Me despierto de golpe y la sobresalto: "Coño, Ángel", me dice muy seria. Me he quedado frito en el sofá, con un libro sobre la barriga, que seguro que subía y bajaba como si fuera un fuelle desganado a dos aguas. "¿A qué estamos?," pregunto de golpe, mientras me froto los ojos. "¿A qué estamos? Son las cinco y cuarto, majo, que te has..." Le digo que no con la cabeza mientras sigo intentando abrirlos del todo: "No, de día". Me mira extrañada: "¿De día? ¿Viernes?" La veo como aureolada por la luz que entra por la ventana. Vuelvo a decir que no con la cabeza y bostezo: "De número, mes". Sube las cejas, me observa con sorpresa, como sopesando, pensando qué habrá pasado en ese estado REM: "No sé, ¿11 de junio o así?" Hago que sí con la cabeza. Dejo el libro sobre el sofá. Murmuro: "11 de junio..." Y le digo mientras me incorporo: "Echo un cigarro y me pongo a escribir". Me puedo imaginar cómo me sigue mirando, incapaz de sorprenderse ni interesarse del todo. Ni lo uno ni lo otro. El tiempo te va acostumbrando. Y, mientras tanto, el sol llama con los nudillos sobre los cristales, pero ha llovido. El alféizar aún está mojado. "Ha llovido...", mascullo, y, de reojo, veo cómo me dice que sí con la cabeza y sube los hombros para añadir en silencio: "¿Y?" Abro la ventana. Saco la cabeza fuera. La frescura reconforta. Los gorriones gorjean mientras me vacilan saltando por las barras del colgador. Fumo en silencio. Oigo las teclas de su ordenador. Calculo, como si estuviera desentrañado un secreto milenario: el disco se sacó en febrero de este año, macho. Doy una larga bocanada al cigarro y me encojo de hombros.
Me quedé dormido en el sofá, sí. Casi siempre recuerdo lo que sueño, aunque, a veces, no sepa si es cierto. Esta vez, soñé que estaba en un concierto, rodeado de sombras conocidas que hacían las veces de amigos y desconocidos. En el escenario, solo un tío. Barba blanca, cogía la guitarra con la zurda. En algún momento, alguien me ofrece una cerveza, y al mirar a mi izquierda para aceptarla, me encuentro con el mismo músico zurdo de la barba cana pero sin guitarra. Con una sonrisa sarcástica, en lugar de una cerveza espumosa, me da mi ordenador. Le escucho masticar: "febrero, acho, desde febrero". No me desperté sobresaltado por eso, no. El sueño siguió. Pasaron más cosas. Tiro la colilla a la basura. Mejor me guardo el resto para el día que por fin vaya al psicoanalista.
Vuelvo a la sala que, en realidad, es el mismo espacio que la cocina, con el sofá donde antes dormía haciendo de barrera física y simbólica. Ella aún está en el sillón, recta, tapada con la manta roja, con un cojín sobre el regazo y, encima de él, su ordenador. Teclea. A veces, lo deja para mirar el móvil. Está concentrada. Yo no digo nada, pero la miro. Y ella se da cuenta: me dice qué con la barbilla. Le digo nada con el morro. Vuelve a la pantalla y la oigo decir: "¿Está bien dicho esto?" Y me lee una frase en inglés. Las cejas me rozan la frente. "Creo que sí". "Yo también", dice ella, y vuelve a teclear mientras frunce el ceño.
- ¿Pongo música?
- ¿Qué vas a poner?
