No sé muy bien qué le pedimos a la música. La mayoría de las veces, nada. Nos da cobijo, alimento, alivio o curación sin que lo hayamos pedido y sin esperar nada a cambio. Otras veces, la buscamos con exigencia, queremos que nos ayude a pegar un golpe en la mesa, que nos acompañe en un camino espinoso o en una explanada luminosa, que nos arrope, nos desabrigue, nos eleve o nos hunda, que, me voy a tirar un largo, creo que es algo que cantaba Silvio Rodríguez, al que no es que yo haya seguido mucho la pista, pero algún recuerdo de cuando exploraba por ahí ya me queda y me suena que algo así ya lo cantó él antes.
En ocasiones, lo que pedimos es sinceridad y autenticidad. Si me van a contar algo, que me lo cuenten desde la entraña, que suene a confesión, que no me pinten estereotipos y hologramas.
El viento arrastra la grama en este disco. Los canchales se encienden bajo el sol. La tierra se agrieta. El tiempo se dobla. La raíz asoma. Se siente la pulsión y el compromiso de alguien que ha intentado aislar en melodías y armonías un humor que le aflora desde dentro, un recorrido íntimo y extenso que ha conseguido articular en una colección de canciones preñadas de emoción y significación. En la portada, el título y el nombre del artista están escrito a pulso, con el rumbo de la muñeca, y eso se aprecia también en todo el disco.
Solo por eso, el resultado debería ser ya satisfactorio.
Jay Martín es un músico extremeño al que se puede situar en el universo de Milana, la banda que consiguió demostrarnos que hay muchos Oestes en el mundo (hay un guiño en el disco, cuando se vuelve otra vez a las cicatrices del desierto). También ha contribuido al nacimiento de ese sello que está intentando empujar a la música de raíces americana con denominación de origen en la península fuera de los territorios menos transitados, que los conozcamos y disfrutemos todos. En este 2022, sacó este disco, Que la tierra nos sea leve, del que no habíamos escrito hasta ahora, aunque sí escribimos de otra forma, pero que nos ha acompañado en muchos viajes a lo largo de este año, porque es una música que encaja en el movimiento, incluso ese que es eterno e inescrutable, el que nos lleva del nacimiento al recuerdo.
Son diez temas que parecen recorrer un universo muy particular que, sin embargo, roza lo universal. Se instala en ese paisaje árido y cobrizo de la Extremadura estival, pero se puede disfrutar con una vena más rizada, en conexión con otros horizontes. En las letras, bien adornadas por la instrumentación, se recorre un amplio abanico de emociones, donde predominan la nostalgia, la búsqueda del consuelo y la reparación. Aunque Jay Martín busca el jugo poético y los meandros más angostos de la descripción, sus historias se avistan con claridad y se disfrutan con compromiso. Además, una cuidada instrumentación, repleta de detalles inesperados y sugerentes, con matices y pliegues que enriquecen la narración, consigue que emerjan aún más complicidades en cada historia.
Sin entrar en el ejercicio de desentrañar el disco canción por canción, es éste un disco en el que abundan los medios tiempos aparentemente sosegados, pero con una tensión latente, aunque también hay canciones que se erizan y revientan, sobre todo apoyadas en los vientos. Los teclados apuntalan las estructuras, que se basan en una sección rítmica delicada y en la combinación de guitarras eléctricas y acústicas, y hay contrapuntos vocales a la voz áspera y atribulada de Jay Martín. Hay más detalles: hay dobro, mandolina, acordeón, violín, trompeta y otras percusiones, todo al servicio de la emoción que se expone y la historia que se cuenta. Con la colaboración de Hendrik Röver en los estudios Guitar Town y la de Alfonso Espadero en Sonak Studio, se ha conseguido que todo esto engarce y ensalce el espíritu de las canciones.
Todas, en conjunto, dibujan un bodegón en un cuadro abandonado que sigue torcido en la pared, un polvoriento álbum fotográfico que alguien rescata del olvido, una genealogía marchita que renace en nuestras manos. Y todas, en conjunto, encumbran el ejercicio de estilo y la dedicación que le han puesto Jay Martín y sus compañeros de equipo para la ejecución de este álbum. Si te subes a lo alto de una de ellas, verás todo un valle enorme, y, más allá, un horizonte, o puede que varios.
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