Smokin' into Tarragona with the hammer down...



Primero, por disfrutar, vamos a ver esto. Y luego, ya, empezamos:













26/09/2019: El día antes 

 

 

El día antes nos encontramos por casualidad con ellos. Han abierto una nueva librería en el pueblo, que suena extemporáneo, a que me lo estoy inventado, pero es verdad, es así, existe y aún está allí. Justo antes de entrar, yo le había preguntado a ella: “¿has hablado ya con estos?” Y la respuesta fue un declarativo encogimiento de hombros. 

 

Otros habrá que te digan que no existe la casualidad. Dentro de la nueva librería, nos encontramos a “estos”, a los dos: Ana y Andrés, Andrés y Ana (Los Retumbes, a efectos de esta crónica), con los libros elegidos, esperando para pagarlos. 

 

Que Ana no se acuerde del nombre de una editorial, da lugar a la zumba y tiempo para que nuestra hija elija un libro que llevarse a casa. Ya fuera de la librería, quedamos para el día siguiente: en su local de ensayo, a eso de las 13:30. 

 

Yo no digo nada, pero calculo, rápidamente y en silencio, que, para cuando lleguemos, el bolo de los Not Scientists ya se habrá terminado. Me muerdo la lengua. Miro para otro sitio. Pero no me aguanto:

 

-       Nos perdemos a Not Scientists. 

 

Y pasa lo que sabía que iba a pasar. Pulla al canto: 

 

-       Todo no se puede…

 

No, no se puede, cierto. 

 

El resto del tiempo hasta la despedida nos sirve para concertar las provisiones: quién llevará pan, quién tortilla y embutido envasado, algo dulce. Más o menos, será en Logroño, calculan, cuando le demos a la manduca. ¿Y la sed? Vuelvo a hablar:

 

-       ¿Y cerveza? ¿Quién lleva?

 

No era descabellado pensar que otra pica apuntaría a la linde de mi nuca. Pero, esta vez, me defiendo: 

 

-       Coño… Es que ¿dónde vamos?, ¿de concierto en la furgoneta de una banda de rock o de excursión con los padres salesianos?

 

Ni me escuchan, aunque me oigan. Pero sí, nos íbamos de concierto, que no de gira, en la furgoneta de la banda, y como la banda en cuestión son Los Retumbes, a su furgoneta la llamaré la Retumboneta. Por lo menos, eso me queda: un humor sospechoso. 

 

El destino sí que estaba decidido de antemano: Tarragona. La Costa Dorada y el arroz marinero. Playas y romanos. Así, con lugares comunes de turista ramplón porque, por qué no reconocerlo, nunca habíamos estado allí antes. Eso sí, teníamos una razón más sana que nos alejaba de los mapas que regalan en los hoteles y las lonely planets de turno. Nosotros íbamos con el plan ya trazado desde arriba, como dirían los Sumisión City Blues: el Bule Bule Toga Fest en su edición de 2019 era nuestro único objetivo. ¿Por qué? Pues más allá de lo musical, deberíamos hablar de lo cultural, porque la respuesta a cualquier apuesta que ocurra a determinadas horas de la noche y que empiece con la siguiente expresión… 

 

-       No hay huevos…

 

  … en mi pueblo se resuelve, los tengas o no, montándote en la furgoneta y tirando para Tarragona como está mandao.







 

27/09/2019: El viaje de ida

 

 

Hagamos de esto un cuento costumbrista: la mañana del día de autos (furgoneta, en este caso) transcurre como cualquier otra mañana de viernes. Yo libro y ella se va a trabajar pronto. A las ocho, despierto a mi hija y empieza la rutina: cola-cao, dibujos, txisa, vestirse, correr detrás de ella con un calcetín en la mano y el cepillo de dientes colgando de los colmillos mientras discutes si es mejor Rainbow Dash o Applejack. Applejack, siempre Applejack. Hace un mes que aprendí a hacer coletas y sigo sobreviviendo, aunque las manos se me quiebren como las patas de un flamenco en medio de un tornado. Antes de salir, nos reímos de mi camiseta, porque me he puesto “la de la luna fea”. A grito pelao susurrao, por las escaleras, le cantó el “It’s OK” de los Dead Moon, porque la luna no es fea, simplemente está muerta, y ella se ríe mientras me pide que me calle y, como no lo hago, contraataca cantando el “Es que no lo sabes” de Anita y los Peleles, sin susurrar y bien pelao. Tiene coña la cosa, como alguno habrá adivinado, porque horas más tarde, su padre se va de fiesta en una vieja FIAT sin tapacubos con la misma Anita y uno de los peleles. Pero no le digo nada. Me rindo y la dejo que gane. Vamos, un viernes cualquiera.  

 

Al volver del colegio, café y empiezo a hacer la casa, con bastante desgana y mucha prisa, mientras escucho a los Silly Walks porque están en el cartel y, justo ayer, fíjate por dónde, me di cuenta de que tenía un vinilo en casa. Ella llega al mediodía y aún quedaba ropa que meter en la bolsa. Poco después, ya estamos en el bar de la Josefa, un bar de barrio, junto a la salida del colegio, al lado de un patio embaldosado y cuesta abajo que haría las delicias, me imagino, de un profesor de arquitectura. Ocupamos con nuestros trastos las dos banquetas y la mesa que la Josefa pone fuera. Un par de cervezas frescas. Llegan los abuelos que van a hacer de canguros. Ella se acerca a la puerta para esperarla cuando salga. Yo, mal padre, me quedo guardando las cosas y aprovecho. Pido otra ronda para mí solo y enciendo un cigarrillo. Con patetismo, pero digno, murmuro:

 

-       Esto sí que es rock and roll, Keith…

 

Cinco minutos esperando en la puerta/portón del callejón y aparece la Fiat con los Retumbes dentro. Ana se baja y Andrés mete la furgoneta. La carga va rápido, porque, entre otras cosas, poco hay que cargar. Mientras fumamos, yo recuerdo en voz alta las cosas que he hecho en ese callejón: desde jugar al balón, inocente; hasta otras que quedarán pendientes de confesión, menos inocentes, para mejor ocasión. Al ir a montar, Ana explica que la puerta de atrás tiene truco, y solo con él se consigue abrir: “Solo Andrés sabe abrirla”. Por Aragón, se llegará a la conclusión de que es una de esas ridículas y minúsculas anécdotas que se usan para mal argumentar en cuestiones de género vía discusión de barra. Ya los cuatro acomodados, dos delante, dos detrás, los trastos en la zona de carga, arrancamos. Apenas hemos llegado a Lasesarre, cuando se dan cuenta de que se olvidaron de algo: la alfombra. 

