Barcelona, Jaén, Yugoslavia

Al final, sucedió
 

En la cima de Saltacaballos, se hace el silencio. Se nos escucha respirar, el temblor de la velocidad, el rumor de los demás. Y entonces salta el estruendo, como si alguien estuvieran desguazando la parte inferior del coche, un monstruo glotón royendo los bastidores como huesos de pollo. Se acaba de partir la correa, cuesta abajo hacia Mioño. 

Hacía años que no paraba en Mioño. Recuerdo, hace mucho tiempo, estar de botellón en Dícido. Y ese restaurante en el barrio de La Estación. Ya podía haber un bar aquí. Se oye la chicharra y el viento contra los palos abandonados de una huerta donde plantaron judías. El murmullo de una familia disfrutando del césped en su adosado. A pocos metros, los coches siguen su trayecto cuesta abajo bajo la sombra desganada de Campo Ezquerra. Y a Andi le pide el del seguro que repita las tres letras de su matrícula. Lo hace cantándole lugares al teléfono: "Barcelona, Jaén, Yugoslavia". Y yo murmuro: "Corto y cierro". 

En lugar de cerrar, abrimos todas las puertas de La Retumboneta. Rendida, herida, coja. Dejamos pasar el tiempo sentándonos y poniéndonos de pie. Aparece gente como si fueran figurantes en una comedia del absurdo. Un hombre de paseo con un niño que conduce un coche eléctrico de juguete ha perdido al perro. Tres jóvenes salen de un caserio con pocas ganas de ir de jarana, parece. Por el sendero, de vez en cuando, más gente que anda en ropa deportiva, sin prisa aunque vayan rápido, que saludan al pasar. También ciclistas que aprovechan el contenedor de vidrio para reciclar. Nos da tiempo a todo. Hasta a tener una visita sorpresa, que aparece Dani y nos traerá una botella de agua fría de su nevera que es lo más parecido que vamos a estar, esperemos, de saber lo que sintieron aquellos uruguayos en los Andes cuando por fin vieron gente. Exagero, sí. 

El único postureo que vale es éste

Hicimos cálculos: íbamos camino del Mongol Fest. Se supone que antes de las cinco íbamos a estar allí. Tiempo de sobra quizás para ver algo de Killin Bananas, que descargaran, probaran y tocaran a la hora que les correspondía. Ahora ya no daba. "No, no da". Ana manda audios a los organizadores, que le quitan hierro al asunto y están dispuestos a variar los turnos. Isa dice que sí con la cabeza, para apoyar, animar, ¿queda agua? Se recalcula la ruta: regreso a la ciudad, cambiar de furgoneta, volver a cargar, dejar la averiada a buen recaudo y arrancar de nuevo. Está hecho. Lo conseguiremos. Y lo conseguimos. Llegamos a Monte sobre las siete de la tarde, siguiendo a pies juntillas lo que dice Siri o como se llame la chica que grita encerrada dentro del teléfono de Ana. Al llegar a un cruce nos produce algo de miedo que el tráfico sea muy grueso. "Calla", pido yo, "¿no oís como música de fanfarria?" Al poco, a lo lejos, vemos gente disfrazada y de paseo por el medio de la vía. Nos escolta la policía por detrás de la romería, mientras conocemos Monte porque vamos más despacio de lo que nos gustaría y hacemos como que disfrutamos de la música de verbena, de La Mosca a "La Macarena" sin que le tiemble el subwoofer al altavoz. Andi sentencia: "ya me da igual, hemos hecho lo que hemos podido". Pero pudimos más. Llegamos a La Maruca y se ve una marabunta en un talud que da a la mar. Bajamos hasta el Restaurante Tin. Aparcamos mal y yo salgo y me acerco hasta el Ambigú, por el borde del mar, luego escalando por el césped, repleto de gente de asueto, tomando el sol, bebiendo sobre coloreadas toallas, la gente habla en voz alta, los niños juega al balón. Sorteo al público que espera porque la banda, y deben ser los Agujero, ya están listos para tocar, que, desde lejos, se oía el eco de los parches que prueban como los tambores en la jungla. Como no sé qué hacer, a quién preguntar, me acerco hasta el guitarrista: "Oye, ¿sabes quién organiza esto?" Se coloca las gafas sobre la nariz y me mira con reparo, da un paso hacia atrás y dice sin confianza: "Nosotros". Le explico y respira aliviado y sonríe y me cuenta por dónde meter la furgoneta, aunque para cuando vuelvo con la respuesta ya ha llegado alguien de la organización hasta La Retumboneta de repuesto. Damos la vuelta al restorán, aparcamos y nos disuaden de descargar ya. Va a empezar el bolo de los Agujero, nos dicen, mejor es que subamos, pidamos unas cervezas y disfrutemos. Y eso hacemos.

