En el viaje de vuelta, paramos a comer en Somosierra. Mientras nos sirven, estamos chateando con la cuadrilla por el WhatsApp. Ana y Andrés van camino de Granada y, cuando leen lo de Somosierra, Ana contesta que, a poco más, y nos cruzamos. Dicen que ellos van ya por Aranjuez. Y yo me acuerdo de golpe de aquello que leí un día sobre Rafael Riqueni cuando se murió Enrique Morente. Contaban que llegó al Fun House, cogió su guitarra y se tocó hasta el "Concierto de Aranjuez": "No me molestéis. Traedme ginebra y voy a tocar por mi maestro". De frente, veo la ermita de Nuestra Señora de la Soledad. Y así, solo, con menos pena que la que llevaba aquel día Riqueni, también me acerqué yo al Fun House de la calle Palafox la noche anterior.
Precisamente, mientras hacía tiempo tomando una cerveza, sobre eso estuve pensando, que quién sería el Palafox de esa calle de Madrid, y que igual me servía para empezar luego con la (esta) entrada. Porque mira que suena a teatro abandonado, cine con la alcurnia trasnochada, galerías sin boutiques o algo así, pero sí que creo haber entendido que es apellido de condes y marqueses, exploradores en las Américas y obispos de los que acaban dándole nombre a travesías estrechas, como esta del barrio de Chamberí. Me vine por San Bernardo y en una esquina vi una librería-cafetería petada. Leer poesía mientras te tomas un matcha latte, me imagino, porque no entro. Las cosas de Madrid, que no tiene fin. Todo está ya inventado. Lo de las cafeterías que llaman ateliers y las tiendas vintage con chamarras Levi's llenas de bolas a tres cifras me ha prendado en este último viaje. He probado los kit-kat de fresa. A veces, cuesta encontrar un puto bar. Un bar, sin más. Una barra, un grifo de cerveza, un camarero que no tiene ganas de atenderte, en la tele lo que sea pero sin volumen en la voz y el baño que huela a aceite reseco. Que no tengas que hacer un cursillo para pedir. Que no te dé como palo entrar porque no sabes si vas a tener que cenar también, dibujar un autorretrato con crayones veganos o elegir la tapa en función de tus chakras. Una caña, por favor. Ahí tienes. Gracias. Algo así, fácil. Y por Chamberí me voy dando cuenta mientras doy vueltas que están muchas de las salas de las que siempre oigo hablar pero que nunca visité, que si el Trashcan, que si Clamores, ardores me entran porque se pone a llover, y ya tengo localizado el Fun House pero falta más de una hora para que abran las puertas. A ellas, ya las dejé en Gran Vía, engullidas por la multitud del Teatro Lope de Vega. Venga, aquí mismo. Entro a una cervecería donde me dicen que no tienen cañas, ¿cómo?, solo dobles, ¿eh? Me tomo una doble y la tía me permite pagarle de menos porque no tiene cambios ni le rula bien la conexión del datáfono. Al menos, la música no es mala.
