes, puede, porque hay tanto que ni te enteras, pero el bar registra una buena entrada, María está atareada, la cerveza se engulle, a la banda se la ve cómoda, y, como cada día, fuera, alguien se encarga de iluminar la grúa Carola. Últimas Voluntades no nacen en los 80, pero casi. Casi que te lo van a decir siempre, porque, si alguien te quiere convencer de que los escuches, te lo van a repetir, sí o sí: sonido ochentero, oscuro, que si Héroes del Silencio, que si Echo & The Bunnymen, que si te gusta lo que hace Txarly Usher. Creo que ellos no protestan, pero derecho tendrían a cansarse de que siempre les identifiquen así. O no, yo qué sé. Hay, sí, un deje que recuerda al sonido de aquellos años, al post-punk de entonces, la oscuridad reflexiva, llena de atmósferas -- como se suele escribir cuando no sabes muy bien qué más decir -- que caracterizaba a aquel lenguaje. La guitarra suena limpia y gaseosa, con poca distorsión, pero bien de volumen y arpegiada, decorando las letras con acierto. La base rítmica llena el fondo de las composiciones y la voz se abre camino sin exigirlo. Molan porque tienen un sonido lúcido y porque el sosiego no aburre. Y sigo sin cambiar de párrafo que ya ha pillado carrerilla: tocan, creo, el disco entero que les sacó hace poco Guns of Brixton y alguna otra canción nueva. De hecho, dibujan un círculo. Empiezan con "Forajido", que también es la primera del disco, y cierran con ella otra vez porque el público les pide más y no tienen más repertorio: "repetimos una o tocamos una nueva llena de gambas... Venga, vamos a tocar la primera que igual se os ha olvidado ya y nos vamos". El tono del concierto es siempre cercano, casi que recogido: nos dan el pésame por haber venido y luego nos llaman cadáveres. El bajista se sorprende: "¿Qué les has llamado?, ¿chavales?" Con esta formación, no llevan muchos conciertos a sus espaldas, pero no les falta experiencia. Igor, el cantante, compositor y guitarrista, no estaba en una banda desde hace treinta años, pero estuvo entonces en una de death metal que algunos todavía recuerdan, Bad Taste. Ritxi, bajista, pasó por Último segundo y más recientemente por Huracán Rose. El batería, al que mencionarán sus propios compañeros porque dicen que no se le ve, se llama Carlos y formó parte de La Casa Usher o Los Muelles. Por eso te decía antes, también, que oirás mucho lo de los ochenta. No solo por la música, si no porque estos vienen de allí: de cuando el Gaztetxe de Bilbao era el puto centro del mundo. Pero el pasado ya no importa mucho, aunque les duela el tiempo, que luego cantarán la de "Cronos", canción que da título a su disco, que han sacado en vinilo, por cierto. En "Inframundo", el guitarrista tirará de wah-wah, para darle aún más vuelo a su guitarra. Antes de empezar, su baterista le grita "suave, suave" y él se encoge de hombros. Parece que se alejan del plan inicial con "Chica del sur", más al oeste, con el cantante llevando el ritmo con el pie sobre el tablao y los platos del batería animando al estallido. Anuncian que van a tocar su hit, y creo que es la del ataúd rosa, que puede servir de muestra para que entiendas los pliegues que tienen sus letras, con humor negro y una trascendencia que no ahoga. Es "Ataúd", a secas, sin colores. Después se pasan al punk más clásico con "Nick el rata", lo que me invita, por fin, a llevarme la contraria e insistir en que sí, que los ochenta y todo eso, pero hay más jugo en esta mezcla, porque si escarbas se escuchan otras cosas, todas bien apelmazadas y elevadas de manera natural, sin que suene a pastiche o que parezca algo forzado. Suenan crudos, menos siniestros de lo que quizás te esperarías si te cuentan todo lo que te digo que pueden contarte, eficaces y contundentes sin necesidad de distorsiones ni de hacer garabatos en el aire. Alguien me dijo en la entrada, antes de que empezaran: "Son nuestros Parálisis Permanente". No sé si lo son, pero lo que son, mola.