 

-       No vuelvo, que hay que dar la vuelta a medio Barakaldo. 

 

La alfombra lleva a la cinta americana y la cinta americana al “giro de merda”, etiqueta con la que Ana y Andrés, Andrés y Ana, ligeramente con cariño y un poco de ironía, recuerdan su tour por Italia en el verano pasado, que merecería una crónica mucho más de lo que la merecía este viaje. Por cierto, han viajado, en poco tiempo, por Escocia y Francia, además de Italia y, por supuesto, media península y, en breve, Tabarnia, lo que, sin comerlo ni beberlo, les convierte en una de las bandas alternativas más viajadas del pueblo. 

 

El depósito se llena en la gasolinera de Repsol junto al Ikea. Saco la libreta y garabateo: “gasolinera, Ikea”. “¿Y eso?”, pregunta Ana, apuntando con la barbilla a mi cartilla, cuando vuelve de la tienda bien pertrechada de agua, que para eso es esto rock and roll sin trampantojos. Con los ojos, le contesto algo que no significa nada. Me compré una libreta, qué pasa, para tomar notas: 80 céntimos en el chino, pequeña, que pueda llevarla en el bolsillo interior. Y, por cierto, del mismo tamaño, un lápiz de esos que sustraes sin remordimientos ahí enfrente, en el gigante sueco. No me arrepiento. La guardo e intento desviar el tema: “Venga, va, ¿nos vamos?” Ahora sí que entraba la cerveza. Empezamos viaje hacia la tierra de los peajes. Quedan varias horas hasta el destino final. A ellos se les ve sueltos, no diré que cómodos, pero arraigados. Saben dónde está todo y todo parece estar en el lugar más adecuado para que nada sea incómodo. Las horas en la carretera, me imagino en silencio, esperando que se olviden de la libreta, darán para mucho; para muchos es una de las partes más importantes de la identidad de una banda: lo que ocurre ahí, mientras se va y se vuelve del escenario. Por la A-8, la conversación gira en torno a la liada de Lyon y a los Silly Walks. A escondidas, voy recuperando, de vez en cuando, mi libreta Enri y apunto con trazo grueso. Andrés me busca por el espejo del retrovisor y, aunque lleve gafas de sol, le veo arquear las cejas.

 

-       Nos querían tumbar, tú…

 

Y no les (re)tumbaron, por supuesto.

 

Se dan más detalles sobre cómo, aquella noche en la que no consiguieron tumbarles, se acabó con desayuno en el Burger King. Andrés vuelve al retrovisor:

 

-       Yo no había entrado en un Burger King en la puta vida.

 

Las cejas con la clave y sus dovelas. 

 

Cambiamos a la AP-68, camino de Gasteiz, siguiendo el rastro de los MCD. Se habla de medicamentos, de Gabor Maté y de M&Ms. De ahí, la conversación viaja hacia conceptos más complejos, como la venta cruzada, el consejo asociado y el Omega 3. Hasta que, por fin, y sin venir a cuento, Ana salta, como si se hubiera acordado de repente del nombre de la editorial:

 

-       ¡Ah! ¿Sabéis lo que os vamos a poner en primicia?

 

Y escuchamos, recién sacadas del horno, las nuevas canciones de Los Retumbes en el estudio. Ya no lo son. Hablamos, ahora, con un año de retraso, de lo que luego fue, dos meses más tarde, su segundo ep: El regreso. Todas las habíamos escuchado antes, porque las tenían estrenadas y entrenadas en directo. Ahora suena distinto, como vestidas de domingo. De hecho, se discute sobre volumen. Para hacerlo más riguroso, se pone después el máster. Se comparan los resultados, para llegar a la misma conclusión:

 

-       Bah, de puta madre, Andrés.

 

Ana concluye, pero él insiste, sin concretar, del todo, si se trata de algo bueno o malo:

 

-       Está todo muy comprimido. 

 

El JVC se para. Estamos llegando a la Bureba por el paso de Subijana. Un desfile de piedras verticales: fantasía de las fronteras, límite de los paisajes. De fondo, sigue sonando “Alienígenas Ancestrales,” que bien pudiera haber ahí, entre las rocas, restos de un alunizaje extraterrestre. La tierra es parda y serpentina. La música se enreda con la campiña. “A retumba abierta” aprieta los perfiles. Poco después, por Zambrana, veo que se vende un castillo con 200 hectáreas de terreno. Y no sé por qué lo digo ahora. El cielo, limpio, con pocas nubes. Andrés nos devuelve a la realidad:

 

-       Dirección Zaragoza, ¿verdad? Que no quiero cagarla…

 

Hablando de Francia y los franceses tagagueando “Surfin’ Fukishima,” llegamos al tema de la apotema que comienza con una sentencia, “lo mejor de Francia son las áreas de descanso” y termina con un suspiro, “Ojalá estuviéramos en Francia”. Pero estamos en Logroño. El área de descanso elegido se llama La pausa, no es guasa, y la ha elegido también un montón de gente, que siempre sorprende la capacidad itinerante de nuestra sociedad. Ana, por suerte, da el visto bueno: “Cómo mola Logroño, parece Francia,” lo que tiene su gracia, pero la convencen los bancos a la sombra de los árboles, donde sentarse a la fresca, aunque nos atosiguen moscas y avispas. Las chicas van al baño. Ana se ríe cuando cuenta que sabía en qué cabina estaba su compañera porque estaba tarareando “Eres idiota”, una de las nuevas canciones que acabamos de escuchar y que, en los meses siguientes, mucha gente se tatuará en el hipotálamo. A mí, la historia me recuerda que también yo me meo. Le digo a Andrés, cuando vuelvo, que no desaproveche la oportunidad de hacerlo en el local. Es una nueva experiencia. Los baños de pie están como apaisados. Es como mear aparcado en batería. 

