Concierto en Woodriezo y alguna otra lejana aventura

Fotografía cortesía de Remigio Arbe, arte fotográfico sin aspiraciones ni filtros 

 

El día antes de las Nieves sale el sol. Nos pasamos la mañana en la playa, sabiendo que a la noche hay plan. A nadie le apetece del todo, pero todos lo esperamos. Y no es broma. Que sí fue broma lo de aquella última tarde en Iowa. Me montaron, por sorpresa, una merienda de despedida: brócoli crudo para hundir en salsa dulce, mountaindew a espuertas y té frío con limón. Todas las profesoras del colegio, y el director, sentadas en círculo a lo ancho de aquel salón. Me regalaron un libro que firmaron todas. Por casualidad, alguien contó que la señorita Eggsphueler tenía una gran colección de vinilos. Todos de un mismo género: música country. Que si a mí me gustaba el country, me preguntaron. Les dije que conocía a Willie Nelson y pusieron cara de conformarse. “¿Alguien más?” Y contesté muy seguro: Coyote Dax. 

 

"Das pena," me dijo una vez, cuando lo conté en una cena, muchos años después, un amigo que se hubiera tatuado la perilla de Kenny Rogers en el tobillo si le dejara la mujer. "Y tú, grima," le contesté, como cuando los niños se defienden: pues tú, más. Pero es verdad. Hoy día, me arrepiento de no haber visitado aquella colección. Me pregunto si habrá seguido alimentándola. ¿Tendrá ahora también los discos de Orville Pack, por ejemplo?  

 

Qué más da. Vuelvo al principio: el día antes de las Nieves sale el sol. Nos pasamos la mañana y la tarde en la playa, haciendo las cosas que se hacen en la playa cuando tienes hijos. Los dedos, al salir del agua, como la rodadura de un neumático. Para compensar, luego cayó un vino blanco. Y, entre tanto, organizamos el plan de la noche: concierto de Coyote Dax en las fiestas de Guriezo, Cantabria.

 

(Por supuesto, porque es un mes de ayuno y continencia, no pude resistirme. Vengo aquí y lo cuento, una semana más tarde, largo, repleto de postizos y digresiones, para compensar estos treinta días de abstinencia. Sigo.)

 

El día de Las Nieves se celebraba un día después, cada cinco de agosto. Puedes subir en coche por la carretera de Ampuero, que te quedas a pocos metros de la cima, y a menos de El Toril, donde se colma la romería. O, mejor, te pegas la caminata y subes a pata desde el barrio de Landeral. Dice la leyenda que la gente del pueblo había decidido levantar una ermita en aquellos altos. Subían el material hasta las campas que rodean al picón calcáreo, pero, cada noche, unas apariciones angelicales con músculo y la ayuda de bueyes, se empeñaban en seguir subiéndolo hasta la punta del castro, así que acabaron por construir la iglesia en el rocón. Un cinco de agosto cayó una gran nevada, y, desde entonces, la virgen pasó a llamarse así. ¿Sí? No lo sé, a nosotros, sinceramente, nos interesaba lo laico: las fiestas organizadas en el barrio del Puente. Cuando llegamos, está plagado de coches y es imposible aparcar. Menos mal que nos avisaron, así que seguimos hasta el puente de La Gándara, lo cruzamos, y donde empieza la cuesta que lleva a la iglesia de San Sebastián, antes de que se erice la pendiente, en una campa ancha y con el verde ralo, como muchos otros coches invitados, aparcamos. A la entrada de la campa, con paciencia, una familia montaba un caballo ruano en un remolque. Ya huele a excremento y yerba seca. 

 

Cruzamos lento el barrio hasta la casa consistorial. A la altura de la diminuta ermita urbana del Cristo, ya se aprecia el aroma y el rumor de las fiestas. Los tenderetes de zarandajas se alinean extramuros. Entramos por la otra esquina, bajo los restos de una portada de piedra que da a la finca. Dentro, el prado es ahora un recinto congestionado de gente: cuatro o cinco barracas al fondo, caballos estabulados junto a la fronda, un amplio escenario bajo una carpa y barras y puestos de comida. Las fiestas ya duran unos días. Ese, en concreto, se anunciaba como el día en que Guriezo se convertiría en una ciudad del Oeste: Woodriezo, estación de paso en el camino de Santa Fe. De lo que ha pasado durante el día, no sabemos nada: solo queda el traza de las plastas de los caballos, que ahora descansan en boxes portátiles. Del sheriff, ni rastro. Vaqueros, se verán unos pocos. Cuatreros, no sé si hay. Hay gente entrada en años, con porte patriarcal, que se sienta en banquetas de plástico, mirando más al público que al escenario. También hay niños y niñas, algunos en familia, otros de aventura. Y jóvenes más talludos, la mayoría en grupo, compartiendo la bebida y hablando a gritos. Hay gente que parece del pueblo y definitivamente forasteros. Hay gente de Ranero y hasta de Torquiendo. Igual, si me apuras, vino alguno de Trebuesto. Lo que hay son muchos stetsons falsos y hasta alguno que parecía verdadero. De hecho, se ve gente de ambos sexos con el uniforme bien logrado: vaqueros apretados, camisas western con bordados y hasta flecos y botas que se hunden en el fango pero no se ensucian. Eso sí, es verdad que ellos parecen más de Pasión de Gavilanes que de una película de John Ford.