Miro por la ventana cómo a Madrid le cuesta echarse a descansar. Son calles con líneas de aparcamiento a ambos lados, como antiguamente. Casi me echo a llorar de la nostalgia. La gente pasa, generalmente con prisa, y todos parecen dejar detrás como la estela de una historia que podría dar para un guion de tragicomedia española con final pseudofeliz. ¿Cuánta gente vino aquí persiguiendo el mismo sueño? Los únicos dos clientes que comparten conmigo el espacio de la cervecería parece que contemplan esas dos cosas: el cine y soñar. No sé qué película critican, pero lo hacen en voz alta y no puedo evitar escuchar. Probablemente, esa que gano el Óscar. Él dice algo sobre las inconsistencias del guion, y parece que esté intentando darle una lección, pero ella es aún peor, cada opinión es una hipótesis sólidamente desarrollada, parece que habla párrafos enteros del Dirigido por. Escuchar conversaciones ajenas está mal, lo sé, pero peor es quedarse sin datos y tenía que dejar el móvil y aún me queda tiempo para pasar y cerveza que beber. Salen antes que yo, cuando entran otros clientes, y les veo despedirse platónicamente a través del cristal. Él se va sin girarse, con la misma cara de tristeza y sorpresa que tan bien borda Raúl Arévalo cuando empiezan sus comedias románticas. En el móvil, me pongo a borrar fotos antiguas. Y, de paso, escucho ahora como el varón de la pareja con bebé que entró al bar cuando se fueron los otros platica con la camarera, de nuevo en voz alta, muy alta. La conversación tiene miga: hablan de dueños, rentas, cajas, género. Así me entero de que, por ejemplo, este es el único sitio en Madrid donde puedes beber cerveza Kwak de barril, a excepción de otro local en la plaza Mayor. Fíjate tú. Pienso: ¿esa es la del vaso raro, verdad?, la que me contaron en Bélgica que en algunos lugares te pedían un zapato como aval para asegurarse de que devolvías el vaso. Ostias, las nueve ya. Voy para el Fun House.
Y aún no han abierto. Doy una vuelta a la manzana. Echo un cigarro en la esquina. Me asomo a una tienda de ultramarinos, pero no compro nada. Por fin abren. Mientras espero, ya que hoy tengo afilado el oído, me quedo con la conversación que mantienen dos en la esquina: "¿Ves? Ya te lo decía yo, que estos ponen siempre que los conciertos empiezan a las 9, pero que hasta las 10, nada. Solo quieren que vengas y te tomes algo, claro." Claro, pues ya está: casi voy a pagar por ver la sala por dentro, por decir que he estado ahí. Porque tengo que salir corriendo luego, bajar con prisa todo San Bernardo y estar en la puerta del Teatro Lope de Vega antes de que ellas salgan después de ver como, finalmente, Simba es elegido como el rey legítimo. Pero entro. Porque entro por primera vez, sí: piénsalo y quédate con el dato, alguien que anda por aquí hablándote de música, haciendo como que entienden, resulta que nunca ha estado en el Fun House, ya ves. Ahora ya sí, para ver a los Stompin' Riffraffs. Y así que te lo voy a contar. Porque, al final, llegué a escuchar más de una docena de canciones y disfruté del ambiente y hasta moví las caderas ligeramente, que para mí ya es bailar. Así que, aunque supiera que me iba a quedar esto, una entrada como las que escribía antes, donde hablo de todo menos de lo que tengo que hablar, tenía que contarlo.
A partir de aquí, la parte más convencional. Bolo de los Stompin' Riffraffs en el Fun House de Madrid, el miércoles 12 de abril de 2023.
Los Stompin' Riffraffs son una banda japonesa de cuatro componentes: tres chicas que aparecen con el mismo vestido rojo de fleco corto con tirantes, además de un antifaz negro, y un cantante masculino que viste traje con solapas a contraste. Ellas se ponen a la batería, el bajo y los teclados, aunque esta última abandonará las teclas, en ocasiones, para puntear a lo loco con su theremin. Él permanece en el centro, acercándose al micrófono para cantar y sacándole brillo a su Gretsch blanca (creo que es una Gretsch, que si no lo es, no lo es). Siempre sonríen y se turnan para interactuar con el público. Les acompañan dos compatriotas que se encargan del merchan. Ya desde antes de empezar se les ve sueltos y desenvueltos, cuando cruzan el bar para pedir cerveza en la barra y vuelta al reservado.
