Margo Cilker vivió por aquí cerca. No es la mejor manera de comenzar una crítica que pretende ser, me río, objetiva (y no lo será), pero os contaré que en su día tocó en el pueblo, en este pueblo, en el que vivo, no en ninguno de Oregón. Y el primer contacto para que el bolo sucediera, por correo electrónico, lo hice yo. ¿Cómo te quedas? Todo loco, ¿verdad? Ahora que recibe buenas reseñas en Uncut, Pitchfork, Rolling Stone o No Depression, ahí es nada, pienso que quizás debería haber guardado ese email. No sé para qué, pero tampoco sabía cómo cerrar bien esta entradilla, llena de ironía y de reírse de uno mismo, sí, que se me ocurrió para empezar y en su momento me pareció bien, ocurrente, aunque rápido me arrepentí, pero, al final, no he sabido cómo arrancar sin hacerlo de esta manera, aunque fuera ridícula.
Sigo contándoos más cosas que no os interesan: volví a ella por casualidad. Hacía tiempo que no sabía nada de su vida y obra, y, hace unos meses, me encontré con su bandcamp y con que había subido una nueva canción, "Crosswind". En ella, se ponía en la piel de uno o una de esos protagonistas que formaron parte hace más de un siglo de la primera diáspora vasca en el Oeste de los Estados Unidos. Con esa licencia literaria, articulaba su propia sensación de nostalgia y añoranza. El descubrimiento coincidió, y de esto sí que no os cuento más que lo justo, lo prometo, que yo tenía, en aquellos días, que explicarle a alguien la vida de Petra Amoroto, y, a otros, cómo se había contado la historia del Oeste Americano a través de las letras de algunas canciones. Y utilicé la suya. "Crosswind" funcionó en el aula. Funcionó tan bien que no solo yo me enamoré de esa canción y de la voz de Margo Cilker. Meses después, llegó un rumor. Que había sacado un disco, Pohorylle, y que la estaba petando. Fui a buscar la senda que llevaba hasta él, como si fuera un colono en la orilla del río Misuri, mirando al horizonte y viendo promesa, a punto de lanzarse a recorrer el camino de Santa Fe. Y llegué.
Y ha sido imposible resistirme a la necesidad de compartirlo. Así que hoy vengo aquí con la única intención de convenceros de que éste bien podría ser es un buen regalo musical ahora que llega la época, ya os lo traiga Papa Noel, Santa Claus, los Reyes Magos, el Viejito Pascuero o ese Olentzero que, por cierto, si no es él, se le parece, sale en uno de los vídeos que promocionan Pohorylle.
Hasta aquí era introducción, sí, jajajaja. Una introducción muy larga y muy retorcida, pero espero que sigáis conmigo hacia delante o, directamente, paréis aquí y con esto tengáis suficiente para emprender camino hacia el Pacífico vosotras solas, por vuestra cuenta. Creo yo que no os arrepentiréis y, si os perdéis, tampoco os obsesionará encontrar la salida, que se está muy bien ahí dentro.
Leí unas cuantas entrevistas, lo juro, y hasta las reseñas del disco. Hace semanas ya de eso. Lo confieso: se me ha olvidado un poco todo. Y no es muy riguroso que hable de oídas, confiando en mi memoria, pero lo voy a hacer así. Principalmente, por dos razones. Una, pereza. No tengo ni tiempo ni fuerzas para volver a enredar por la red y buscar esas fuentes. Dos, coherencia. De lo que quiero hablar es de las canciones, y para eso es más justo contaros cómo las escucho yo, y luego, ya si eso, que tú opines lo contrario o coincidas conmigo. Pero, en alguna de esas entrevistas que recuerdo haberle leído, creo que Margo Cilker contaba cómo la mayoría de estas canciones son, en realidad, antiguas, que las escribió hace un par de años, más o menos, pero que, con los tiempos que corren, le costó terminar con todo el proceso y compartirlas finalmente. Eso me hace pensar, con la misma ilusión con la que algunos se lanzaron hacia California o Nevada para escarbar la tierra, que tiene que haber más, que saldrán más canciones, que sabremos más de Margo Cilker, que hay oro en el fondo del río, aunque no sea el Klondike. Así que empezamos bien.
Para lo que te cuento a continuación, sí que voy a tomarme un tiempo y volver atrás o buscar de nuevo, porque es importante. Antes de que hablemos de las canciones, creo que debo contarte con detalle quién ha participado al grabarlas. Y es que debo decir que, en mi opinión, este álbum funciona y cautiva por dos razones: una, las canciones, que seguro que también triunfan desnudas y sin producción; en parte, gracias a unas letras que reclaman atención. La segunda razón es precisamente lo contrario: los músicos que la acompañaron y una producción engastada y enriquecedora han logrado atesorar el rango de las canciones. Y de eso, como digo, sí que quería hablar con conocimiento antes de seguir camino hacia el lejano Oeste.