 

Dejando la debida distancia de seguridad
 

El Mongol Fest se hace en una terraza que parece la cubierta de un crucero varado, con sus banderines de vacaciones en la mar y sus botellines frescos que hay que bajar a buscar a la bodega del barco. La gente parece sonriente y relajada, muchos con la piel bronceada, camisas hawaianas y rayas marineras. Desde allí se ve La Maruca entera, que no la había visto nunca. Me cuentan que estoy viendo la estatua de un marinero y también se disfruta la vista del mar extendiéndose tan lejos que dan ganas de dejarse llevar y disfrutar. Buscamos un hueco donde cabemos los cuatro, brindamos, y el patriarca se sienta para descansar la rodilla. Así vemos el concierto entero de Agujero. Si me dejas ser simple y práctico, te diré que es como una escisión de los Lupers, un trozo de aquello porque ahora estos son solo dos. Batería que toca de pie y sin bombo, arréandole con ganas a las cajas y cantando a la vez. Más el guitarrista al que abordé cuando llegamos, concentrado y metiéndole con gusto a la distorsión. Van del hardcore al recitado, a veces se cobijan en la oscuridad, siempre rozan lo elemental pero con buen nervio. No entienden de renglones rectos. El cantante juega con el fraseo y le riza los significados a las frases con entonaciones traviesas. Además, conversa con un público que, en gran medida, parece estar allí para la ocasión. Vamos, que vinieron para ellos y con ellos bailan hasta llegar al pogo salvaje en el doble bis final. Yo reconozco poco del repertorio, solo lo que les escuché en bandcamp para venir entrenado. Al principio, por ejemplo, suena "Domingo", que el cantante abre citando a  Herman Hesse. El final onanista del estribillo saca risas más que chispas. Habla de cuadros de cacerías, de una abuela, de palizas y los Killin Banana, sin contexto nos perdemos, pero seguimos el concierto con atención y moviendo la pierna que se nos pone más nerviosa. Al final, como digo, cantan dos que son, creo, "Animales" y "Agujero". Letras como incisivos clavados en la carne del glúteo, como semen en tu ombligo, que dicen ellos mismos.

Vuelve el ambiente distendido. La gente en círculos, algunos concéntricos, que se extienden hasta el césped, la terraza superior y el interior de un bar donde los baños, por cierto, en lugar de distinguirse por género, se distinguen por su oscuridad. Mientras Ana y Andrés montan, Isa y yo colocamos el merchan, y agachados con la maleta, se nos acerca el técnico de sonido y nos pregunta que qué necesitamos. Le diríamos que espacio vital y un par de cervezas frescas, pero, con la barbilla, le apuntamos a los auténticos Los Retumbes. Es lo que tiene quitarse el antifaz, que pierdes tu identidad. 

