Ayer, salí a echar un cigarro al callejón. Llovía como cuando el viento juega con la marea y levanta una liviana camisa de agua vaporosa. Se agradecía caminar bajo esa frescura etérea, mientras fumaba sin ganas y pateaba la hojarasca que el otoño arranca, con desidia, de los árboles. Me asomé por la esquina de la calle y vi, al fondo, la arista de piedra del edificio del pabellón. Entonces, me acordé y pensé que igual ya era hora. Hora y media después, precisamente, salía del curro hacia el garaje. Al llegar al coche, lancé la mochila en el asiento de atrás, arranqué, aguardé pacientemente a que subiera la barrera, y mientras circulaba lento entre el denso tráfico de la mediatarde urbana, busqué en el montón desordenado del asiento del copiloto y encontré el disco de Óscar Avendaño y Los Profesionales. En un semáforo, con el dedo firme, deshice la lista hasta llegar a la número diez. Esperé a que entrara la voz y, por encima de la de él, grité, sin miedo y con la ventanilla subida, casi sellada, que todas las canciones dicen iloveyou y que todas las películas tienen un final feliz. Sí, definitivamente, sí, ya era hora.
En el Pabellón Universitario de Vitoria-Gasteiz, el miércoles 5 de octubre, hubo un bolo al que yo asistí. Así que, por costumbre, se colige que yo venga aquí y lo cuente. A fuerza de hábito, parece que si no lo hago no he ido. Pero, esta vez, tenía claro que mi costumbre reciente de crear aliciente se iba a repetir, y no tanto por obligación como por determinación. Lo de crear aliciente es solo un eufemismo para que no me retire y desista. Últimamente siempre acabo posponiendo las crónicas hasta que ya casi se me ha olvidado que había una razón para que las escribiera. En todas esas demoras, hay un motivo que no atiende a mi motivación, pero, en esta ocasión, sí. No quería escribirlo cuando lo tuviera tierno, fresco, aún vívido en la memoria. Quería olvidar los detalles, las formas, las caras, hasta que todo quedara borroso. Por alguna razón, creía que así lo iba a contar mejor.
Pues ya han pasado más de diez días. Has fumado mucho en el callejón. Y prácticamente cada día, vuelvo conduciendo y me pincho esa canción: "Todas las canciones". Así que sí, definitivamente, sí, ya era hora.
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Creo que me doy cuenta de cómo van las cosas cuando subo al piso de arriba para ayudar a la bedel a correr los cortinas de la balconada. Desde allí, se les ve a los tres diminutos en un escenario que parece inmenso, como un baldío embaldosado. Silbo, pero no me escuchan. En el suelo, apenas veo cabezas. Las luces lo hacen todo más grande y vacío, así que, cuando bajo, intento recordar lo que me dijo el técnico sobre la mesa de luces y consigo atenuarlas un poco. Siguen ensayando, entre risas, con prisa, pero sin ansiedad. Aprovecho y, aunque no me lo han pedido, improviso una mesa de merchan en un costado, junto a la esquina del bar, con su persiana bajada, recordatorio de que todo se ha torcido un poco. Salgo fuera a fumar y al poco sale Óscar. Me pregunta que qué hacemos. Le digo que están viniendo. Ok, murmura. "En diez minutos, empezamos," intento convencerme. Y me dice que sí con la cabeza. Y entonces hablamos de otra cosa. Y nos reímos. Y cuando tiro el cigarrillo y entramos dentro, nos encontramos a Toni arriba, a Alice abajo, a otros cuatro o cinco más atrás, sentados en banquetas. También ellos se ríen. Creo que estaba terminando de tocar "Niño asesino" y, después, arrugando el morro, se acerca y me sonríe: "Le estaba dando un concierto privado a esta peña". Ya está: que le den por culo a todo. Tenéis todos razón: a disfrutar y que sea lo que el rock quiera.
