El caudal imaginativo y compositivo de Hendrik Röver es arrollador e inconmensurable. Ya sea en solitario, con Los DelTonos, o con Los Míticos GTs, hay que reconocerle la capacidad para componer canciones, escribir letras, y mantener una media de notable-sobresaliente siempre, o casi siempre, regalémosles la coletilla a los más exigentes (entre los que, ya se sabe, no me incluyo). Y el rollo es que lleva así treinta años. En este último disco no podía ocurrir menos, claro.
Ya llevaba el invento unos cuantos meses, como un año, entre nosotros, pero, ahora, confinados en casa, el título asusta y el contenido, de alguna manera, alivia. Llegamos tarde, como siempre, pero igualmente nos la trae al pairo. Hablamos, por supuesto, de ¡Vamos a morir!, último trabajo de Hendrik Röver y Los Míticos GTs.
Vamos a saltarnos todo, por cierto. Y no porque tengamos prisa, que no podemos ir a ningún sitio; si no por justo lo contrario, porque tenemos muy claro a dónde queremos llegar. Vamos a dar por supuesto que sabéis quién es Röver, quiénes son los GTs, que son míticos, por supuesto, y que, si no la conocéis ya, sabéis de sobra que podéis encontrar fácilmente toda la información concerniente al presente disco en la red de redes: fecha de publicación, estudio de grabación, discográfica y demás créditos relevantes y hasta anecdóticos. Vamos, por lo tanto, a saltarnos todo eso y vamos directamente a donde queremos llegar, a pasear por el jardín de las canciones.
Son trece, y el número procede, aunque no sé muy bien por qué lo digo. Exudan, es decir, sudan, rezuman rock and roll. Rocanrol, si lo prefieres. De aquel, del original. Del que oían Pierre y su madmoiselle cuando se compraron la picú para disfrutar de setecientos singles de rock, R&B y jazz. Y, en esta ocasión, pasan la tarde escuchando a Elmore James o algo así. Trece canciones de raíz gruesa y profunda, la velocidad ajustada, con un sonido nítido que permite ver y disfrutar de los forúnculos, del grano tanto como de la paja, de todos los axones del nervio. Rocanrol a secas, lo prefieras o no.
En esa colección, Röver, compositor principal, sigue, como lleva haciendo tiempo ya, proveyéndonos de una visión personal, no manifiesta, más bien deslizada, del mundo y de lo que llamamos vida. Personal tanto por lo que mira como por cómo lo mira; tanto, y esto es lo que quería decir, por lo que cuenta como por cómo lo cuenta. Lo hace sin dar lecciones, sin retrechería ni apologías, convirtiendo esas reflexiones personales en buenos renglones para unas canciones que, a menudo, no distinguen el objeto, permiten la reversibilidad, hablan de ti como de él como de todos mis compañeros, que se decía cuando jugábamos al escondite. Le suelen llamar ironía, pero yo creo que es más bien perspicacia, la gracia que da llevar mucho trecho andado y no haberlo hecho con los ojos cerrados.