No tarda en arrancar el bolo. Elegantes y ya enmascarados, más separados que nunca debajo de la lona, se arrancan por instrumental después de saludar al estilo Bisbal, que está de moda. Aunque tenía el repertorio desplegado a la vista, en esta ocasión, no lo voy a desmenuzar. En su lugar, y por ser más breve, lo hago todo compacto y a ciegas. Es un bolo de estreno: Andrés lo hace con su guitarra nueva, dejando su habitual Burns en la funda, en casa. Es un modelo exclusivo de Fab Guitars, siguiendo las líneas de la Billy Childish Cadillac. El negro del aliso relucía tanto como las cuerdas bien apretadas contra los trastes. Es un bolo de estreno también porque suenan muchas de las canciones del que será su nuevo disco, que ya andan por ahí, haciéndolo surcos. Suenan muchas que parece que nacen ya con grijo y pedigrí para convertirse en dardos punzantes. La gente, en primera fila, aunque algo retraída, tararea hasta las que no se saben, y dos tíos que creo que venían de Torrelavega, las bailan todas, con conocimiento y sin él, comprometidos como hay que estar. En una de esas, bajé a pedir al camarote, y en la barra a una camarera se le iluminaba la cara con la música que entraba por los portillos, y le decía a una de sus compañeras con una sonrisa picante: "¿Estás escuchando las letras? Escucha, escucha esta. Me parto". Pero de entre lo nuevo, y sin desmerecer al resto, hay una que va a ser un hit lo quieran o no, porque tiene "meneo" y no tiene "postureo" (me meo con la acertada rima silábica), y sobre todo tiene uno de esos estribillos que se te arremolinan en el gaznate y te quebrantan el riego sanguíneo y que vociferamos a gusto en nuestra esquina, porque ya nos hizo de quinina el día de la despedida de El Mendigo y la tenemos ya recogida como himno vital, mientras alguno alrededor, sorprendido con el descubrimiento, se reía con gozo. No hay pozo al que caer con estos, porque tienen un fondo luminoso al que también bajaron, sin necesidad de sumergibles, y así se cantaron otros éxitos de sus anteriores discos, como "Surfin' Fukushima", que ahí sigue, más resistente que la Compañía Eléctrica de Tokio o una "Eres idiota" para la que contaron con colaboración, porque le robaron el micrófono a Ana dos Lupers que se la sabían bien porque, al fin y al cabo, fueron los autores de una versión que entró en aquel disco de la Family Spree Recordings, Bigger Fuckin' Family Party. Mientras Ana estiraba el hombro, Andrés introdujo su ya famosa "¿Quién se queda con los millones de las camisetas de los Ramones?" Del mismo disco, también cayeron otros éxitos variados, como "Cuñado", "Tatuaje de mierda", alguno miraba, como siempre, la pierna de su compañero o compañera, para ver si era izquierda o derecha, o la celebrada "La música moderna", mientras que, en las instrumentales, se lucían la guitarras nueva y las viejas maracas de Baraka. El cierre es expansivo y localista con una "Montañas de Lindano" que alargaron hasta que casi se puso el sol sobre la bahía y Ana bailaba con un respetable que no le seguía la conga aunque a ella le dio igual y gritó a pulmón que sería "¡mongol for ever!". Secándose la frente con la ya lustrada toalla naranja, se despidieron. 

 

La conga no salió

 

Recogiendo, apareció, de nuevo, el tío de sonido, al que le doy fuego. No le entiendo muy bien, pero me habla de El Tubo, que él estuvo. No le dije de dónde era, pero se ve que se nos nota. Pasarán los años y ser de Barakaldo seguirá ligado al legado de ese tugurio que tanto echamos de menos. Como con todo, no echamos tanto de menos los lugares, ni Barcelona, ni Jaén, ni tan siquiera Yugoslavia, como a la gente que se mete dentro y va dando forma a los momentos. Lo mismo pasa con el resto. No es Mioño ni el interior de una furgoneta Fiat ni la rada de La Maruca ni el viaje de ida y vuelta. Son las tuercas y correas que perdemos cada vez que se disfruta de la experiencia. Por eso, molan los festivales pequeños, los botellines de tercio, brindar con ellos, las canciones como pedradas, las averías en la autopista y todo lo que pase al cobijo de la amistad, lo mismo bajo lluvia que, como ese día, con un sol reluciente. Miente quien te diga que lo importante es la afinación.

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