El concierto comienza con cuarenta minutos de retraso. Cuando empieza, parece una fiesta privada. Estaremos como dos docenas de personas, igual más. Me pongo en primera fila y no vuelvo a mirar atrás, así que no sé si la audiencia oscila, aunque luego me dirán que sí. Sí que miro para atrás en una única ocasión, cuando Marek llega con una bolsa llena de latas de cerveza y se celebra más que un hasapiko en una boda griega, que es, en parte, lo que parece ya este sarao que ha calentado por completo el primer invitado, Toni Monserrat. Solo con su guitarra, a la que desenchufará por accidente varias veces ya que no para quieto, Toni se repasa parte de su último disco, del que toca tres o cuatro, casi, o sin el casi, tal y como vienen ordenadas en el disco: "10 Days in Brooklyn", "Middle of Things" y "Home on the Run". Como momento álgido, y ahí debería haber terminado, se suelta su ya clásico "Johnny Supermarket", que grabó en su día junto a Jason Ringenberg. Su parte se pasa en un visto y no visto y estoy seguro de que, si por él hubiera sido, no habría bajado tan pronto. Pero no hay tiempo que perder, porque el local cierra puntual. Jon se ríe cuando me explota una cerveza encima y me da igual. Alguien hace un chiste en la otra esquina. Gritan por encima de las voces. El único tío al que no conozco se me acerca y con el brazo por el hombro me dice algo que no entiendo, pero le sonrío igualmente. Por las ventanas, se intuye que ya se ha hecho de noche y el que trae la última luz del día es el siguiente, Óscar Avendaño, quien saluda, se pone de perfil, agarra su preciosa guitarra baqueteada, y comienza a cantar. Se hace poderosa su voz por la resonancia de este viejo cuartel militar. Las cuerdas suenan rotundas y limpias, pían con armonía. Suena "Todas las canciones". Suena "Jacksonville". Suena "Colón y Urzaiz". Suena "Pudridero" y la explica, y, cuando lo hace, yo no puedo evitar que me vuelva a recordar a Willy Vlautin, cuando me hablaba de los bares de Reno donde pasaba el tiempo alternando con viejos que bebían las heridas con mansedumbre. Yo le digo la hora para que no se le eche encima y dice algo apuntándome con la barbilla cuando va a empezar los acordes de "Aves migratorias", una canción sucia pero bonita, que se le atraganta porque la culpa es mía, que la pedí y no está acostumbrado a tocarla en directo, pero no se resiente el bolo. Al contrario, lo impregna de humanidad, de la imperfección que nos hace a todos y a todas seres interesantes y, si me apuras, hasta entrañables.
Y quedaba más. Porque Óscar invita a Toni a que vuelva y se suma al dúo una Alice Bag que tiene ganas de empezar. No hay presentaciones pomposas, aunque sí vítores en primera y última fila. Enfilan el "Ring of Fire" de Johnny Cash mientras Alice pide a las chicas que tomen la ribera del escenario. Le sale el entusiasmo por la garganta como las llamas crecen del fuego. Avendaño se concentra en mantener la canción erguida mientras Monserrat abarca el resto de ese escenario inmenso que ahora parece un diminuto y acogedor jardín por el que todos garbeamos con cara de felicidad y satisfacción. Se aplaude mucho cuando terminan y Alice se retira diciendo adiós, pero los otros dos se quedan en el escenario y anuncian que hay más, e invitan a Neil a salir y sale y coge los papeles del suelo, que yo mismo imprimí hace unos minutos, con la letra del "Maggie May" de Rod Stewart. ¿Por qué? Porque, unas horas antes, treinta personas en un comedor, varios idiomas resonando en la bodega, no llevábamos ni diez minutos en nuestro rincón de la mesa y ya habían caído los calores de un par de vinos, cuando a raíz de otra tema, confesé, como quien no quiere, y pidiendo perdón por ello, que mi canción preferida (in)confesable era el "Maggie May" de Rod Stewart. Y ahí se podría haber quedado la cosa pero acabamos improvisando una versión a capela, mientras los camareros aún servían entrantes y yo llenaba los vasos para disimular. Y ahora Neil en una esquina la canta a coro con Alice, que ha vuelto al escenario, mientras en el otro Óscar sostiene las estrofas como puede y Toni continúa su desfile de coreografía rockanrolera, que acaba de rodillas debajo del escenario, intentando tocar la guitarra de espaldas por encima de sus hombros. Para entonces, ya se abraza el caos, se repite más veces que en el original lo de "wished I'd never seen your face", nadie sabe cómo cerrar, las hojas han volado, hemos perdido a Toni, Óscar tiene una sonrisa nerviosa, pero todo da igual, porque, como digo, hemos abrazado el caos de un cierre genial para una ocasión única.
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Han pasado ya casi quince días desde que ocurrieron esos cuatro. Hay cosas que no se cuentan en las crónicas, porque no se puede o porque no sabes cómo; igual que, me imagino, todas las canciones dicen iloveyou pero las canciones no lo pueden decir todo. Lo mejor es cuando los recuerdos se repiten y sus protagonistas, ya para siempre, vienen solo con sus nombres propios. Nadie nos podrá ya nunca expropiar esos momentos y, mientras tanto, seguiremos cantando a la vez.
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