Y ahora voy a poner unos cuantos ejemplos, sin ton ni son, que fue el título de una canción de Miguel Bosé, y lo recuerdo porque sonaba en aquel bar de carretera. Iba camino de algún sitio, por una carretera trasnochada; si no era madrugada, casi. Paré porque me meaba. En medio de la nada, un edificio de hormigón armado con ínfulas de negocio próspero hace mil años. Una escalinata, doble puerta, una vieja máquina tragaperras, y dos docenas de mesas abandonadas en un comedor sin biombos. Las cajas y los cascos junto a la puerta del baño. Después de mear, me senté en una esquina de la barra. Tomaba café a sorbos, bostezando, y de reojo miraba en el televisor uno de esos programas retrospectivos, de archivo y copia y pega, con la música como disculpa y la nostalgia como verdadera energía y ponzoña. En la otra esquina de la barra, un hombre cualquiera, de mediana edad, con los dos codos sobre la barra, una taza abandonada y un vaso de chupito reteniendo un brebaje blanco de acompañamiento. El camarero al lado, atareado, como con él pero más atento a la televisión. Le vi tarareando la canción de Miguel Bosé. Ni se inmutó. Yo di un respingo, se me paró el corazón. El otro cliente, en un gesto automático y repentino, vertió todo el licor en la garganta, golpeó la barra con toda la fuerza de su gran mano callosa, y cuando cesó el estruendo, gritó bien alto: "¡Por mis muertos que este es el último día!" Se levantó, se fue, no levantó la mirada de sus pies que caminaban. Se podía oír el ritmo acelerado de mi respiración. Cuando cerré la boca, al camarero le pregunté que qué había pasado. Con desgana, me contestó: "Lleva treinta años haciendo lo mismo de lunes a sábado" y volvió a la pantalla, a Miguel Bosé en Estudio abierto y en 1983. Si le das esto a Hendrik Röver, lo mete en cuatro estrofas y un estribillo e igual hasta se te enciende una bombilla en la molleja. Hecha la gracia y la digresión, voy con los ejemplos:
Hay, en estas canciones, reflexiones intergeneracionales, como las que esconde ese acrónimo misterioso, "B.L.U.E.S.", que se descubre en el primer verso de la canción: "Bastante Les Usamos Estando Sobrios". Las hay también, reflexiones, digo, espirituales, y no contra la fe, que tiene formas muy dispares, pero sí, probablemente, contra los dogmas, que suelen tomar formas impositivas muy reconocibles: "Ya de hacer el mal, hagámoslo bien". En una línea parecida, pero con un tono más confesional, se pide la absolución aunque no se crea en la redención en "Con otro nombre". Reflexiones, meditaciones, apostillas políticas, también las hay, casi humanas, culturales, más que políticas: lo que fue un águila en el último álbum de Los Deltonos, aquí se torna víbora en "Serpientes". También hay consejos de autoayuda: "Ahora eres más listo, úsalo en la próxima ocasión," y greguerías de género con referencias clásicas y de cultura popular en "Homer". Hay humor, como siempre; en este caso, tecnológico: "Creo que Alexia y Siri se ríen de mí." Y hasta lo que me atrevería a llamar una canción de amor, una canción de amor sin lugares comunes, con el romanticismo desmañado que imprime la elocuencia torpe que solemos padecer en tiempo real, en la vida de verdad: "Hmm Hmm Hmm." Es mi lectura, mi escucha, más bien, también conviene decirlo. Y hay, más allá del contenido, muestras claras de ese talento para el verbo que transfiere con arte el mensaje. Puede que solo cuente una anécdota, por ejemplo, pero hay sustento en el trasfondo e ingenio para articular la historia en las sílabas que competen. Hablo de "Luego (no es ninguna hora)". Quintetos y cuartetos en arte mayor para desarrollar una historia ordinaria con la extraordinaria ligereza del lenguaje frecuente que trasciende. La descripción epidérmica de la abulia y la desgana en "Fin de semana", con el ritmo ejerciendo de figura retórica: otro ejemplo. O los frenazos metódicos como otro componente alegórico en la agudeza irónica de "Vamos a morir". Y si quieres más, algún ejemplo suelto, perlas en pequeñas dosis: "Diorama de un drama" o "Mañana devolvemos la anilla a la granada." Dos muescas más que hacer en la extensa colección de estilo de Hendrik Röver.
Eso sí, y concluyo, no son solo las letras. No es solo el boogie ni el swing. No es la perfecta comunión de los instrumentos, el impecable sonido, la mezcla de perspectivas y lenguajes. Es, simplemente, la redondez de las canciones: la puntualidad de la sílaba enunciada, del acorde que la encaja. La llave en el palastro, la paleta que obra sobre las barbas, el pestillo que corre, la puerta que se abre, la canción se expande. Es fácil decirlo, hacerlo es un poema. Pero total, qué más da, si nos vamos a morir, ¿no?
Comentarios