 

-       No me ha gustado. 

 

Resume cuando vuelve porque siguió mi sugerencia y yo apruebo con la cabeza, aunque me sale una sonrisilla aviesa que se esfuma rápido, porque alguien dice “pues, venga, va, al tema,” y hay hambre al verlo todo ahí bien colocado, sobre el cemento apelmazado y descascarillado en forma de círculo: tortilla casera, lomo embuchado, patatas fritas al punto de sal, galletas Bahlsen y, por supuesto, más M&Ms, que no lo dije la primera vez, pero viene a ser una especie de amuleto gastronómico poco nutritivo que endulza los largos viajes del dúo enmascarado.

 

Otra tradición de la ruta es que los dos se fotografían camino del bolo y lo comparten en redes sociales. En esta ocasión, terminado rápidamente el almuerzo, se organiza una cancamusa y jugamos a los posados. Se parte la foto a publicar en dos, con los originales en un lado y los falsos suplentes en el otro: yo poso con la Burns y ella con las maracas de perfil. Ana pide otra, Andrés dice que ya está, y se cuelga la fotografía en la vida virtual, esperando que algún fan reaccione. Mientras lo gestiona, Ana pregunta:

 

-       ¿Estáis en Insta?

 

Como respuesta, risas, incluidas las suyas. 

 

Tierra rojiza, más tornadiza con la velocidad del tráfico. A veces, hay viñedos, que parecen secos, estriados por caminos de tierra que deben llevar a algún lado. Todos esos sitios que no lo parecen porque los ves pasar a 120 kilómetros por hora, ¿verdad? Llegando a Aragón, la tierra se hace ondulada y arenosa; blanca y polvorienta. Tesos de yeso. Oteros en reguero como una dentadura calcárea, mellada, desmochada. Hemos visto dos toros de Osborne, dos sombras metálicas en cimas truncadas que parecen pedir clemencia, que los dejen tranquilos, que no los provoquen. Continuamos por la AP-2. 96 kilómetros, al menos. Leo Belchite y pienso en ruinas. Se acerca el desierto. Una señal indica que, a 1500 metros, nos parte por el medio el meridiano cero. Qué estará haciendo la gente ahora en Greenwich. Paramos en el área de descanso de Monegros. Más M&Ms, una mandarina sin gracia, y una avispa que se suicida en la marisma de mi café. Antes de volver a montar, Andrés me apunta al costado de su furgoneta:

 

-       ¿Ves ese bollo? Italia. Apúntalo en tu libreta. 

 

Y vuelta a la AP-2.

 

Fraga se esconde entre lomas de terruño albo, como si fuera un diminuto Valle de los Monumentos, un diorama navajo en escayola blanca. Entramos en Cataluña a las 18:42. No pasa nada especial. Seguimos hablando de Nando Dixkontrol. Antes de parar en Monegros, nos vimos (para algunos, otra vez) el minidocumental entero de Vice. Las 2.000 polaroids nos marcaron. 

 

A la altura de la cuenca de Barberá, me acuerdo de que probablemente ya estarán los Not Scientists tocando en el Groove. Cogemos la salida número 9: Montblanc, L’Espluga de Francolí. Montblanc, a lo lejos, se ve soberana, mientras nos vamos alejando por la nacional 240. Subimos, torpemente, las curvas del Coll de Lilla y volvemos a cruzar el río Francolí para entrar en otra autovía. Ya estamos cerca. Aparece el monstruo petroquímico y Andrés recuerda días de infancia, cuando visitaba a su familia. La coletilla, más que apocalíptica, vista desde hoy, parece visionaria: “Un día estalla, y con ello, todos”. Por suerte, la explosión en La Canonja no fue tan terrorífica. 

 

Con menos problemas de lo que parecía, llegamos sin darnos cuenta al Barri del Port, y tras dos o tres calles estrechas, al Hotel Catalunya Express. Bares sin turistas, lonjas con persianas echadas, balcones con geranios, bombonas de butano y gente que fuma apoyada en la baranda. Zona de barrio. Como en casa. El hotel son paredes adornadas con mapas de la Hispania Citerior, dibujos y grabados de la época, continuas referencias a los años de los Escipiones. Dice luego alguien por la noche que en Tarragona levantan una acera y encuentran una terma romana. Y alguien hizo de seguido un chiste con los boquerones fritos y adobados. Poco después, yo me encuentro cincuenta céntimos en el suelo: “igual son romanos”, digo, pero, por suerte, nadie me escucha. 

 

Probablemente, sea como ir a Segovia y no ver el acueducto ni de lejos, o, como hice yo, lo reconozco, cenar donde Cándido, y pedir chipirones en lugar de cochinillo. Pero, sí, hay que confesar que, en nuestro viaje, no habrá espacio ni lugar para este tipo de deleite elevado. Al salir de la sala Zero, entre concierto y concierto, buscando aire que respirar y un cielo como techo, tenías justo enfrente el Teatro Romano de Tarragona, circundado por un vallado de chapa galvanizada que nos venía muy bien para apoyarnos. Lo más cerca que estuvimos de la Historia, con mayúscula. Miento. Saliendo del aparcamiento de La Pedrera, que luego lo contaré, vi, desde la Retumboneta, el anfiteatro de Tarraco, atestado de turistas con prendas coloridas, saltando entre rocas y piedras, posando para el pixelado. Tuve que estirar el cuello para verlo y solo fue un instante, pero fue mi ración. El resto del tiempo, nuestro museo y nuestras ruinas fueron solo eso, la estructura ortogonal del Barri del Port; sus calles estrechas, la trinchera de vías, la promesa del mar no muy lejos. 

