Y al futuro, que le jodan, que haga lo que quiera




Pregúntale a la chica que bailaba como uno de esos muñecos hinchables de brazos interminables, tan libre como errática. Que se lo pregunten a la que tenía al lado, que sonreía ensimismada y apuntaba con el dedo hacia algún lugar inexacto, igual que aquel vigía que vio tierra por primera vez. Que se lo pregunten al tío serio, tieso, hierático, vigilante de museo, empleado de funeraria, guardia jurado en un supermercado de barrio, no sé, pero allí de pie, con las manos reposadas sobre su entrepierna, gesto inhóspito, casi fatídico, pero, de vez en cuando, salía del embeleso y grababa con el móvil mientras decía que sí con un movimiento seco de cabeza. Preguntémoselo al guitarrista en la reserva, estirando el cuello por encima de la primera, segunda, tercera fila, mientras se le hinchaba una vena del cuello y los ojos, asomándose por las órbitas, describían su estado de ánimo. Que lo consulten con una que miraba para el techo mientras invocaba ordalías. Que se lo digan al hostelero que, a mi espalda, bailaba porque parecían atacarle con maravillosas descargas eléctricas que le molificaban las extremidades. Que le pregunten a ella, que decía que sí con la cabeza, y a él, que llegó a mover los pies. Yo mismo le pregunté a la baterista que alambró un círculo invisible a su alrededor y danzó dentro como si los timbales de una tribu retumbaran en el valle. Y se lo hubiera preguntado también al que golpeaba el escenario como si estuviera intentando clavar a los músicos con escarpias. Que me lo pregunten a mí, que me lo pregunté luego y no supe muy bien qué responder, aunque, en el espejo del baño, mi cara reflejada, con media sonrisa clara y sosegada, parecía decirlo todo sin palabras. 

Concierto de The Gories el jueves 12 de septiembre de 2024 en el Kafe Antzoki de Bilbao. Solo abrieron la parte de arriba. Que vino bien. En sintonía con la masa apretada, la música primitiva, la iluminación escasa y el espíritu sudoroso en general, el sitio ayudó para que, por un momento, recordáramos otros paisajes y, alguno, hasta fantaseara con que aquello era como un tugurio húmedo y oscuro en algún sótano inmundo de la Detroit de los años 80. No fue para tanto, pero mola contarlo así ahora y que parezca cierto. De hecho, creo que algo parecido fue lo que dijo el propio Dan Kroha cuando comentó que solo faltaba el humo de los cigarrillos para que aquello se pareciese al ambiente de alguno de sus primeros conciertos.

He dicho que solo abrieron arriba y fue porque, abajo, luego, tocaban The Psychedelic Furs. Espeleología musical, podía ser eso. Mientras tomábamos una última fuera, no lo comenté con nadie, pero, al ver a la peña haciendo cola para el relevo, pensé en lo que le leí al propio Mick Collins en una entrevista, cuando hablaba de la escena de Detroit que él conoció, y recordaba con cariño cómo no hacían distinciones entre géneros y podían ver un bolo de techno el viernes y otro de rockabilly el sábado, con los mismos músicos tocando en bandas de palos distintos. Pon las etiquetas que quieras aquí, pero ese jueves en Bilbao podías viajar de Londres a Detroit sin salirte de la página de la enciclopedia musical. 

Nosotros no nos movimos de Michigan. Por lo que cuentan y de lejos, nos recuerda a la margen izquierda que conocimos de pequeños. 

Del piso de arriba, bajamos como con calzas de espuma en los zapatos, como pisando esponjoso, como en una burbuja. 

The Gories fueron de menos a más, hasta desatarse sin aspavientos y sin reservas. Tanto antes del bis como después, les costaba bajar los escalones del escenario -- también porque no se veían --, sobre todo a una Peggy O'Neill con los músculos esforzados y problemas con los vendajes de su mano, que parecía un pelotari antes de la final del cuatro y medio. Con su particular forma de sentarse en el set -- dos tambores y una pandereta yuxtapuesta -- parece que está derrapando para no caer por un acantilado. Sus ritmos sencillos, casi constreñidos, alimentan una propuesta que busca lo primitivo, lo elemental. 

