Uno, el barrio, Rontegi. Todo cuesta arriba. Cuatro, las bandas, dos por evento, que sumadas hacen cuatro. Luego lo cuento. Y los años, diez. Los que cumplían la peña de Rock'n'Tegi, que ya lo contamos aquí unos días antes; si no te cuerdas, vuelve hacia atrás con las flechas, usa el cursor para mover la barra, y pincha en la anterior entrada. Todo eso está bien, pero a mí el viernes solo me importaba la cuesta. Que costaba. Subía ya la calle Bizkaia, solo y con algo de desgana, y empezaba a oler a pólvora y las niñas y los niños, excitados en su adolescencia efervescente, aparecían por todas las esquinas como si acabaran de bajar de una montaña rusa brutal (en realidad, pensé: ¿están jugando a El señor de las moscas?). Lo que acababa de pasar era más sencillo: se le habían acabado los cartuchos al toro de fuego. Y yo llegaba ya a la Plaza de San Luis, con su ojo que vigila Triano y una mezcla de gente que intentaban no molestarse: los que aún permanecían por inercia después de las carreras chamuscadas y los que ya pedían turno esperando a la música en directo.
Todo esto, en el barrio. Uno, Rontegi, durante sus fiestas de primavera. Ya lo he dicho. Lo que íbamos a ver: cuatro, las bandas que se subirían al escenario. Por un lado, Acordes Prohibidos e Indrid, dentro de la programación del Udazkena Rock. Por el otro, John Dealer & The Coconuts y Rat-zinger, al abrigo del ya mencionado Rock'n'Tegi. Diez, ya lo he explicado, era el número del aniversario de este último festival, que veníamos a celebrar, y nos dejamos de fronteras y líneas de separación. Para nosotros fue un bolo completo, con cuatro bandas. Cuando llegamos a casa, sacamos la cuenta, y fueron más de cinco horas de estar ahí de pie. Agujetas, sí. No nos quejamos. Lo disfrutamos. Y ahora voy y lo cuento, aunque sea tarde y mal.
Los primeros en subirse al escenario resulta que son del barrio o casi, que no lo sé, pero yo así, más o menos, lo entendí: Acordes prohibidos. Aparecen todos con el pañuelo de fiesta, en formación ordenada y aparentes ganas de empezar. Debajo, tienen a media cuadrilla, muchos de ellos y ellas pertrechados con camisetas de la banda. No es lo mejor, pero empiezo por el final: terminan bolo con un himno al barrio. No sé cómo se titula, pero creo que dicen que está aún tierna. Mi cabeza está inquieta, sigue la letra y no puedo evitar pensar que hay que actualizarla ya, sobre todo cuando cantan algo sobre Etxatxu, que está ahí abajo, y los colores que te sacará subir por ahí. ¡Ahora hay ascensor! Que justo miro para ese costado y veo a un grupo de adolescentes vacilando a un colega al que han encerrado dentro. De cualquier manera, se les agradece el homenaje con un largo aplauso y ellos parecen satisfechos y contentos. Le cantan a las motos, al rock and roll, a la escena local y hasta, en un giro que yo me trago, a la cerveza: durante más de media canción, pensé que era una historia de amor romántico. Todo el concierto se pasearán por el territorio del blues y el rock and roll más clásico, sin exabruptos ni aspavientos, manteniéndose rectos y cercanos. De hecho, para ponerle la guinda a este resumen, termino por el principio, ya que empecé por el final: llevan un par de canciones cuando el baterista se levanta, interrumpe al cantante que ya comenzaba la siguiente y le roba el micrófono. El baterista nos cuenta que es el cumpleaños del cantante, nos dice cómo se llama y que es del barrio y que para celebrarlo van a tocar una bonita balada que escribió el mencionado hace tiempo. Se hace y cuando terminan, el del aniversario concluye: "bueno, vale de moñadas".
No tardan mucho en ocupar el escenario la siguiente banda: Indrid. En formato de cuatro, con vocalista, un único guitarrista, bajista y batería, ya se han hecho un nombre en algunos foros y llegan con las canciones de aquel trabajo que sacaron en 2019 y que luego interpretaron a pelo en un ep acústico. Ellos mismos se suelen situar por las fronteras del hard rock, pero, tanto en lo que graban como en el directo, quedan claros y rotundos esos matices metaleros que también han confesado en alguna entrevista. También tienen compañía en la planta de abajo, y el guitarrista gastará bromas con algún colega por la talla de su camiseta. Empiezan con "El extraño hombre sonriente", que, si no me confundo, coincidía en título con el de aquel larga duración que ya he mencionado. La segunda es "Electricidad" y ya nos hemos convencido de que el volumen es importante, que la batería va a retumbar y la garganta del vocalista no se va a resentir. Les gustan los estribillos reconocibles y los riffs potentes. Después de dar las gracias, el cantante agarra la pandereta y nos invita a viajar con ellos: "Viaje a las entrañas". El guitarrista le saca chispas a los efectos de su pedalera. Llevan el espectáculo bien prensado y en los intervalos le toca liderazgo al vocalista, que intenta interactuar con un público algo reticente. Nos pedirá que gritemos más, que nos oigan en París, pero a duras penas se estarán enterando abajo en la Florida. Antes, nos pregunta que si estamos enamorados y luego que cómo hacemos el amor. Me parece que pocos ahí tienen el espíritu como para pensar en eso ahora. Entiendo que es argamasa para emparedar canciones como "Código Z" o "Amor caníbal". Hay una que la canta, al comienzo, con un megáfono. Creo que es "Dogma". La última, con alegato de resistencia en tono poético, es "Torres de papel", si no me confundo. Buen sonido. Buen ejercicio de estilo. Buen momento, al terminar, para refrescarse y pasearse, que había que cambiar hasta el telón de fondo.