 

El caso es que nos registramos y subimos a las habitaciones. Y, en media hora (cambiar de camiseta, lavar la cara, limpiar los dientes), nos vemos abajo, convenimos los cuatro. Así se hace.

 

Al salir del hotel, somos testigos de una pelea multirracial en el bar de la esquina. Vuelan las sillas. Un chino nervioso y un africano con guasa intentan calmar a dos chicas a las que no se les entiende nada, pero que parecen tener argumentos que arrojarse con arte la una a la otra. Por el lado contrario de la calle, en medio del espectáculo, llega Mariloli (no es su verdadero nombre, pero no quiero usar más nombres propios que los de los artistas afectados) de ver a los Not Scientists. Abrazos y perdemos la curiosidad por saber cómo acabará la refriega local. En lugar de tirar para la sala del festival, torcemos en la esquina y llegamos a una plaza amplia con vistas a las vías del tren. Elegimos el bar Campero, repleto de lugareños que departen en la terraza y dejan vacío el interior del local. Pedimos y salimos fuera: cerveza fresca y la casa pone cacahuetes y salchichón picante. 

 

La noche transcurrió indoors, dentro de la Sala Zero y, por breves momentos, fuera, oséase, outdoors, a lo largo de la calle Sant Magí, por aquí y por allí. Lo resumo rápido porque esto pertenece a otro texto que ya se publicó aquí mismo hace bastante tiempo: primero fueron Les Rustyn’s y después The Mannikins. Luego, aunque fueran terceros, les tocó a The Number Ones. Detrás, incendiaron la sala unos The Movement que obligaron a muchos a salir fuera cuando terminaron y boquear como peces en una pecera de agua turbia. Para terminar, Joni Ekman & Koira. Recuerdo qué bien entró la primera cerveza, y que la sala parecía una cueva llena de recovecos cuando entramos por primera vez, una excursión por el interior del tren de la bruja. La gente se movía dentro como en la fiesta de cumpleaños de un conocido, sin sentirse incómodos del todo, como perteneciendo. Pocas togas, pero muy buen rollo. También recuerdo hablar en francés todo lo que sé: a droite y a gauche. Recuerdo conocer gente, algún selfy, finalmente acertar a la primera con el camino de vuelta al hotel. Y caer sobre la cama igual que los sacos de cemento desde el hombro de un peón.



 


 


28/09/2019: El día del bolo

 

 

El calor y la humedad son insoportables en la habitación. Y, si abres la ventana, te saluda la vecina del tercero con el plumero en la mano. Como todo esto nació de un impulso noctámbulo, no había mucha más oferta cuando reservamos: se supone que la habitación es deluxe, pero sigo buscando por qué. Si te mueves mucho, te estampas con algo. Si te quedas quieto, ella acabará por tropezarse contigo. El último día, antes de empezar el viaje de vuelta, haciendo el check-out (y espero que sea la última vez que utilizo una expresión anglófila), la anécdota la pondría la acompañante del señor Timothy “T.V.” Smith, quien, antes de abandonar el hotel, sin que nadie la prestara atención en la recepción, no paraba de murmurar una y otra vez entre dientes: “The smallest room in the world!!”. Quizás esto era lo que tenía de deluxe: hay que subir un peldaño para entrar en la ducha, que es como una hornacina escavada en el tabique. 

 

A las 9:30 yo ya estoy bajando ese peldaño y, de paso, bajo también a la calle, a tomar café al Bar Trébol, el primero que encuentro, sin preocuparme de si es de tres o de cuatro hojas. Un adolescente que no deja de jugar al móvil mientras me atiende me pone un café pasable. Tengo el portátil jodido, pero aún con la pantalla medio a ciegas, trabajo un rato en la terraza. He decidido: este es el mejor sitio de Tarragona. Lo digo por la corriente que me imagino que llega de la playa de El Miracle y me permite abandonar la transpiración, haciendo tan agradable el desayuno que dejo de trabajar para simplemente estar, estar allí, sentado, observando a la gente pasar, como en las canciones de la radiofórmula más refilosóficas, aunque lo más inspirador que vea es a alguien devolviendo un coche de alquiler en la lonja de la empresa y a una señora que recoge las excrecencias de su perro mientras le felicita verbalmente por haberse aliviado con tanto donaire. Molan las máquinas de tabaco en Tarragona, por cierto. Me paso un buen rato leyendo toda la información oficial que tapa la publicidad antes de sacar un paquete de Chester. Robar una máquina expendedora en Tarragona debe requerir una preparación que ni la tropa de Ocean’s Eleven. 

 

Poco después, nos reunimos los cuatro en el comedor y quedamos para más tarde. Ella y yo no volvemos a la habitación. Seguimos la brisa sin prisa, esperando que nos lleve al mar o, al menos, hasta el puerto. Después de cruzar la ancha plaza de los Carros (“¿de fuego?”), ayudamos a una pareja con las maletas y el coche del niño por las escaleras de un pasadizo, porque el ascensor, un ascensor, qué ascensor, no sé, pero está estropeado. Llegamos a la marina y allá nos sentamos, frente a los yates de los magnates, mirándolos con aburrimiento y sin ninguna envidia, que la navegación no es lo nuestro, aunque sea con mucha eslora y un jacuzzi en estribor. Detrás del banco, hay una cerámica que recuerda el castell más alto que se ha hecho en Tarragona o algo así. En frente, el edificio de la vieja aduana, la mar de mono, ahí solo, sobreviviendo al tiempo y a los aranceles. Una familia, yo decidido que lo son, echa la mañana evitando conos con patines. En una esquina, hay un edificio curioso, de planta octogonal o algo así, como un quiosco de prensa de varias alturas. En el primer piso, ensayan baile flamenco. Con las persianas abiertas de par en par, el taconeo y la música se disgregan por el ambiente. Buscamos el Mr Mojo, el tercer local que alberga el festival, por cierto, que no lo he dicho. Pero, por el camino, vamos mirando. Es un ejercicio muy sano: observar la normalidad de las vidas de los demás cuando tú estás escapando de la tuya. No sé cómo, pero te da perspectiva. Y, de la misma, se esfuma, eso sí.