El disco lo ha producido Sera Cahoone. Baterista en Carissa's Weird, donde coincidió con Mat Brooke y Ben Bridwell, Cahoone llegó a tocar la batería en algún tema del primer disco de Band of Horses. Después, comenzó una carrera en solitario, como cantautora, llegando a trabajar con Sub Pop Records. En su primer y recomendable disco, que se autopublicó ella misma, From Where I Started (2017), reunió al pedal steel que resuena en varias composiciones del disco de Margo Cilker, Jason Kardong, y al ingeniero John Morgan Askew, quien también ha trabajado con Richmond Fontaine, y quien, por supuesto, por eso lo digo, colabora igualmente en este disco. Supongo que Cilker lo habrá explicado en alguna entrevista, pero, ya lo he dicho, no me acuerdo. Así que lo resumo a ciegas, diciendo que sus canciones llegaron a Sera Cahoone, quien se animó a producirle el disco. Y, con ella, también llegaron un buen puñado de músicos que elevaron la prestancia y los matices de las canciones, como creo que ya he repetido unas cuantas veces y debería de dejar de hacerlo aunque me apuesto lo que sea a que una vez más, por lo menos, lo repetiré. Además de los ya mencionados, desde la primera canción, por ejemplo, destacan las teclas a cargo de Jenny Conlee, habitual en The Decemberists, quien también ha colaborado con The Delines. La hermana mencionada en "Chester's" creo que es Sarah Cilker, quien también colabora en el disco, probablemente con voces en esa misma canción. Hay más instrumentos de viento, metal y cuerda en la producción. Rebecca Young, al bajo; Mirabai Peart o Kelly Pratt también participaron en la grabación. En resumidas cuentas, un buen elenco que, como ya he dicho (te lo dije, que al menos una vez más lo iba a repetir), ha conseguido resaltar y engrandecer el impacto emocional y el valor musical de las canciones que originalmente escribió Margo Cilker (ya no lo vuelvo a decir, esta vez sí, lo prometo).
Dentro, al encuentro, te salen nueve canciones. Se abre el disco en un lugar concreto, un río que lo mismo es alguno por Wallowa County como podría haber sido el río Lea, porque de aquellas orillas partieron muchos de los vascos que luego se asentaron en el Jordan Valley y abrieron hoteles como el que se menciona. Tanto en Boise como en Winnemucca aún hay comunidades vascas que quedan reflejadas en esa canción, y en el video que ya hemos comentado antes y que, si puedo, incrusto luego. Y se cierra el disco hablando de vino, de todo el vino del mundo; hablando de tiempo, de todo el tiempo del mundo; de las partes en las que nos dividimos, más por dentro que por fuera, invocando ese intenso viaje que se dibuja en estas nueve canciones, donde alguien se rompe un brazo en Oregón, se conduce entre las fallas de Lobo Blanco y San Andrés, se para en locales como el Mrs. Z's y el Chester's, se evoca el otro lado del Atlántico y, en general, la geografía emocional camina o conduce por carreteras secundarias, en recuerdos transoceánicos, entre lo universal, lo íntimo y esos paisajes más concretos que reviven con la sinceridad de una voz reposada y cándida, resistente y determinada.
Si quieres que te diga directamente de qué hablamos, y me refiero a eso que comúnmente llamamos género o estilo, pues sí: música del Oeste de los Estados Unidos, o western music, que creo que se llama. Otros le dirán country, puede que alternativo. O Americana. Lo que más te cuadre. El toque de la producción le da un matiz distinto y, a mi oído, suena más contemporáneo y heterogéneo, aunque se puedan distinguir las convenciones del género, el género que sea, porque lo mismo se distinguen como se difuminan, se saltan y se pervierten, que suele ser lo que nos gusta. O lo que me gusta a mí, más bien.
