El otro día estaba
pensando, que es uno de los peligros del verano y las vacaciones, que tampoco
es necesario que lo cuente todo, ¿no? Había pensado quedarme con esto en la
intimidad. Para mí solo. En este nuevo y viejo mundo en el que nada parece
existir si no lo fotografías y lo compartes, guardarte algo público, que no es
tuyo, como si lo fuera, sin que nadie más lo sepa, se ha convertido en uno de
los placeres más inconfesables y deleitables que nos quedan.
Yo le llamaría a lo que
acabo de escribir poesía barata y/o filosofía de baratillo.
Pero es verano, a veces
voy en alpargatas y bañador, no se me puede pedir mucho más.
No me hagas caso. Había
una razón mucho más prosaica para explicar por qué he ido relegando y relegando
la reseña del Perros Negros de Óscar
Avendaño y Reposado hasta hoy. Básicamente, era ésta: seguí con atención y
diría que con delectación (que riman), las explicaciones que fue colgando el
propio Avendaño en su página de Facebook sobre cada una de las canciones del
álbum. ¿Qué iba a contar yo luego?
Pues esto, claro.
Se me ocurrió, incluso,
hacer una reseña de una sola frase, de una sola expresión: “canciones bonitas,”
que suena lo suficientemente cursi como para ponerme en evidencia. Pero es que,
joder, es lo que oigo. Canciones redondas, pero con aristas, como dicen los
profesionales, bien pulidas, que se te meten debajo de la piel, como una
enfermedad venérea cuyos síntomas más habituales sean el regocijo y ese no sé
qué que te revuelve las tripas, porque bonito no es solo lo limpio y bello, claro,
y qué bien viene esto para no pasarte la vida entera dormido, sin escupir ni
maldecir ni poder verte a ti mismo en el espejo.
Y, con todo lo dicho,
aquí estoy y aquí sigo.
¿Por qué?
Pues porque el verano
tiene estas cosas, que hay más hueco entre las cosas, más aire en las
habitaciones, más horas en el día, por lo menos, para mí. Y en ese discurrir
más redimido, suelo aprovechar para recuperar canciones, descubrir otras nuevas
que te tienten el bulto, como decían en la tierra de mis antepasados, y trepen
hasta la cima de la montaña que llevo encima de los hombros para hollarla y
clavar una bandera ahí.
Me pasó hace unos días
con una vieja canción, “The Moon is Made of” de Rickie Lee Jones. Volvió, la
jodida, por sorpresa. Sonó en el ordenador, cuando recogíamos la mesa, y llenó
toda la habitación de un color que no era el del mediodía. No diré que me
levitaron los pies, pero me dejé llevar por su belleza hasta que pude
compartirla, que es lo mejor, en una coreografía torpe pero enternecedora con
mi hija. Te lo cuento y suena fatal, pero si pudiera me tatuaba ese momento en
el brazo izquierdo. Espero que así lo entiendas.
Y, ya vamos llegando, lo
mismo me pasó con “Aves migratorias”, una de las canciones en Perros
Negros, el último disco, como ya he dicho antes, pero ahora aprovecho
para ponerlo en negrita y que se vea bien, de Óscar Avendaño y Reposado.
Me pasó cuando volvía en
coche de la ciudad, ansioso por volver al vergel. Sin avisar, apareció, cuando
la inercia de la carretera vaciaba mi cabeza y apenas había tráfico para
mantenerse terrenal. Y ahí se instaló, repleta de imágenes y de autoridad. Me
pasé todo el viaje dándole al botón para volverla a escuchar. Y cada vez me
emocionaba más. Y cada vez me inoculaba más. Y cada vez trepaba y trepaba más
alto. Tanto que, al final, me holló, clavó la bandera, y me ha obligado a venir
aquí y contarlo.
Tanto que, y esto es una
chorrada mía, como todo lo demás, si una canción me gusta, si se me agarra como
ésta, tengo que escucharla en algún lugar que la rodee aún de más belleza.
Así que, aprovechando que
estoy aquí, hace un par de días, me levanté a las siete y media de la mañana,
me calcé las zapatillas y subí corriendo hasta el cabo Cebollero. Para ello,
hay que subir por la vieja carretera, dejando los farallones de Candina a un
lado, como una sombra que te azuza; cruzar la aldea en silencio; pasar junto a
la vieja ermita de la Virgen del Refugio; y bajar por un camino carretero por
donde empieza ya a oler a resaca y te espolean la festuca, la grama y el hinojo
de mar. Cuando llegué, el cielo se abría como para acariciar al mar. La planicie
que rodea la cala estaba asperjada por la inmensidad del día que nacía. Todo
ese espacio abierto se hacía inabarcable y renovador. Me senté en medio del
verde, dejando que el relente me tentara la piel y la brisa, la mirada. Al
fondo, el cabo se elevaba sobre la espuma de los acantilados. Delante de mí, el
mar, en toda su enormidad perezosa y reposada. Las montañas calizas, viéndolo
medrar. Todo se prestaba a inspiraciones de esas que, después, se quedan en
nada, excepto en las películas, que vamos al fundido en negro y, después, se
resuelve el clímax. Aquí, no. Yo saqué el ipod y le di al play. Podría haberme
tatuado ese momento en el otro brazo.
