Voy a hacer esto, y que sea lo que sea. De aquí al último día de diciembre, como que no quiere la cosa, y sin promesas, que puede que lo abandone cuando menos lo esperes, voy a ir colgando canciones, sueltas, sin extenderme, explicando brevemente por qué me han emocionado durante este 2020. No soy muy amigo de las listas de lo mejor, y nunca escucho música atendiendo al año de publicación. Probablemente, me costara, si me obligaran, y mucho, confesar qué es lo que más me gustó en este año tan extraño. ¿Para qué? Nunca ha ido conmigo, pero siempre se puede aprovechar cualquier oportunidad para compartir música.
Lo voy a hacer, además, sin remilgos, sin que me importen las expectativas ni la reputación. Dejando bien claro que somos volátiles e incomprensiblemente inconsistentes.
Y, como ejemplo, la primera.
Mireya Ramos es una de las mariachis del grupo femenino Flor de Toloache. No voy a decir mucho más que lo siguiente: su voz se hunde dentro como puñales sin filo. A Antonio Machín, ya lo conocemos todos, y esta canción, "Angelitos Negros", también.
Escucharla, para mí, es alumbrar los rincones oscuros, tan profundos que se hunden en el tiempo hasta perderse en el fondo. En este año tan raro, su voz ha sido como un derrumbe de luz sobre esas habitaciones ténebres. Para mí, esa voz es un viaje hacia el pasado. Me dibuja a mi madre en blanco y negro. Me lleva de su mano a los días inocentes donde aún está el germen de todo. Esos que nos dan miedo por el vértigo y la verdad que entierran. El olor al interior de un Corsa TR recorriendo el camino al sur. Los campos de tierra y canchal y el sol que los quiebra. Esas manos lentas que se posaban en tu hombro. La silueta de mi padre en silencio sobre el tedio baldío de una era a mediatarde. Son las tardes que puestas en línea dibujaron una dirección tortuosa, llena de amor y dolor. No sé explicarlo mejor.
Pero da igual: es la voz. Es la canción. Empezamos por aquí y ya veré a dónde llego.
Mireya Ramos. "Angelitos Negros".
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