Miro el plato sobre el mueble; los discos en el otro lado del armario. Ya estoy sentado en el sofá, con la postura cogida. La pereza me inmoviliza: "Mejor me pongo los cascos," susurro. No me escucha. Los conecto al ordenador. En google, pongo lo que sigue: Aritz Sertucha bandcamp. Ya estoy escuchando la primera, "Cosecha", mientras leo la información que viene en la página web. "Mira qué bien," pienso, y selecciono primero para copiar y pegar luego en la página en blanco que he abierto en el Word, minimizada a la mitad del escritorio. Luego depuro lo escrito. Quito algo, pongo un poco, hasta que queda así:
Cuando suba el río fue grabado en los estudios Guitar Town en Muriedas, Cantabria. Con la compañía de Toño López-Baños a la batería y percusión; Goyo Chiquito, contrabajo y coros; Hendrik Röver, con la guitarra, percusión y coros; Aritz Sertucha, antes en Milana, pone guitarra y voz para grabar estas doce canciones. Grabado, mezclado, masterizado y producido por Hendrik Röver, el resultado final cuenta con maquetación y diseño a cargo de Ángel Currás. Tengo que volver atrás y cambiar martirizado por masterizado y maquinación por maquetación. Vivan los correctores. No me gusta la sintaxis, pero la dejo así. También aprovecho y le pongo la diéresis a la o de Hendrik. Mi tío el que vivía en el alto de Candina tenía un Land Rover. El pensamiento no pide permiso ni conoce el bochorno. Era verde, con el techo blanco, casi nacarado. Nos cogía a los niños y nos llevaba a visitar a un amigo suyo que vivía en Torquiendo. Miento, era más lejos, en Lugarejos. Recuerdo el movimiento allí dentro y el olor a estiércol e imaginar que íbamos de safari aunque en Cantabria solo haya jirafas en Cabárceno. Lo escribo, pero me prometo quitarlo luego. Es que puse Chiquito y puse Muriedas, Cantabria y también puse Röver, con diéresis. No pude evitar pensar en todoterrenos, mi familia de la cornisa, los recuerdos de cuando era pequeño. Luego lo quito, me repito.
"¿No ibas a poner música?", me despierta. Me quito los cascos: ¿"Qué?" Dice que nada con la cabeza: "Nada, déjalo. Yo ya he terminado." Se estira sin levantarse. No digo nada. Espero a que termine. Me pregunta: "¿Tú qué haces?" Le contesto de carrerilla: "Estoy escribiendo lo del disco de Sertucha, que ya iba siendo hora."
"Aaaaaaah", dice, alargando la vocal con ironía. Se ha puesto de pie. Recoge la manta del suelo y cuando pasa a mi lado me revuelve el pelo, que, en realidad, significa que me acaricia la tonsura. "Tengo hambre, voy a merendar algo". Vuelvo a ponerme los cascos. Ya ha empezado a sonar "Viento del sur", la segunda del disco. Me atrapa. Tiene un aire alegre que la envuelve desde el principio. Ese viento del sur no es un ábrego de esos que trae lluvia. El dobro se cobra mi atención. La letra ajetrea los puntos cardinales. La orientación del destino, las huellas del camino. La guitarra va apisonando el rastro. La percusión y el contrabajo se hacen viento que va puliendo el rumbo. Escribo todo eso y lo releo. Yo también tengo que pulirlo, pienso. Me quito los cascos y, sin girarme, la oigo enredar en la cocina. Le pregunto si sabe algo de la niña.
Me dice que no, a secas. Le pregunto que qué hora es. Me dice que son casi las seis y media. Me vuelvo hacia la cocina, pongo las rodillas sobre el sofá y apoyo la barbilla en el respaldo para encontrármela apoyada contra la encimera, comiéndose un sándwich de pavo. Me guiña un ojo con el bocado.
- ¿A qué hora hemos quedado?
- Aún no hemos quedado.
- Qué pereza.
Con la boca llena, se encoge de hombros y coge el móvil:
- ¿A qué hora les digo?
Me vuelvo a sentar bien, de espaldas:
- Cuando quieras...
Tengo que darme prisa. No deberías ir canción por canción, me regaño. Nunca eres capaz de tener una visión global, me acuso. Inténtalo. Escribo unas palabras clave que dejo desahuciadas sobre la hoja en blanco: río, viento, tierra, movimiento... Viajes y personajes. Pasión y emociones. Pundonor y resistencia. Constancia, vínculo. Esperanza y optimismo. Las leo todas. Una a una. También las conjunciones y los puntos suspensivos. Inspírate, falso rapsoda. Primer escribo a luego m y luego e y del tirón termino la palabra entera: americana. Digo que no con la cabeza y vuelvo hacia atrás.
No la escuché bien. Pincho otra vez "Cosecha", la primera. Vibrante y alegre, aunque con contención y sobriedad, con el reposo de la intimidad y las reflexiones más serenas, sin miedo a lo agridulce. Abro la letra y lo confirmo: pretérito perfecto simple, presente de indicativo, futuro. Todos los tiempos verbales reunidos en una única canción. Lo apunto.