En su momento, para
hablar de esta canción, Avendaño contó una de esas anécdotas que afectan a la
creación y que solo entienden bien los propios músicos, incluidos, en este
caso, los de Soul Gestapo. Además, contaba que la letra le recordaba a
“Anduriña”, aquella canción que no sé de quién es, pero yo se la recuerdo a
Juan y Junior, y, lo quiera o no, cada vez que la escucho, me recuerda a mi
madre y me trae de vuelta el olor a sábanas de franela, el sabor de los yogures
caseros y el calor de los vahos de eucalipto.
No. A mí, las aves
migratorias no me trajeron aquella historia de la niña gallega a la cabeza. De
manera instantánea, cuando escuché la canción por primera vez, me monté una
película, le puse hasta cara a los personajes. Con cada línea de las estrofas,
yo fui imaginándome una historia de amor trágica y maldita, vulgar y pedestre,
de esas que afectan a personas del barrio, que no podrían protagonizar su
propio biopic en Netflix, que no tienen ni tendrán un final feliz. Los que
nunca encuentran su lugar en el mundo; los que siempre descubren una forma
nueva de hacerse daño; los que, sin quererlo, siempre acaban tomando las
decisiones incorrectas. En esos pensaba, que se juntan, pero luego se separan.
No hay final feliz, pero tampoco trágico: hay uno con dignidad, de esa
infecunda que acaba enterrada.
¿Por qué me imaginé eso?
No lo sé. Las canciones es lo que hacen, ¿no? Avendaño tendría, muy probablemente,
otra cosa en la cabeza, pero la mía tiene lo que tiene: pájaros, muchos de
ellos, también migratorios.
Quizá, mañana, cuando la
vuelva a escuchar, dibuje otra historia en mi cabeza. Puede que los pájaros ya
anden por el sur. Pero, estoy convencido, ese aroma a coraje agridulce y
melancólico que contiene la canción, con la guitarra de Hendrik Röver
repujándolo, la voz que se rasga de Avendaño, y el ritmo tan punzante, tan
hondo… con eso poderes, seguro, esta canción seguirá apoderándose, trepando y
trepando, hasta hollar.
Canciones bonitas, porque
bonito no es solo lo limpio y bello, ya sabes. Canciones como “Pudridero” lo
demuestran, con esa armónica y esa guitarra de afinación grave que le dan un
tono solemne a unas historias que ocurren lo mismo en Ávila que en Reno. Y no
he elegido Reno porque rime con “Pudridero,” que también, sino porque una vez
estuve allí con Willy Vlautin, compositor en Richmond Fontaine y The Delines, y
mientras paseábamos me iba enseñando lugares que tenían una barra donde se
encodaban personajes como los que aparecen en esta canción. Por cierto, “Laguna
del Norte”, con esa armónica, la batería gateando y la steel, podría haberle
puesto música al viaje de un boxeador huérfano que deja Nevada atrás para
intentar buscar fortuna en Arizona, o al de esa joven que abandona Las Vegas y
busca trabajo en Reno para huir de un novio que la obligó a tatuarse una
esvástica; o, de la misma, la chica nació en una aldea de Melide y ahora busca
un futuro en Madrid; y el boxeador, en realidad, salió de un pueblo de las
Cuencas Mineras y ahora duerme en un banco del paseo de la Barceloneta, viendo
al mar dormir mientras intenta decidir dónde lo hará él. Yo qué sé.
Es este un disco que se
permite cerrar con una canción como "Arde el Mundo," que,
tranquilamente, lo podría haber abierto, porque para abrirlo tiene otra con aire
más clásico, pero igual de resolutiva que, además, está llena de referencias
cinematográficas, "Jacksonville." Ambas con protagonismo de la slide.
Es un disco con momentos muy emotivos: “Casas rotas”, con la acústica y el
piano; “Las Bestias”, con esos estallidos de ruido que atropellan el ritmo
impasible de la base rítmica; o los más de siete minutos de cadencia imparable
de "El Camino", donde el mellotrón suena a tormenta, las guitarras a
polvo del camino y cada pausa instrumental, a un cruce de caminos. Hay autocrítica
ácida, digna y con humor en “Entre el cielo y la miseria;” nostalgia sin
regodeo, que realzan el banjo y la armónica, en “Los chicos.” Canciones bonitas, qué quieres que te
diga, aunque sean sucias y feas.
Por supuesto, hay más que
contar: hablar de los que lo han escrito y tocado, de Milanamúsica Records, que lo distribuye, o
del precioso y preciso trabajo gráfico que acompaña el disco, pero esta entrada
era solo para las canciones y para hablar de los pájaros que emigran.
El otro día estaba pensando… y, ahora, mírame.
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