Y el corolario, que pasó antes de todo lo anterior. Sin pensarlo:

Antes de todo eso, hubo conversación y recital de poesía a cargo de David Mardaras, que antes también fue David Murders, e incluso, David Murders & The Representatives of Evil. Con su pseudónimo, sacó un par de trabajos que incluso llegamos a glosar en este blog. Hablamos de música, no de poesía. Antes, entre otras cosas, estuvo en Horses of Disaster -- andaban buscando a alguien para que les ayudara a sacar su material antiguo, anímate si puedes o quieres -- o en Newhell Citizens. Mardaras también tiene una vertiente escrita, y antes de que sacara este libro de poesía -- del que luego hablamos -- ya se había animado con Dedo d (1998) y Terrorizer (2009). Estos dos textos forman parte de una trilogía inacabada en la que la música tiene mucha relevancia y no solo por referencias puntuales o experimentos intertextuales. David Mardaras es capaz de trasladar los mecanismos, estrategias y técnicas de la composición musical al proceso de escritura, convirtiendo la lectura en una experiencia excitante y llena de sorpresas. Sin embargo, lo que presentaba este día era Tocayu, otro libro de poesía, ajeno quizás a la mencionada trilogía, pero igualmente hermanada en espíritu y hasta en el cuerpo escrito con esta. Tocayu es un libro en el que más que rendir homenaje a la figura del recientemente fallecido David González, que es como se podría presentar fácilmente, el otro David, Mardaras, se aventura en un atrevido viaje en el que consigue converger dos mundos poéticos alejados para crear algo nuevo, revelador y sugerente. La colección, que se disfruta mejor como un todo, contiene poemas que investigan el dolor, el amor, la reflexión, la amargura, el furor y, en realidad, todo lo que merece la pena en esta vida, duela más o menos. La amistad, la música, la guerra y la poesía son protagonistas en un libro que, aunque lleve una máscara en la portada, es, en realidad, o a mí me lo parece, un arma perfecta para desenmascarar. Y algo de todo esto se comentó en la conversación que se montaron antes del concierto. La música también reinó durante la misma, citando a Eskorbuto, mencionando a Marea o a grupos heavies que evocaban otros tiempos. Además, David Mardaras leyó algunos de los poemas, firmó y vendió libros, y se quedó el primero para ver a unos Últimas Voluntades que él mismo fichó para este sarao. 

Decía Lars Eckstein que la música no era poesía, y, en parte, lo decía, creo yo, porque parece que siempre que unimos a las dos es para que una no se sienta menos que la otra, pero ni puta falta que les hace, sobre todo, cuando se juntan tan bien como el otro día en la Nave 9. Ya te lo decía al principio, que necesitas algo que te mueva y que, a veces, después, te encuentras con que llegas a algún sitio. David Mardarás empezó y, en poco tiempo, engendró Tocayu, que merece tu atención, si me permites el consejo. Por el otro lado, Igor encontró una razón para sacar sus canciones a la luz tras treinta años fuera de la música en directo y bien que lo agradecemos ahora. Algo te empuja y mira, qué bien, hasta donde llegas. Por favor, que alguien o algo me empuje a mí también, que haciendo las cosas al revés, lo único que voy a conseguir es cambiar de pared contra la que chocarme de morros. 



Posdata:

No dije nunca nada aquí. No sé por qué. De alguna forma, me pareció que no era el sitio. Tampoco sabía muy bien qué decir. Cuando supe que David González había muerto, me sentí algo perdido. Lo único que me salió fue buscar un libro, cualquiera, y volver a leer sus poemas. Hubo un tiempo en el que lo hacía a menudo, con reiteración, como quien necesita su ración, como si fuera por prescripción médica. Luego, tampoco sé muy bien por qué, me alejé. No sabía que estaba enfermo. Para mí, siempre ha sido el más grande. O uno de los más grandes. En realidad, esas listas y categorizaciones no valen de nada. Lo que valía era lo que removía leerle, lo que hipnotizaban sus palabras, lo que pesaba, cómo olía, el roce que tenía, lo que dolía y curaba todo lo que escribía. Tampoco sabía que fuera a echarle tanto de menos. Menos mal, que quedan sus libros. Y dicen que le están preparando una antología. Y, encima, David ha escrito esto, que es casi perfecto, porque están los dos y la magia que crea el encuentro. Algo parecido a esto debe ser la inmortalidad. Y, si no, no merece la pena. 

Comentarios