La veo pasar por la puerta. Se agacha junto a la lavadora y mete algo de ropa dentro. La sonrío. Apunta a los cascos. Me los quito. "Voy a ducharme", aprovecha. Le digo que vale con un gesto dulce y ella lo repite. "Male bonding", murmuro. "¿Qué?", se gira. "No, nada." ¿Lo llaman así, verdad? Es lo que veo aquí, en "Cosecha". Pero da igual quiénes sean esos dos, la verdad. Quien escribe vive en una tierra que vio partir a mucha de los suyos, buscando lejos un futuro que no sabían si, en realidad, existía. Me recuerda a mi padre, abandonando su tierra reseca y diciendo adiós desde el autobús. Podemos ser felices a pesar de nuestras agonías. Es universal y al mismo tiempo tan concreta. Antes de terminar, copio una línea, el estribillo: "aprendimos que la vida se vive aunque sangren las manos / aprendimos que la vida se vive aunque pase de largo." Las palabras fluyen sobre una música que reconforta y revive. Ahora, no paro. En la lista del bandcamp, busco otra canción. "Que no me puedan machacar" contiene, y escribo contiene sin quedarme a gusto, otro alegato de resistencia, ¿no? Solo por el título.... Si hubiera usado la primera persona del plural pensaría otra vez en estos dos tíos. En esta, la instrumentación retumba en un espacio infinito, a campo abierto, en el medio de la dehesa. Las frases pesan, se alargan y ahogan. Una guitarra distorsionada eleva una atmósfera poderosa, una tormenta eléctrica que se apodera de la canción hasta que desaparece como siempre acaba por deshacerse la bruma. Mañana sale el sol, me digo. Y, sin pedir permiso, vuelvo a "Cosecha" para escuchar los últimos treinta segundos. Podría despertarme todas las mañanas ahí, en bucle.
Me levanto, con el ordenador en la mano, y voy hasta la cocina. Me tira el cordón de los cascos y casi me caigo. Con movimientos mecánicos, aprendidos de memoria, pongo un paño sobre la vitro y sobre el trapo, el ordenador. Cojo una taza de cortado del aparador y la lleno de agua hasta la mitad. Lo pongo junto al ordenador. Busco en el cajón de los trapos, encuentro el tabaco y el encendedor. Enciendo el extractor y meto la cabeza debajo cuando enciendo el cigarrillo. Sacudo la ceniza de la punta sobre la taza de cortado. Pincho "Cuando suba el río". Y, antes de concentrarme, escribo, para desarrollar luego: rock sobrio, cambios de rumbo, jovial... a pesar de todo. Y, al final, la frase: "siempre hay un río que remontar".
La canción lleva un ritmo imperturbable y paulatino, como si se dieran los pasos buscando el terreno firme, cada uno, protegido por los platillos de la batería. La guitarra esculpe el tiempo y la sección rítmica pondera el espíritu. Todo esto lo pienso, pero no lo escribo. Lo escribo luego, aunque no quiero, o eso creo. Me quedo hipnotizado, quieto, varado en una frase. Rebobino como se rebobina ahora y la vuelvo a escuchar: "Cuando suba el río, si puedes cruzar, inténtalo aunque yo me quede atrás, sigue tu camino, háblales de mí, si cobra sentido para ti." Luego dejo que la canción siga: la nostalgia reverbera desde el fondo del torrente. Se cierra como si el descanso no acabara de aliviar. Vuelvo a atrás, busco otra vez el estribillo. Quito la clavija de los cascos y dejo el ordenador sobre el mármol. Permito a la canción que se apodere del espacio. En mi cabeza, es así: él le pide a ella que no se detenga y remonte el río. Cuando solo ella pueda seguir adelante, él le pide que siga. No mires atrás. Olvídate de mí. Sé feliz. Cuida de ellas. Diles quién fui yo, si crees que procede. Vuelvo a escucharla: huir del huracán (la vida duele), incendios provocados (nosotros mismos lo infligimos), cenizas y aire denso (y llega siempre el final): es una declaración de amor definitiva, algo inocente, romántica pero sin aspavientos, con sinceridad. Pienso que igual a Sertucha no le gusta como la he escuchado, pero no puedo evitar pensar que eso dice la canción para mí. Ella aparece por la sala. Está medio vestida ya. Se está poniendo un pendiente. El sol entra por la ventana. Su pelo brilla. Se mueve buscando algo por el sillón.
- ¿Mi móvil?