Si alguien los quisiera dejar inmortalizados en arte plástico, deberían hacer una pintura rupestre. 

En una esquina, a la derecha de su baterista, se puso Kroha, con camiseta blanca de Tee Vee Repairmann, el recomendable proyecto -- si te gusta el powerpop y el garaje -- del australiano Ishka Edmeades, y que valga esto como substituto de una crítica de su último disco, que escuchamos pero nunca tuvimos tiempo de venir a contarlo aquí -- he tardado semanas en contar un concierto de menos de hora y media, qué no va a llevarme contarte lo que escucho de manera caprichosa y desordenada durante el año, ¿no? La proporción: en la otra esquina, Mick Collins, con camiseta negra, no sé de quién, haciendo simetría y equilibrio. Ambos, Kroha y Collins, Collins y Kroha, se tomaban turnos para las partes vocales y usaban sus guitarras en propiedades distintas. El ampli de Kroha, con los graves a tope, reclamaba una transformación en bajo -- sobre todo cuando se asomaban al blues -- que a mí me moló sobremanera en mi inocente ignorancia. Gracias a las explicaciones de otro guitarrista que ahora ha resultado ser también bajista comprendí técnicamente lo que ocurría. Pero la magia insistía. 

Sí, se acercaron al blues, porque vienen de ahí y se encontraron en un cruce de caminos con la Motown, el punk, el garaje y lo que haga falta. Así que también se acercaron a las parcas, a sus raíces mod. Bucearon por el pantano del punk, también. Le pusieron proto al rock. En una palabra, hicieron lo que quisieron con un repertorio, el suyo, que ya tiene la mención de legado, y el de otros, que les sirve de fundamento. 

Precisamente, lo que eligieron estaba escrito en una cuartilla, la hoja del repertorio, que sacó Kroha en la mano, como esgrimiéndola para disculparse cuando subieron al escenario. La cuartilla era pequeña y la letra diminuta, así que Collins, desde su esquina, no era capaz de leerla y Kroha le gritaba al oído después de cada una cuál era la siguiente. Creo que improvisaron, hicieron cambios, movieron algunas piezas, pero tampoco puedo asegurarlo. Sí que sé que hicieron, como no, el "Leavin' Here" que yo te digo que era de los Who aunque sabemos que era de Eddie Holland y el "Boogie Chillun" de John Lee Hooker, que fue el momento en el que me explicaron cómo estaba la ruleta de los graves. Si a estas dos le sumamos, que también la tocaron, el "You Don't Love Me" de Bo Diddley, ya lo tienes: pura antropología del rock and roll. Si quieres saber más, solo te recontaré las que cacé a vuelo, que por allí volaron "I Think I Had It" o "Feral", más otras joyas que podrían estar expuestas en un museo, cualquier museo, ningún museo, como "Sister Anne", "Queenie" o "Ghostrider", creo. Es decir, que viajaron de vuelta hasta House Rockin' y de ahí comenzaron a remontar. No hubo apogeo porque todo fue in crescendo, y, aunque hubo bis, la progresión fue ascendente y el calor subió poco a poco hasta que flambearon el ambiente. 

Fue un bolo para no fijarse en esas cosas, pero, como ha pasado el tiempo, ahora lo tengo para rememorar nimiedades y cerrar con detalles innecesarios que me dan para comentar que fue un bolo de media de edad alta y con mucho músico confesando influencias. Aún así, dicen que hay gente que todavía descubre a los Gories, bendición, y abre la boca al hacerlo. Lo mejor de todo esto fue que, por mucho que miráramos hacia atrás, la sensación con la que salí -- y creo que hasta podría haber usado el plural si le preguntamos a los del primer párrafo -- fue la de estar absolutamente instalado en el presente. Y al futuro, que le jodan, que haga lo que quiera. 

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