Lastre


Más de un mes sin escribir aquí. Creo que ya me he lamentado antes así que hagámoslo nuevamente pero rápido y sin dolor: estos meses han sido como correr una maratón de apnea. He estado completamente fagocitado por un trabajo que ha usurpado toda mi determinación y succionado todas mis energías. Había días que me asomaba por aquí, abría, cerraba y buscaba el sofá para ensimismarme en la nada. Y ya está: mi padre era un soldador de la Babcock & Wilcox que trabajaba a turnos, volvía a casa con la cara roja de la eléctrica y bajaba en agosto al pueblo que abandonó cuando eran un adolescente para buscarse el futuro en la jungla de hormigón y altos hornos. Mi suegro se jubiló hace unos meses, después de cotizar cincuenta años y regresar en los últimos a la obra, al portal, al mármol levantado a pulso y los jefes que te tienen en un puño. Si ellos no se quejaron nunca, yo no tengo derecho a hacerlo. Así que hasta aquí. 

Empiezo a ver la luz. No es una amenaza, es simplemente un anuncio, así que espero que, poco a poco, pueda ir apareciendo por aquí con algo más de asiduidad y cautela. Tampoco creo que haya mucha gente que me haya echado de menos, pero igual lo que sí nos volvemos a echar es unas risas, ¿no? Siempre he pensado en este blog como en la primera cerveza fría que te bebes casi de un trago y te llena el cuerpo y el espíritu de una esperanza efímera pero bendita. Intentaremos que vuelva la espuma poco a poco. 

En este tiempo, ha habido muchos discos que se nos han quedado en el tintero y de los que queríamos haber hablado aquí. Discos que no necesitan que nosotros los glosemos, solo pidieron nuestra escucha y la han tenido, pero siempre me ha parecido oportuno compartirlo por si a alguien se le habían colado y podíamos advertirles con tiempo. Los discos de Aritz Sertucha, ya lleva tiempo rondando por ahí, y el de Toni Monserrat, está apunto de ver la luz, los hemos conocido neonatos, incluso aún amnióticos, en plena gestación. Aún estamos a tiempo de hablar de ellos. E intentaremos hablar de otros que también nos hirieron dentro porque dispararon desde cerca, como la última grabación de Óscar Avendaño, lo nuevo de Reigning Sound, la edición en vinilo de Black Toska y sus nuevas canciones, los misteriosos Dead Faces y alguno más. Para otros, probablemente, ya se nos haya pasado el arroz. 

Ya que estamos confesionales, y vamos, de paso, introduciendo el tema de esta entrada, he de reconocer que escuchar música en estos meses de angustia laboral me ha costado más que nunca. Esa ganancia sedativa y cicatrizante que tenía antes la música para mí, se esfumó. Tampoco me servía para ausentarme o explotar, que, en otras ocasiones, también ayudó para ello. Se convirtió en todo lo contrario. Era incapaz de concentrarme y disfrutar. Las notas, los acordes, las voces se esfumaban, se difuminaban, se escurrían por mi subconsciente. Conducía de regreso a casa, me ponía el disco que había elegido la noche anterior, y nunca era capaz de terminarlo, mi cabeza siempre huía hacía el ruido de mi conciencia. No he sido capaz de disfrutar de la música con la intensidad con la que lo hacía antes. Ayer, en el mismo recorrido, solo dentro del mismo coche, a la misma hora, con la misma cabeza sobre los hombros, por primera vez me descubrí a mí mismo haciendo aspavientos y mandobles contra el aire, balbuceando las palabras, moviendo el cuello impetuoso. Por fin, pensé. Así que me prometí volver aquí. E iremos volviendo poco a poco, después de esta chapa que, ya lo sabes, no es una amenaza, pero tampoco es un anuncio, es simplemente el día en el que espero que esté soltando lastre y zarpando de nuevo sin rumbo, contra las olas, a recuperar el horizonte. 

En estos días, y a eso veníamos, la única vía de escape, los únicos momentos de dulce distensión y holganza, me los ha dado la lectura, una vieja amiga a la que tenía reprimida y aislada porque mi trabajo requiere ese ejercicio continuo y había conseguido, sin quererlo, desligar el placer y convertirlo en obligación, única y exclusivamente. Cambié los idiomas, regresé al castellano, me refugié en las lecturas como el que busca sombra en el desierto. Volví a las librerías, a escoger libros sin pensar en su rentabilidad para mi trabajo, cerré las plataformas de video y me quedaba dormido en el sofá mientras las páginas pasaban y el lomo cosido caía sobre mi cara para despertarme. Dejé un hueco en una balda de casa y fui acumulando esos libros ahí como si fuera un pastillero y ahí estuvieran ordenadas las píldoras mágicas que me iban a ir ayudando a sobrevivir, poco a poco. 