 

Encontrado el bar en el Puerto Deportivo, pero siendo pronto, buscamos otro con terraza y nos sentamos a esperar que aparezcan Ana y Andrés, Andrés y Ana. La marina parece abandonada. Hay muchos locales cerrados. La mayoría de la gente pasa de largo. Van embutidos en poliéster y nylon, lycra y spandex; algunos pasean, otros marchando, los que van más rápido, diremos que corriendo. Lucha el sol con la lluvia ligera cuando llegan Los Retumbes, se sientan y, al poco, nos tenemos que ir. El Mr Mojo está abajo, bajamos y vemos a The Anomalys, casi en familia, pero sin conos ni patines, con cuernos y botellines. Mariloli ha dormido poco, pero mantiene el humor. El cantante termina fuera del local, en el suelo, desparramado como un triatleta de voltereta en el ironman del tíaso. Hay hambre, y todos en cuchipanda, que somos unos cuantos, buscamos un buen (cualquier) sitio donde comer. El elegido, porque está cerca y es prácticamente el primero que vemos, es un bar peruano donde la mayoría optamos por los tallarines salteados o con marisco. Hay también croquetas y ensalada para compartir. Y un verdejo que está realmente frío. Se estira la conversación y, en una esquina, compartimos móvil para ver el partido del Athletic. Hasta que el dueño del mismo lo apaga, después de una de esas sentencias amargas que solo pueden descarnar los aficionados con retranca:

 

-       Ya está, se acabó, sale Lekue…

 

La mitad de los comensales bajan a la pinchada, el resto nos retiramos a nuestros aposentos. Antes, nueva visita corta a El Campero para un chute de cafeína. Y yo ya me quedo en la puerta del hotel, fumando y enredando en internet, a la espera de que vuelvan Los Retumbes de su habitación y comience mi primera experiencia como pipa. Mientras espero, en esa calle estrecha, en principio, vacía y tranquila, me pasa un poco de todo, y no lo pongo ahora de relleno que para eso ya está el resto del texto en sí. Un repartidor extraviado me pide que le diga el wifi del hotel. Le digo que no lo sé, que estoy usando mis datos. Y me mira con sospecha, no se fía. Resopla y pulula por allí hasta que parece que se resigna. Una señora que camina lento y encorvada se para a mi altura y mi cuenta algo sobre el aire del mar y el agua que arrastra y el daño que hace en las fachadas y, sobre todo, a la ropa que está colgada. Apunta para allá, no sé para dónde. Yo miro y solo veo hormigón armado a un lado y al otro. Pero le digo que sí con la cabeza y ella me imita y se va. Viene luego un jubilado que primero pasa y luego vuelve y al final pasa de nuevo y sin mascar una sola palabra, empleando solo el mentón, me saca un cigarrillo y se pira. Aún me quedan cinco en la cajetilla, que me enciendo el sexto, y palpo en la chamarra para cerciorarme de que tengo el otro entero que compré por la mañana en El Trébol. Justo entonces, por el medio de la carretera, pasa un tío alto, delgado, con rastas bermejas y, siento decirlo, pinta de necesitar una ducha desde hace meses cuando salió de Örebro a pie o haciendo autostop. Se dobla con el peso de su mochila y, al pasar por donde yo me siento en la acera, ni me mira y recoge una de las colillas que yo tiré de pititaco sin llegar muy lejos. Cuando se levanta, digo “ey”, que vale en todos los idiomas, por si acaso, y le ofrezco la cajetilla con cinco cigarrillos que aún tenía en la mano. Sigue sin mirarme cuando la recoge y hace un ademán de agradecimiento. La abre, mira dentro. No me mira, ni sonríe, ni la guarda ni se enciende uno. Simplemente, se pone a caminar por el medio de la carretera y se va. No me da tiempo a trasegar esa sensación instantánea de lástima y culpabilidad, cuando le veo volver, ponerse a mi altura, agachar la cabeza y estirar la mano con los dedos apuntando para abajo. Yo hago lo mismo, pero con la palma cóncava, y, al momento, caen sobre ella 25 céntimos en dos monedas. Para cuando reacciono, ya se está yendo. Y no me da tiempo a trasegar esa sensación instantánea de sorpresa y desolación, porque aparecen, puntuales diez minutos más tarde de la hora acordada, Andrés y Ana, Ana y Andrés, que me pregunta:

 

-       ¿Qué? ¿Haciendo amigos?

 

Andando a paso lento, bordeando la costa y las vías del tren, nos llegamos hasta el garaje de La Pedrera, en busca de la Retumboneta y de todo el equipo. Subimos por la vía William J. Bryant, primero a pata, luego a bordo, y no se parece tanto a Lombard Street, pero tiene su encanto. Aunque yo me acuerde más de Wallace G. Bryant, con el que no guardaba parentesco, el industrial norteamericano que financió gran parte de la recuperación histórica en la península, bien merecía que su nombre acompañara a estas curvas cerradas, digo yo. A las 7 llegará el instante del bolo. En ningún momento, aprecio nervios, más allá de lo profesionalmente exigible, pero resfriados varios ponen algo de tensión antes y durante. No iba a contarlo, pero queda guay para cerrar el párrafo: te lo creas o no, visitamos más de una planta porque no recuerdan a ciencia cierta donde quedó aparcada la furgoneta. Por cierto, el aparcamiento parecía de Moltó y daban ganas de jugar con él.