No la miro así porque haya escuchado la canción. O quizás sí. Ella no se da cuenta de que la miro. De que la miro así, que no sé cómo es. Nunca nos damos cuenta de cómo nos miran ni de cómo miramos. Eso solo pasa en las novelas, en las películas, en algunas canciones. Tampoco sé si me gustaría saber que me miran. Aunque sea así. Que no sé cómo es. Encuentra el móvil.
- Me ha sonado, ¿verdad?
Dibuja el patrón.
- Mi madre...
Anuncia. Lee la pantalla.
- Todo bien.
Aún con la vista en el móvil, viene a la cocina. Se acerca. Me enseña la pantalla. Su pelo huele a cuando abres la ventana y el día es un vaho dulce y fresco. Miro la pantalla. Nuestra hija está tirada en la sala de estar de la casa de sus abuelos. Está rodeada de juguetes y mira hacia el televisor. Parece relajada y feliz. Con el dedo índice, su madre roza la pantalla y ella aparece otra vez, ahora mirando a la cámara, enseñando su dentadura, toda la corona sonrosada de sus encías. Guarda el móvil.
- Pues eso. Todo bien.
Ahora sí me mira. Dice qué con las cejas, pero no espera respuesta. Me da un beso fugaz en los labios y desaparece hablando:
- Yo voy a ir yendo, tengo que ir antes a...
No sé si te gusta, Sertucha, pero yo así he entendido esa canción. Eh, oh, tengo una epifanía instantánea. Vuelvo al ordenador. Abro la misma lista del bandcamp, y busco otra: los tres minutos pelados de una canción que se titula "Feliz".
Directa, sincera como una última voluntad. Sin alharacas. Espero a ver si me lo subrayan porque no sé si lo he escrito bien. No. Sigo: me dejo llevar por el ritmo. La batería suena como si fuera el metrónomo del corazón. Es una canción, lo pensé así la primera vez que la escuché, para aprenderla de memoria y susurrarla al oído de alguien a quien quieres. Se dejó el móvil sobre la mesa de la cocina. Lo cojo. Hago el patrón. Busco de nuevo las fotos. Con el índice, camino hasta llegar a los dientes, las encías, esos ojos repletos de felicidad e inocencia. Subo la música. Muevo la cabeza de arriba a abajo, mirando hacia el suelo. Ella vuelve a aparecer por la cocina. Me pilla cantando en voz alta: "Llora si tienes que llorar". Dos veces. "Qué bonita", dice.
- Como tú...
Le digo sin pensarlo.
- Sí, ya.
- Como ella...
Y giro su móvil para enseñarle la foto. Sonríe. Se acerca. Vuelve a darme un beso y me quita el móvil.
- Me voy.
Digo que sí con la cabeza. Está buscando las llaves en la entrada. "Solo intenta ser feliz", le oigo cantar a Aritz cuando las encuentra. Se da la vuelta, me guiña un ojo y abre la puerta:
- No te entretengas. Me escribes...
"Intenta ser feliz." El extractor aún estaba funcionando. Lo apago. Ahora, me siento en el sillón. Miro el reloj. Elijo "La llama del perdedor". Y, en seguida, antes incluso de que termine de jugar la guitarra, escribo: Milana. Me recuerda a las cartas de "Querida madre" en Cicatriz y, por supuesto, que se le menciona en la letra, al Remolino de Campo y piedras. Al ritmo que impuso Johnny Cash, contrabajo y batería lanzan hacia arriba el solo de guitarra de Hendrik Röver. Suena a escenario de tablas, el cristal de un botellín contra el cedro de una barra, alguien eructa mientras el que canta vocaliza. Me recuerda a la herencia de Sertucha. Igual que "La canción del hombre muerto," a medio camino entre Milana y los Green on Red que tocaban al calor de una hoguera. "¿Quién limpiará el polvo de mis botas?" también suena como sonaba la música contra la madera de aquel bar de carretera donde una chica de Winnemucca, muy cuca, me cantaba nanas al oído solo para darle celos a su vaquero, dos metros de carne embutida en denim elástico, que se las sabía todas y me perdonó la vida. Con las botas de la canción viajo hasta Omaha, Nebraska. Conor Oberst charlando con alguien en una esquina del Old Market. Mi amigo me pega con el codo y le apunta con el dedo. Fue una noche larga y acabamos retozando junto al hoyo ocho de un campo de golf abandonado, cerca del aeropuerto. Oberst escribió más tarde una canción que ella y yo solíamos escuchar en el coche: "I Don't Want to Die (In the Hospital)." Gritaba desesperado: "help me get my boots on". Eh, ese tío en el hospital que quiere volverse a poner las botas podría ser este mismo, el que aquí ha perdido su sombrero en una apuesta. Es la magia de la música, ¿no?