Algunos de esos libros aún están por abrir, así que poco os puedo decir de Los ángeles feroces de José Ovejero; Caballos salvajes de Jordi Cussà Balaguer; Libro de familia de Galder Reguera; Llévame a casa de Jesús Carrasco; Los ojos cerrados de Edurne Portela; No Walls and the Recurring Dream de Ani DiFranco; The Night Always Come de Willy Vlautin; The Spitboy Rule de Michelle Cruz Gonzales; Hunger Makes Me a Modern Girl de Carrie Brownstein; It makes you want to Spit de Sean O'Neill y Guy Trelford, libro prestado y pesado que siempre abro y nunca empiezo; o The Desert Between Us de Phyllis Barber. Poco puedo decir excepto que están ahí, en la balda, aguardando, y ya hacen una labor, porque solo ver sus lomos asperjados por el sol cuando camino con parsimonia por la sala parece que me da la vida. Son una promesa enérgica. Caerán. Y, cuando caigan, cuenten lo que cuenten, lo hagan como lo hagan, aportarán, llagarán heridas, abrirán algunas nuevas que celebraremos. 

Sí podría ir diciendo algo más de los que ya he leído, de libros como Jo Ta Ke: Fútbol vasco en primera persona de Rayco Sánchez; Un amor de Sara Mesa; Basilisco de Jon Bilbao; Humo de José Ovejero; Cómo llegamos a la final de Wembley de J.L. Carr; Petra, My Basque Grandmother, de Monika Madinabeitia; La línea del frente de Aixa De la Cruz; El aliado de Iván Repila; o, sobre todo, de un descubrimiento que le debo a la chica de la librería Libreramente de Barakaldo, porque siempre tuve muchísima dificultad con los autores latinoamericanos, a los que miraba de reojo en los expositores y siempre obviaba, así que, quién me iba a decir a mí que podría encontrar en un autor guatemalteco a un nuevo escritor preferido. En los últimos meses, ya he devorado Canción y El boxeador polaco y me queda Duelo para seguir adelante con la carrera literaria de Eduardo Halfon quien, sin quererlo ni beberlo, se ha convertido en uno de los mejores susurradores de promesas y optimismo que he tenido en esta mala racha. 

Pero no voy a decir nada de ellos. Bueno, de Halfon, sí, esta frase: "A veces, cuando reina la confusión, uno nada más puede escuchar la música que lleva dentro." Me había prometido que la utilizaría más adelante, para lucirme y sonar espabilado y docto en alguna próxima entrada, pero la gasto ya aquí, porque no sé ser espabilado ni docto. Este blog va de música, ¿no? Pues de eso deberíamos hablar, y las historias en El boxeador polaco, entrelazadas por el misterio del pianista Milan Rakic y Melodius Thunk y la música gitana en Belgrado, proceden aquí, como contexto de esa frase que apareció sin más entre sus páginas y me tuvo varios días releyéndola y pensándola. Pero, como esto va de música, ya lo hemos dicho, nos ceñiremos a dos únicos libros que nos han alimentado en esta travesía lamentable. Ninguno de ellos es explícitamente sobre música, pero ambos han sido escritos por gente que pulula por el ámbito y cuyos libros merecían el dudoso lustre que les puede dar esta entrada larga y algo irritante. Hablo de La inteligencia de los Jilgueros de Raúl Real y Desafecto: de la boca del lobo al vientre de la ballena de Iván Hernández Prió. Y cambio de párrafo para ir terminando. 

Desafecto no tiene banda sonora, pero canta a viva voz y con el corazón en un puño la vida y obra de Vicente Hernández Justribó, padre del escritor, a quien puede que alguno conozcáis como Doc, cabeza visible y con buena pelambrera, de la editorial y discográfica Filferro, casa en Barcelona de bandas como El Corazón del Sapo, The Capaces o The Baboon Show. Por decirlo rápido y sin que duela, Desafecto es un libro que se devora, que te engulle, que te lleva de página en página con la misma desgarradora urgencia con la que su protagonista intenta sobrevivir por los bosques y caminos rurales, por las cárceles y calles de una Catalunya sumergida en el régimen franquista. Lo leímos varios miembros de la familia en pocos días y todos acabamos con la misma opinión: había que recomendarlo. Sin más detalles: para que cuando te animes descubras dentro todo lo que Iván Hernández saca fuera con la inmediatez y candidez con la que se puede leer la primera vez. Por cierto, curiosamente, los dos libros tienen fondo de portada amarilla, el color de la alegría y el optimismo, dicen, de lo lúgubre y el deterioro si es pálido, de la originalidad y la inteligencia si es claro, explican. De todo hay en estos dos libros. La inteligencia de los Jilgueros, el primero que mencionábamos, es obra de Raúl Real, también músico en Soul Gestapo y en Los Tupper, quien acaba de publicar su segundo libro, Sopa de Batman, con el que aún no me he hecho, pero, probablemente, acabe próximamente en esa misma balda de la eterna esperanza. La editorial Los libros portátiles le publicó esta primera colección de cuentos donde se encuentran auténticas joyas de ritmo preciso y resuelto, repletas de personajes que encandilan y emocionan, con un aire entre la realidad más ordinaria y asfixiante y los espejismos más accesibles y mundanos. "Considera que con eso será suficiente", dice la última frase del libro, y bien podría haber sido la de esta entrada. 

No era una amenaza, tampoco un anuncio, y no sé si he soltado todo el lastre. Pero estamos de vuelta, sin tanto peso, y te lo estoy anunciando bien claro, como quien amenaza de frente. Acabo de llenar de hueso esta página en blanco, volveremos pronto y seguiremos pinchando ahí. Sin más, "solo" era esto. 


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