Quizás por compensar la espera o porque ellos son así, el comienzo de John Dealer & The Coconuts es demoledor. No es la primera vez que les vemos arrancar con dos puñaladas directas al torso, como son "Phantoms" y "Snake Charmer". A los que no les conocían, ya les han explicado de qué van. Los que les conocíamos de antes, ya sabemos que hoy tampoco van a decepcionar. Las guitarras ya se elevan y el cantante ya ha resonado por toda la plaza. Y eso que ha tenido que cambiar su guitarra en medio de ambas canciones. Alguno ni se habrá dado cuenta de que para la segunda se ha calzado un modelo con el cuerpo de una flying V, y es que lo ha hecho casi con la agilidad con la que se pasan el relevo los compañeros del equipo de atletismo de Jamaica en la final olímpica del 4x100. Con la tercera, aún no llega el sosiego: "Queens Don't Fall in Love". El batería ya se ha abierto la camisa. Todo en el escenario es movimiento y energía. Te contagian la intensidad aunque te limites a verlos, sin escucharlos. Acaban de rodillas y el batería recoge su ride, o su crash, o su hit-hat, no sé, pero se le cayó el plato al suelo de las ostias que le pega. No paran: va "Say No" que no sé por qué pero esta vez me recuerda a The Hives. Aunque no te lo creas, recordamos los teclados que se escuchan en las tomas grabadas, pero no los echamos de menos. Pasan al euskera con "Zauriak" y la electricidad no se rebaja. Algo paran en una delicada "City of R'nR" donde se luce el bajo. Bajan hasta lo más profundo de su repertorio para recuperar "You Die for Your Nation" y "Psycho". Ya es sábado y anuncian una versión "km 0" y ya sabemos que es el momento Parabellum. La primera fila acompaña con las líneas cuando tocan un "A todo ostia" que consiguen llevar muy bien a su terreno. Van terminando con "Bukatu da" que, sin los teclados, gana nervio. Luego va "Come on" y ya sí, anuncian que se acabó: "Azkena, bagoaz. Un placer, mila esker". "Tell Me Why" es la que eligen para despedirse pero no se despiden. El batería no se levanta y con los platos aviva el "beste bat". Aunque arrancan canturreando el "Lola" de Cicatriz, se despiden, por todo lo alto, con otra versión, el "Fortunate Son" de la Creedence. Dejan como un halo de satisfacción que se confunde con el humo de la máquina de efectos.
Y aún quedaba más. Para muchos, el plato fuerte. Había gente de diferentes generaciones que, en apariencia, venían esperando que llegara el postre. Momento para el punk más devastador: Rat-zinger. Podri tiene problemas. Dice que se está quedando sordo con el pinganillo. Todo se arregla y a ellos no les tiembla el pulso. Sea como sea, empiezan echando toda la madera: "Locomotora". El repertorio recorre su discografía y satisface, en líneas generales, a los fanáticos, por los menos, a los que yo me encuentro: "En la cámara de gas", "Amén", "Larga vida al infierno" o "Tu pasajero", entre muchas otras. También cae su versión de los Quemando ruedas. Ya en el tercio final, no aminoran la marcha, y además de una coreada "Rock'n' Roll para hijos de perra", también cae su versión de Motörhead con "¿Tenéis speed?" o "Santa Calavera". Cierran azuzando al público y alguno se desgañita para acompañar a Podri cuando entona "Indestructibles". Parece que tiemblan los bloques naranjas de viviendas que substituyen hoy a lo que antes fue el grupo Remar. Y cuando terminan se queda como una placa de silencio que resbala, como si notaras la ausencia de toda la descarga de brío y vatios que ha quedado, ahora, como una estela, como las brasas tozudas en un fuego abandonado. Las piernas se quejan, pero en los brazos queda como una electricidad estática que eriza el vello.
Volver a casa fue más sencillo. Todo era cuesta abajo. Por el camino, regueros de luces que alumbraban tenuemente las sombras de gente que se agolpaban por las calles, al arrullo de pantallas que bramaban bachata y música bailable. La gente, en el exterior, disfrutaba de las fiestas. En la esquina de Castilla-León, unas niñas hacen la coreografía del "Saturday Night". Han pasado casi treinta años, y ahí sigue la danesa Whigfield, petándolo en todas las pistas de baile, hasta en las que se improvisan en las calles estrechas de un barrio. En este caso, uno, Rontegi, donde vimos a cuatro bandas, el día que su festival, Rock'N'Tegi, cumplía diez años: diez, cuatro, uno. Comienza la cuenta atrás para el año que viene.
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