Vuelvo a mirar el reloj. No tengo tiempo, pero busco en la lista y hago que suene otra: "Puedo volver." Lo primero que escribo es que suena a Richmond Fontaine. Algo que sabía que, más tarde o más temprano, acabaría escribiendo. Willy Vlautin también ha escrito mucho sobre esto. Diferentes formas de volver. En "You Can Move Back Here", le cantaba a alguien que podía volver cuando quisiera. Luego, su último disco se tituló You Can't Go Back if There's Nothing to Go Back to. El comienzo con la percusión menor, la guitarra doliente como un viento que levanta polvo, suena a luz tenue en medio de alguna intimidad. La melódica siembra el tono: resiliencia a paso lento. Suena "Me conformo", una canción llena de una tensión natural, con arreglos que elaboran ese dolor en suspenso. La solidez de la narración arrullada por la percusión. Una alocución muy especial ayuda a encumbrar una canción de raíz profunda, agarrada con firmeza a la dignidad. Puede pasar desapercibida, apunto, porque me doy cuenta de que tiene ese cariz perdurable y recóndito que embauca.
Tengo que parar. Me agota mi propia intensidad. Ya sé que no voy a terminar. No puedo y debo repasarlo antes. Me pongo de pie y me estiro, como si quisiera librarme de mí mismo. Dejo el ordenador sobre la mesa de la cocina, subo el volumen, saco la clavija y dejo que las últimas canciones brinquen solas. La música de "Noroeste" trepa por las paredes, retoza sobre los cojines, rebota en las molduras. La voz reverberante de Sertucha suena a un paisaje húmedo: tierra mojada, lluvia, viento y mar, canta él. Un par de minutos más tarde, vuelvo de la habitación, abrochándome la camisa y buscando por el suelo un calcetín. Sertucha ha seguido a lo suyo. Se escucha una guitarra acústica y su voz reposada. "Hogar" arranca sin prisa. Se le puede oír hasta respirar. Las palabras que canta parecen reblandecerse en su boca. Me quedo quieto en medio de la sala mientras me aferro al sonido de la pedal steel. "No quiero perderme ni un minuto más de cada uno de vosotros," canta. Cojo el ordenador y escribo esa última frase. La dejo ahí. Sola. Tiene la forma de un triunfo pasajero pero rotundo.
Sin encontrar el calcetín, sin terminar de atarme la camisa, me siento en el sofá, en el mismo sitio donde me desperté sobresaltado. Como si temiera que volviera a aparecer el músico zurdo de barba cana, escribo con prisa y sin pensarlo: americana, country-folk, medios tiempos optimistas, alguna canción más intimista y cortes eléctricos que convierten el disco en un bálsamo bien macerado. Bálsamo bien macerado, leo. Y no sé lo que quiero decir. Pero sigo escribiendo: sonido orgánico, con una energía muy sincera. No paro: raíces norteamericanas pero con personalidad original en unas letras muy trabajadas, a veces evocadoras, otras veces, concretas, siempre nobles y aparentemente francas. Pongo dos puntos, como estos: experiencias, vivencias, historias y sentimientos sin hipérboles ni muecas exageradas. Tengo más pero quiero terminar. Ahora escribo algo sobre arreglos hacendados, una sección rítmica muy versátil y... puntos suspensivos. Pero antes, sin saber por qué, escribo: te ha salido un disco cojonudo, cabrón. Y el cabrón, lo borro.
"Luego lo ordeno y lo podo", me digo en voz alta.
Como si me hubieran estado observando, justo en ese momento suena mi móvil, abandonado en la cocina. Descuelgo, sin mirar quién es, quizás porque lo sé:
- Sí, sí, voy. Estaba saliendo ya. Vale. Sí. Sí, vale. Oye...
Me pienso lo que voy a decir. Los treinta segundos finales de "Cosecha" pasan por mi cabeza y se quedan como banda sonora:
- ... ¿Qué te parece si mañana nos vamos los tres al río?
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