 

Casi no nos hemos situado, y, puntual, empieza el concierto. 

 

Sin presentaciones, aparece Coyote Dax cubriéndose el rostro con el ala de su sombrero y dos bailarinas que le acompañarán durante todo el concierto. Detrás de él, una pantalla sobre la que se proyectarán imágenes cinematográficas del Oeste más estereotipado. Hombres a caballo en un paisaje desértico y perfiles encarnados de Monument Valley, sobre todo. Otra vez John Ford lo podría haber firmado. A veces, sobreimpresionado, aparecía el nombre del artista mexicano. 

 

Con los brazos cruzados, yo me pregunto en silencio por la banda, pero no parece importarle a nadie, así que me callo y sigo mirando. Nos hemos divido. Bajo la carpa, solo quedamos M y yo. Los demás se dejaron llevar por la ráfaga de los niños y ven el bolo desde lejos, junto a las atracciones. De vez en cuando, M me mira, yo la miro, comentamos algo sobre los pasos de baile o el jolgorio que parece haber adelante, pero solo con gestos. Todo va rápido. El cantante recupera el resuello mientras saluda y presenta la siguiente canción, que, al parecer, se titula “Payaso de rodeo” y volvemos a los argumentos universales y manidos del Oeste arquetípico. Antes de cantarla, celebra el paisaje. Aún no ha caído del todo la luz del día y se ven los bosques que crecen en un costado y huele a establo y deyección. Coyote Dax lo absorbe, lo celebra, como para aumentar su autenticidad. Luego, explica la coreografía que le aplica a la siguiente canción y termina en verso libre: “el que quiera que al final salte.

 

Alrededor nuestro, no salta nadie.     


Coyote Dax se afana por conectar con el público, rápido y con intensidad. Luego dirá que es un orgullo llevar el pañuelo amarillo de fiestas y ahora vacila al respetable. Nos dice que la próxima la vamos a conocer. Y nos pregunta que cuál creemos que es. Cuenta hasta tres y apunta el micrófono al vacío para recoger la contestación. Por supuesto, toda la platea tararea la misma canción, que no voy a decir cuál es porque lo sabemos todos. Pero no es esa. Él se ríe y para más vacile canturrea la “Macarena.” No es ninguna de las dos, llega la hora de “Arriba y abajo.”


Se baila, como casi todas; y, además, se tararea. No todo el mundo, por supuesto. Hay ganaderos que reposan en una fila trasera, como patriarcas sin báculo, pero con el mismo aura de solemnidad. Alguna madre es incapaz de incitar a sus hijos y otras les gritan los nombres para que vuelvan de recoger piedras o corretear por las sombras. Pero hay público. Y el público es manso, en general, no como las vacas de monte que guardan por los collados. Todos parecen disfrutar, algunos más que otros, y nadie se preocupa porque cuesta reconocer esa voz de barítono ajustada para el country que lucía Coyote Dax en los noventa. A nadie le preocupa que suene un banjo pero no se vea. Cuando baja al terreno e interactúa, nadie se preocupa por el chisporreteo en la voz. Son fiestas. Mañana celebran a la virgen. La música es, más que nunca, el augurio de la romería. 


Otro éxito encadenado confirma que estamos en un momento álgido del concierto. Antes de cantar “Johny Boy,” explica que esa es una canción que le identifica: "El rey del póker y del corazón," dice una línea de la letra. No sé si es por eso o porque vuelve a ser un recital de lugares comunes y fetiches de ese Far West que se encumbró en el celuloide y antes en los libros de Louis L’Amour o Zane Grey. Aquí, fue Marcial Lafuente Estefanía tanto o más que John Wayne. “Suéltalo güey” le dice a alguien que supongo que será el que aprieta el play. Y a mí, no puedo evitarlo, me duele que suene la armónica tan clara y no pueda verla.


Coyote Dax sigue mostrándose cercano. Pide que la gente le acompañe. Baja del escenario. El equipo falla y a él se le escucha juramentar y pedir más reverb arriba, pero se queda ahí y luego se oirá hasta un “ostia puta” aunque parece que se lo está pasando bien buscando duetos. Los masculinos no funcionan, pero desatan la risa. Las bailarinas, me doy cuenta, se cambiaron de ropa. Y ya estamos aquí. Todo el mundo sabe cuál viene ahora mientras él, con espíritu didáctico, refresca nuestra memoria y explica con detalle cómo se baila: “No rompas mi corazón.” No puede quedarse arriba. Vuelve a bajar al barro. Como una ola, lo que no vemos delante parece trasladarse por todo el público y romper a nuestros pies. Alrededor, los grupos se multiplican, todos en línea, como corresponde. Algunos se afanan más que otros. M e I encuentran a una lideresa y la siguen como lo hacen muchos otros fieles. El cantante ha conseguido llegar hasta la mesa, levanta el puño mientras ruega una vez más que no le rompan el corazón.