En "That River," desde la primera línea, se descubre la agudeza y sutileza con la escribe Cilker. Tiene, y no exagero, yo lo veo así, esa serenidad poética que tenía Elizabeth Bishop cuando escribía sobre la aflicción y el anhelo con los pies en el suelo. Aquí, no se perfila la corriente de agua con una mirada romántica, no se idealiza la alegoría. Al contrario, el río se ve como una amenaza y su rumor es el rumor, probablemente, de una tormenta interna, que, al cantarla, oscila entre el arrojo y la melancolía, como casi todo en el disco, siempre afanado en fronteras liminales, braceando en claroscuros, sin abrazar los extremos. Pendientes pronunciadas, carriles angostos, Cilker se precipita sobre un futuro funesto al que parece ahuyentar con esa esperanza agitada: la fortuna favorece a los atrevidos y los que están lejos de casa, se convence a sí misma. El piano hipnotiza, amarrado a la guitarra, y se aloja bien dentro: si te sumerges ahí, cuando sacas la cabeza, siempre acabas tarareando la melodía, repitiendo esa primera línea que embelesa. Luego se mira al sur desde la distancia. No sé si el Kevin Johnson en "Kevin Johnson" es un personaje de ficción o una evocación real, pero, por medio de la repetición, la canción resbala con una perspicacia que enraíza en la música. Tres estrofas de seis lineas con rima escurridiza y un estribillo diestro, repleto de certezas y preguntas en "Broken Arm in Oregon". Una historia precisa, con distintos planos, que enlaza una caída a caballo con una historia de violencia doméstica. Unir todo eso deja ese aire de trascendencia sin aspiraciones elevadas. Las cuerdas y las teclas ensalzan toda la narración. La eficacia de usar imágenes frescas y originales se disfruta en "Flood Plain", donde caen terrones de barro de unas botas mientras sucede la acción. Ricos detalles en una canción que se escurre, con la guitarra limpia y cierto aire melancólico que contrasta con la contundencia poética de un estribillo enérgico: "I am home" y el verbo habla más de ser que de estar, y con ello conecta con el corazón del disco, esa búsqueda imposible del hogar definitivo, que es tanto sitio como personas, tanto irse como quedarse. Más flujo, brío y fibra en "Tehachapi", un viaje por Sonoma County, una road song donde los gerundios manifiestan la profundidad de la historia: "Told you I was willing' but you heard strugglin'". Las cosas son más complicadas de lo que parecen y no hace falta ser ni poeta ni filósofo para saberlo. Por ejemplo, una alambrada inútil en medio de un cañón: fronteras que deslizan divisiones íntimas. A veces, vemos algo que, en realidad, refleja lo que sentimos. Hablo de "Barbed Wire (Belly Crawl)", donde el pedal steel asienta un paisaje narrativo lleno de pliegues y protagonistas: los sujetos se confunden, el tiempo se dobla y todo parece sencillo y complicado al mismo tiempo. En "Chester's", la carretera enreda su mitología y lo romántico se traduce en preguntas y las aseveraciones solo se utilizan para articular la soledad. En "Brother, Taxman, Preacher", aparece un humor que se sostiene sobre el recreo que se traen cuerdas y piano. Tiene algo de performativo, de travesura y transformación. También contiene una lectura de género, funciones masculinas que resuenan con autoridad: "I'd know what it means to have everything." En el fondo, se entiende lo contrario: lo que significa saber qué es no tenerlo. Finalmente, "Wine in the World" riega todo el disco con el discurso sincero que se fue viendo antes: "I'm a woman split between places / I'm gonna lose loved ones on both sides". La humanidad demediada. El vino tiempo, el aliento que nos da la amistad, la familia, el amor y... escuchar canciones ayudan a sobrellevar nuestras penurias.
Chapa, pero me he quedado a gusto. Es casi nochebuena, no me pidas que vuelva a empezar.
He dicho que leí las entrevistas pero que no las recuerdo. Así que no sé si esto realmente lo leí o me lo invento, pero creo que Margo Cilker explicó que escribía canciones desde la frustración, que le ayudan a hacerse preguntas, a buscar el entendimiento. Y eso se aprecia aquí. Esa candidez sin artificios, sin aspiraciones aparatosas; las dudas, dolores, consuelos que todos tenemos tamizadas por la medicina de la música. Somos raíz y somos periplo. Somos plomo en los zapatos, flancos en el anhelo. Margo Cilker lo ha hecho canción. Lo que ha logrado ha sido explícito: despide el año entre los veinte primeros del American Country Chart. Lo ha hecho sin ansia, sin avaricia, sin artería ni presunción, removiendo sus entrañas con el mismo cuajo y con la misma esperanza que seguro que tenían aquellos vascos que llegaban a Ellis Island, pasaban una noche en la ciudad con Valentín Aguirre y Benita Orbe y luego se montaban en un tren, con los nombres de las paradas cosidos en etiquetas debajo de la solapa del gabán y que les iba arrancando el interventor hasta que llegaban a cualquier apeadero medio abandonado en una tierra seca y hosca. Este disco, por supuesto, no se queda en el pasado. Y, tampoco, probablemente no haga falta decirlo, es tan compungido y solemne como pueda parecer debido a mi manera de contarlo, retorcida, aparatosa y excesiva como ella sola.
Pohorylle ha salido al mundo de la mano de Fluff & Gravy Records, sello de Oregon que también ha trabajado con gente como Anna Tivel, Luther Russell, Fernando, The Parsons Red Heads o los propios Richmond Fontaine. El título del álbum parece esconder un misterio. Como una fotografía llena de sombras. Como un seudónimo que la enfoca. Siempre hay que mirar. Siempre hay que buscar. Y aunque no se encuentre, contarlo así, en bonitas canciones que bien que te puedes regalar por Navidad.
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