 

Se encuentra rápido el bar, quizás por compensar lo del aparcamiento. Pasamos por al lado de la Biblioteca Municipal y ganas me dan de decir que ahí dentro hay más de 200 incunables, pero tendría que explicar, entonces, que iba mirando el google maps y que no he podido resistirme a clicar y visitar la Wikipedia y sorprenderme con el fondo patrimonial de la biblioteca pública de Tarragona. ¿Cómo te quedas? Después, cualquiera sale ahí y defiende con dignidad su apariencia de víctima del rock and roll, ¿no? Así que me callo. Descargamos rápido y a pulso, con la Retumboneta aparcada sobre la acera. En el bar, está tan solo el camarero, que se afana en echar un cable, aunque espere con ansia a que llegue el técnico y él pueda dedicarse a lo suyo. Dentro, lo primero, risas: en la puerta del baño hay un cartel que anuncia el bolo y sobre sus respectivas jetas caricaturizadas alguien ha pintado unos lindos bigotillos. Ana y Andrés se lo toman a bien. Hay alfombra, por cierto, que volvemos de golpe al inicio del viaje. Yo ayudo con la colocación y poco más. Cuando me preguntan mi opinión sobre el efecto en la voz (ya ha llegado el técnico), yo opino de la manera más oportuna que se conoce cuando no sabes qué decir. Es decir, esperas a que ellos mismos den la respuesta y luego convenientemente afirmas con la cabeza, como si esa, desde el principio, hubiera sido claramente tu opinión. 

 

El Groove deberá su nombre a la acepción musical, pero otra que también tiene la palabra en inglés le viene que ni pintiparado, pues es un largo canal con una barra en el costado, que termina en un pequeño cuadrado donde nacen los baños y se puede apreciar el escenario en un rincón. Es angosto pero acogedor. Poca luz y calurosa y un curioso mural junto a la tarima. Se lee algo así: “Si d’això, ja d’allò.” El camarero me cuenta que era una frase típica del anterior dueño del local, o algo así, y que no tiene traducción ni casi contenido sin contexto. No le veo muy convencido, pero le acepto la cerveza. Me divierto con las curiosas maneras de probar sonido que demuestran Ana y Andrés, Andrés y Ana. Entiendo que tanto tiempo repitiendo lo mismo, lleva a hacer la rutina divertida a la par que elaborada. Primero, utilizan un clásico con aire a rockanrol surfero y letra customizada que podríamos titular “Probando, probando.” Es pegadizo. Hay más. Le toca al micro de Ana, y ante la atenta mirada de Andrés, tira de un éxito de Anita y los Peleles que hubiera hecho las delicias de mi hija si hubiera estado allí, el “Yeah, Yeah” a capela. Pero prueba más, y entonces recurre a la nostalgia, nuestra tierna infancia, la televisión que nos tragamos cuando apenas había un puñado de canales: canta el “Sílbame,” también conocido por el nombre del personaje que se supone que lo canta en la serie, “Rigodón.” Y mientras Ana canta la perorata empalagosa del mayordomo francés, Andrés se anima y silba la parte siseada. Por cierto, y no lo comentamos, la banda sonora de La vuelta al mundo de Willy Fog sería el último disco de estudio de Mocedades con los seis históricos en liza. Qué paliza me dieron en casa con aquello del “Sobreviviremos”. Se me quedó marcado. Como se me quedará marcada la última versión improvisada que usa Andrés para probar su micro: y es que cómo imaginarse que un delirante “Surfin’ Bird” de The Trashmen puede terminar, y bien hilado, en un relincho de caballo que, a su vez, deviene en colofón con un “saben aquel que diu.” Y todo está grabado, no me invento nada. Así termina Andrés la prueba de sonido. Le pregunta el técnico que si quiere algo de efecto, y él le contesta rápido que sí, quizás para obviar lo anterior y que se olvide pronto todo ese paseo hípico y épico de los Trashmen hasta Eugenio: “Un poquito de eco, si quieres, pero muy corto… y estaría guay”. Va tosiendo sobre el micro: “ehem”, pausa, “ehem”, pausa, “ehem”, pausa, hasta que sin guasa el técnico le dice que pare que antes tiene que buscarlo, y él resignado musita un “¿eh?, ah, vale” y se alisa y recoloca la camisa de los Yardbirds. Por cierto, el técnico, contento, “qué bien, más rápido y fácil no podía ser”, murmura. 

 

Fuera, empieza a aparecer gente. Enfrente, sobre el muro, se percibe una finca abandonada, con palmeras altas al fondo, como un jardín interior desahuciado; un claustro sin galerías que quedó ahí arrinconado y olvidado en medio de Tarragona. Qué misterio, me mola. Sentado en la acera, mientras fumo y pasa el tiempo, adorno ese patio florido con historias góticas al estilo de El Monje. Sale Andrés y dice qué, y justo entonces recibo un WhatsApp: ella me dice que ya sale del hotel, que no sabe cómo llegar, que si la salgo a buscar. Me cruzo lo poco que conozco de Tarragona con la cerveza que saqué del bar en la mano y el móvil en la otra, como si hubiera salido en pantuflas a bajar la basura. En un callejón, que entiendo que es un atajo, me encuentro de frente con los Montesas, acompañados de las Montesitas, que puede que vayan a hacer turismo o a pasear, pero así, para alguien ajeno al mundo, parecen los T-Birds y las Pink Ladies de camino a la fiesta de fin de curso. Una mujer que salía de un portal en la misma calleja, se ha quedado tiesa, mirando hacia ambas esquinas, como si se hubiera encontrado sin comerlo ni beberlo en medio del duelo entre Wild Bill Hicock y Davis Tutt en Springfield, Missouri. Por un lado, llegan los alemanes, que andan como con coreografía; por la otra, vengo yo, todo de negro, con una cerveza en la mano y mirándola con una sonrisa, pero que no da confianza. Cuando ambos duelistas van a encontrarse, paro a dar un buche. Por Acehúche debe ir ya la mujer, porque ha aprovechado para salir corriendo y ya no la veo. Hay que divertirse con lo que tienes, ¿no? 