Después del arrebato, hay un momento raro, en el que la gente se mira con una mezcla de sosiego, satisfacción y vergüenza ajena. De regreso al escenario, Coyote Dax anuncia que “el chou” se termina. Juega con el público para que le convenzan de seguir y llega "Corazón vanidoso". Con la siguiente, pide que la gente se suba a la tarima. Le indican que tiene que controlar el número por el peso que admite la estructura. La ocupación comparte el baile caótico que acompaña al "El coyote ya llegó." Sigue la despedida: “Gracias mi gente, gracias Guriezo” y califica el concierto de “apoteósico.” Dice que toda canción de su repertorio viene con el envoltorio de un reto y se refiere, me imagino, a todas las invitaciones que ha ido repartiendo para incitar al baile, el palmeo o los coros de karaoke. Intenta colocar el micro en un pie, pero no le entra en la maneta. Consigue otro y explica la coreografía que, esta vez, solo implica manos. La última canción, explica, es nueva, y anuncia que está a punto de sacarla. La primicia se titula "No vuelvas más." Además de la curiosa coincidencia sintáctica, E y yo coincidimos en la opinión: adiós al country y hola al regetón. Cuando termina, da las gracias por el “cariño, alegría y diversión” y vuelve a pedir palmas. Tal y como empezaron, subido al escenario junto a las dos bailarinas, se despiden con un remix, sin chispa, de sus mejores éxitos. En el popurrí, entran de nuevo “No rompas mi corazón,” “Arriba y abajo” y “Johny Boy,” mientras repite incesante lo de “arriba esas palmas” y termina con una rueda o pirueta que no evita que yo siga lamentándome por dentro porque oigo la armónica pero no la veo.


No era el final del concierto. Ni fue el final de las fiestas. Luego venían los navarros de Puro Relajo, que parecían tener fieles entre los presentes. A la cuadrilla, nos dio tiempo para comer un perrito digamos que caliente en un tenderete. La familia que lo regentaba sudaba por los calores de la cocina y ya ni se disculpaban, aunque se habían quedado sin kétchup, sin patatas paja, casi sin fuerzas de seguir encajando la carne picada embutida en el bollo de pan. V se ganó otra ronda en el Maxi Jumping XXL. El chico de la camiseta de Tupac Shakur le colocó el arnés sin borrar la sonrisa, mientras una señora se asomaba al balcón de su caravana como quien se asoma a la ventana para ver qué día hace. En un costado, otra atracción estaba decorada con retratos de Rosalía, Omar Montes, creo, y otros traperos a los que no reconocí y hacían de contraste con la música más clásica y tradicional de los Puro Relajo. Mientras tocaban otra ranchera, sacamos patos de goma que daban vueltas por un falso río. Con los puntos, cada uno de los niños recibió una bola de plastilina que bota y una especie de volador con luz que se lanzaba con un tirachinas. Mientras J lo lanzaba al aire y Mk iba a recogerlo como el perro de Up cuando veía una pelota, yo me fijé en el chaval de la feria, recostado contra el metal de la caravana, moviendo melancólicamente los patos que seguían girando eternamente. Con la música de fondo de Puro Relajo, la imagen se hacía aún más dolorosa o simplemente melancólica. Hubo momentos del concierto en los que sí nos concentramos en el espectáculo. M con E e I con V participaron en el intento de récord mundial que patrocinaron los navarros al son de “El Vals de las Mariposas” de Danny Daniel. Hubo, al principio, desilusión, cuando anunciaron que no habían superado el récord de Sámano, pero, desde Londres, por el pinganillo, les confirmaron que el voto por correo daba a Guriezo un 98% con lo que conseguían un nuevo récord mundial de baile en multitud. Se aplaudió, claro, que el humor siempre viene bien.


Nos fuimos sin que terminaran su espectáculo los Puro Relajo, aprovechando que A salió corriendo hacia la puerta de salida de la finca porque su bola de plastilina botaría mejor en el asfalto de la carretera. El Puente parecía desalojado. Solo se veían algunas sombras escurridizas, y apenas nos cruzamos con tres personas que charlaban apoyados en el pretil del puente, como si acabaran de volver del rodeo, con el sombrero aún calado. Todo estaba ya cerrado, lacado por la oscuridad. Los Mellizos y Casa Ángulo, enterrados en el tiempo; el Neno y Juanchu, esperando a que volviera la luz, quizás. Y nosotros caminando lento, respirando la frescura de la noche y mirando hacia el cielo. Buscábamos estrellas para los niños, cuando la voz adulta de uno de los nuestros nos despertó de aquel romanticismo veraniego para advertirnos de que mejor dejábamos la luna y mirábamos al suelo con las linternas de nuestros móviles porque el prado estaba minado con excremento fresco de caballo. 


La mierda y las estrellas. Todo tan real y espléndido como la música festiva en una noche de verano cualquiera, ya estés al Oeste del Misisipí o en la orilla del río Agüera. 

 

 

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