Arrancan fuerte con gritos, rock and roll sin aditivos ni apósitos, al cuello, al grano, a la yugular. Leí antes de venir que son leyenda en el ambiente alternativo de su ciudad, Tokio, y que siempre andan tocando. Si no es fuera, entonces en algún garito o tugurio de su ciudad. Las tablas que tienen se nota. Las raíces e influencias, también: rock and roll de los 50, 60s garage punk, algo de surf, todo bien amasado por el sonido de la guitarra y los teclados y el theremin que le dan un regusto distinto. Se repasan gran parte de lo que acumularon en su último trabajo, Burning (2021). Reconozco, por ejemplo, que igual hasta me confundo, "She Bites" o "Heavy Sick". "Whatever" baja el ritmo pero disfrutan las teclas y al terminar da las gracias la baterista. También se presentan y dicen "arigato", antes o después, ya no me acuerdo, de "Girl Can't Dance".
No todas las canciones llevan letra. Y cuando se pasan a lo instrumental, suele aparecer el theremin. La teclista se levanta, conquista el terreno que era del guitarrista, y parece que puntea y hace tappings con las antenas metálicas. Así pasa en "Parabellum", de su anterior disco, A Man and Three Chicks (2015), donde además el amigo que se encarga de la mesa del merchan saca un largo palo de selfie y comienza a inmortalizarnos. "The Vampire" también es instrumental, aunque más oscura, e hipnotizan los efectos a la guitarra y el paramento del teclado.
Creo que reconozco alguna canción de sus discos anteriores, como "Linda" o "Surfside Date" o incluso de antes, como la cautivadora "Rock'n'Roll Guitar" y una "You Shake Me" donde el público, que responde y no deja de bailar, levanta los brazos porque nos están grabando. Hay buen ambiente y mordiente en una primera fila que sabe mover las caderas y que se confunde con la segunda y la tercera porque las ganas de bailar y de disfrutar parecen contagiarse. El estribillo de "Dance Franny Dance", donde las chicas nos dan orientación con el verbo repetido, reitera que aquella es una fiesta de rock and roll puro y destilado.
Y paro. Más o menos hasta aquí tenemos algo más de la mitad del bolo. Las conté para ser conciso, aunque luego perdí la cuenta. Fueron dieciséis o diecisiete canciones. Calculo que quedaban como nueve o diez más. Así que no sé qué pasó después: si hubo bis, cómo les despidieron, qué más cantaron, si me perdí lo mejor o fue más de lo mismo. Me tuve que ir, como ya anticipé al principio. Sin despedirme de nadie, aprovechando un intervalo, como quien no quiere la cosa, abrí la primera puerta, saludé al encargado de las entradas, abrí la segunda, y me marché.
Cuando esto ocurre, me imagino que hay tres formas de actuar: escribes la crónica y te inventas o evitas lo que no viste (opción que nunca tomo), no escribes la crónica (que es lo que suelo hacer) o, como en esta ocasión, confiesas la ausencia y cuentas hasta donde llegas. Tomo la tercera opción porque era mi primera vez en Palafox y aunque fue demediada había que contarla. Vi al Elvis embalsamado, esas pinturas fotocromáticas o lo que sea y los miles de carteles y huellas que, en esos pocos metros cuadrados, ha ido dejando la memoria de la música, ya hablemos de Riqueni llorándole a Morente o de todo el rock and roll que ha ido macerándose ahí dentro. Yo estaba un poco constipado, la verdad, pero creo que olía a eso: a rock and roll.
Y poco más. Llegué a tiempo y ellas salieron satisfechas, excitadas, con un enorme bol de palomitas vacío. Dimos un paseo tranquilos, buscando algo de comer. Y yo les conté que conocí el Fun House. Para más historias sobre nuestro viaje a Madrid visita mi Facebook y mi Instagram (que no tengo) y no vas a encontrar nada. Las cosas pasan también cuando no las fotografías. De hecho, hasta saben mejor. Y sí, comí churros y calamares, qué quieres que te diga, y poke hawaiano y gyozas de Sichuan, todo típico de (este) Madrid, como cualquier otro turista, que hasta turista fui, también, de alguna manera, cuando, algo abandonado y perdido, me metí en el Fun House para poco más de tres cuartos de hora, como habéis podido leer. La próxima, que será, espero aguantar más.
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