 

La encuentro ya lista y esperándome en la calle, beso, le cuento, y tomamos camino de vuelta al Groove. Cuando llegamos, nos encontramos con la calle convertida en ágora, con gente platicando en grupos y esperando a que se dé permiso para entrar, que se da. Y a nosotros, a los dos y a Mariloli, nos entregan nuevas instrucciones, funciones de mercadotecnia y contabilidad para después del concierto. Antes, nos piden que repartamos entre el público una colección de antifaces caseros para que también los asistentes puedan sentir la comodidad del anonimato enmascarado. Y lo que nos piden hacemos; con una sonrisa, por supuesto. 

 

El concierto lo vemos en primera fila, arrinconados junto a la barra, como si estuviéramos esperando a que nos unciera con su mano algún tipo de aparición divina, y aparecen ellos, en un bar petado, para repartir la eucaristía del rock and roll, y paro ya de ponerme magnánimo, y más aún con esas imágenes marianas, que no vienen a cuento ni tienen gracia. Ana y Andrés, Andrés y Ana se presentan con baquetas al aire y guitarra inhiesta y arrancan con intro surfera para no bajar el ritmo ni un ápice de ahí hasta el final: “El parque de Los Hermanos,” que se vocifera con ganas por los que sabemos de qué habla y también por los contagiados que ni idea, “Joe Strummer”, “Montañas de lindano”, “Smartphombie”, “Surfin’ Fukushima”, “Revuelta blanca;” un interín punkarra con “¿Quién se queda con los millones de las camisetas de los Ramones?” y “Basura”; y traca final con el que por entonces era nuevo material: “Eres idiota”, “Alienígenas ancestrales”, “Gasolineras” o “A retumba abierta”. El capo de la disquera que lo sacará en meses, ahí está arrebatado, en primera fila, berreándole las letras en la jeta a un colega que sonríe mientras pide más cerveza. Más de veinte cortes en una hora, con sus correspondientes descansillos de enjuague verbal y perlas de humor ácido, todo necesario para que ellos respiren, Ana estire, Andrés se seque con su toalla de boxeador y el público se gire y mire a ver quién le hinca la rodilla en la rabadilla, dónde fue tu colega con la última oleada de empujones o si ahora sí, veo un hueco para acercarme a la barra. 

 

El epílogo del bolo, para nosotros, es acelerado y curioso: cambios, precios, tallas, preguntas de lo más raras y gente que te saluda con una sonrisa colmada de comisura a comisura. Y cuando se cierra la tienda y se sale fuera, se comparte con aplomo una sensación de alivio y ganas de celebrarlo. El rock, más que el subidón del momento, debe ser eso, ese estímulo apagado que permanece después, como las ascuas perfectas para una buena barbacoa. 

 

Para cuando entramos en la sala Zero, la estimulación endógena ya empieza a decaer y recurrimos al lúpulo y la malta. Viendo a The Montesas & Montesitas lucirse con su espectáculo coral y bien organizado, me acuerdo, rodeado de gente y vatios, de la señora a la que asustamos y me pregunto qué andará haciendo en ese momento. Igual está de sobremesa con las amigas, bebiendo rooibos a sorbos y contándoles cómo está cambiando el barrio, lo que se había encontrado en la calleja aquella misma tarde. El concierto entero de los Torontos fue un porrompompero festivo. Luego subieron al escenario los que no consiguieron tumbar a Los Retumbes, unos Silly Walks que aporrearon de lo lindo y lo vimos en medio de la refriega, en el meollo del pogo, el pogollo, que decía otro, no me acuerdo quién. Fan ocasional de The Adverts, el concierto de TV Smith & The Bored Teenagers era el bolo del festival que esperaba con más ganas. Para cuando llegó el momento, mi miopía ya ardía en sintonía con la fatiga y la alegría de vivir acumulada en vena. Tenía que guiñar los ojos para enfocar y ver bien. Es de coña, pero hubiera aceptado un trasplante de córnea. Justo lo que hicieron dos personas en la vida real (y una de ficción) con las corneas de Gary Gilmore, el asesino de Utah, hermano de Mikael Gilmore, el periodista de la Rolling Stone. Eso es lo que contaba aquella vieja canción de The Adverts. Pero a mí me lo contó, que yo no lo sabía, aunque había escuchado la canción, un chicano que vestía camiseta de los Minutemen y tatuaje de la virgen de Guadalupe en una taquería de Provo, en Utah, y desde entonces no he podido escuchar igual aquella canción: “Gary Gilmore’s Eyes”. Cuando oí lo de Mariló Montero y el trasplante de almas, fui directo al YouTube y me puse la canción: “Gary and his eyes have parted company…” Para cuando llegaron Slander Tongue, la mía ya estaba “tangled”, y si no lo pillas, no es culpa tuya, el juego de palabras es muy rebuscado y no tiene gracia. Resistimos, bailamos, y, al final, nos segregamos del grupo. 300 metros, 4 minutos a pata según el google maps, separan la sala Zero del Hotel Catalunya Express, pero, cuando quieres, hasta una sabana plana con el herbazal bajo lo conviertes en un laberinto cerrado donde perder el ánimo y la paciencia. Menos mal que ella se reía, porque si se llega a desesperar como yo, acabamos llamando a Protección Civil. Me perdí, sí. Vi, en un balcón, una bandera sueca colgada entre las barras del antepecho. Y seguían en el bolsillo los 25 céntimos: “… pero, ¿cómo fue que acabamos en Örebro?” Porque tiene hambre y solo piensa en eso, que si me llega a escuchar…








 29/09/2019: El viaje de vuelta

 

 

Ya estamos en la Fiat Scudo, como un embudo que nos lleva de vuelta al interior de la botella. Ahora somos cinco en lugar de cuatro. Dejamos atrás un fin de semana que tardará (pero se hará) en convertirse en un buen recuerdo. Por ahora está fresco, como tiesos y acecinados están nuestros cerebros. No es extraño que todo vaya más lento, pienso, que se espesen los momentos como si fueran cera de depilar. Algunos tenemos depiladas capas internas de nuestro cerebro. La noche fue larga y Tarragona quedó estancada ahí dentro, como una gruesa película de grasa. Más que hambre, probablemente, sea aburrimiento, pero cojo una bolsa de Match Ball sabor cheese, Risi al poder, y Mariloli no soporta el olor, pero acepta el sufrimiento. A mí me apacigua el estómago, que hago como que no me importa, pero conozco mis devenires con los vaivenes y las malas digestiones. Luchamos por soportarnos en el estrecho trecho del banco trasero, pero lo hacemos: yo la vacilo y ella mira por la ventana y, con paciencia donosa, mascando las sílabas, suelta su expresión más popular: “No tengo el chichi para farolillos.” 

 

Los kilómetros pasan como quien pasa página y se van reposando a base de conversaciones y bromas, pullas y algún momento de pinchadiscos extremo. Así, escuchamos, por ejemplo, el “Habitación 615” de León Benavente y el “Mi D.N.I.” de Pony Bravo, no porque casen con los gustos de la casa, sino porque estamos discutiendo sobre las múltiples maneras de contar cosas en una canción y las variadas formas en que eso se puede vocalizar expresivamente. La raíz venía porque empezamos a hablar de Pájaro y Dogo (y los Mercenarios) y Silvio (Fernández Melgarejo), porque estuvimos repasando otras maneras de escuchar música y rock and roll. Empezamos pinchando “A galopar” y antes “Rezaré”, “Tri tri tristeza” o “Pura concepción,” ya no me acuerdo exactamente. Hubo tiempo para pitarle en la oreja a los Paniks, para hablar de maquillaje, condiciones laborales, bares que nunca cierran y, sin darnos cuenta, llegan los barrancos y torrenteras riojanos y ya leemos en los carteles cosas exóticas como Yasa Majillonda. 

 

En la gasolinera de Calahorra, me alejo hasta la grama y la yerba alta para llamar por teléfono y fumar, y de un aparcamiento desconchado, abandonado, aparece un coche fúnebre, buscando la salida de la autopista. Como si fuera una película de Tarantino, me quedo mirando la estela que deja sin saber interpretar la casualidad. Quizás hablemos de los Piperrak al pasar por la señal que anuncia la proximidad de Lodosa/Pradejón, pero, lo que sí recuerdo es que, de San Asensio en adelante, solo escuchamos a los Masonics. Hasta que llegamos a La Pausa. Puede que, simplemente, por ponerle forma circular a la aventura del fin de semana. Volvemos al mismo sitio para hacer lo mismo: comer en Logroño que parece Francia, pero, esta vez, sin llevar avituallamiento. Así que hacemos cola con las bandejas por la cintura. Todos habíamos decidido antes que nos decantaríamos por la hamburguesa Nebraska que anunciaban en todas las áreas de descanso. Demasiado cara y demasiada distancia entre lo que se veía en la fotografía y lo que resulta a la vista. Así que cada uno pide una cosa: ensalada de pasta, uno; spaghetti con tomate, la otra; bocadillos los que quedan. Caen los tenedores y los mordiscos con la gravedad con la que nos pesa el cuerpo mismamente. El comedor, repleto. En la televisión, imágenes de Sánchez, Forn, Turull y Rull y menciones al 10-N. Nadie dice nada. Fuera, nos esperan en la puerta, mientras le compramos en la tienda algo a nuestra hija. Gracias a ello, hablamos de unicornios y canales temáticos de pago y alguna otra astracanada que acaba con un cigarrillo rápido, viendo a la gente entrar y salir por la puerta principal, casi como aquellos tres junto a las escaleras mecánicas en La Haine

 

Vemos el río Inglares, el de la cascada de las Herrerías; volvimos a pasar el desfiladero de Techa, atravesando la tierra por una ranura liviana. Se hace extraña esa Euskadi que no termina de coger la cuesta abajo. Alguno sigue dando cabezadas. Mi libreta ya no sale de la chamarra. Llegan las montañas y el verde, Altube presente, y ya sí, se desciende hasta el mar. 

 

Cuando llegamos a Barakaldo, todo parece normal y aburrido. Ana y Andrés, Andrés y Ana, nos van descargando por las esquinas de la ciudad. Mariloli, la primera, se queda en su portal. Nos toca. Nada más decirles adiós, nos damos cuenta de que, igual que ellos con la alfombra, nosotros nos hemos dejado ahora una chamarra en la Retumboneta y no quedan ganas de dar la vuelta a Barakaldo para recuperarla. Me la dejan en El Cuervo cuando salen del local. Y ya está. Se acabó. En casa, las cosas siguen todas en su sitio. De un bolsillo, saco la libreta y empiezo a mirar las páginas, llenas de garabatos, algunos con sentido; otros, menos. Lo releo todo y pienso: pero sí no ha pasado nada… Aquí no hay ni chicha ni limoná para escribir un relato novelado. Y, sin embargo, la guardo. Sé que va a pasar lo que acabó pasando, que, con el paso del tiempo, se me vayan quitando las ganas de transcribirlo. Porque una vez escrito, ya no es lo mismo, y las mejores experiencias de esta vida, muchas veces, no merecen una novela porque merecen, mejor, un buen recuerdo y una amistad. 

 

Sin embargo, una promesa es una promesa, aunque te la hagas a ti mismo. Así que, un año más tarde, y sin saber muy bien por qué, aquí está y, más o menos, así fue… lo que fuera que fue esto. 

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