Yo
Antes del concierto, con tiempo, sin prisa, por primera vez en mucho, por cierto, intentaba recordar cómo fue la última vez. Cuándo, eso lo recuerdo: fue hace cuatro años. Hacía malo, llovía. Recordaba a una señora teniéndoselas con el viento y su paraguas mientras cruzaba el puente del Arenal. También aquel día, laborable y gris, tocaron en el Kafe Antzokia, pero en la sala de abajo, en el espacio más grande. Era la primera vez que veía el local sembrado de sillas plegables, con un pasillo en el medio, como para recorrerlo y en las escaleras, comulgar. Esa fue la última, la anterior visita de The Delines a Bilbao. Ahora, estaba en algún bar, cualquiera, cerca del mismo sitio, esperando a que llegara el momento y aprovechando el hueco para recordar. El café se quedó frío. Una niña, en la mesa de al lado, con el uniforme del colegio de pago, coloreaba unicornios. Sus padres fumaban fuera, se reían. Ella estaba muy seria: no quería salirse de las líneas. Miré el reloj y seguí pensando. Poco después de aquel concierto, Amy Boone sufrió un accidente y la carrera de la banda, que había empezado fulgurante, esprintando desde el primer instante, se detuvo en seco: se torcieron las líneas. Un año después, en 2016, la gira de despedida de Richmond Fontaine pasó por Barakaldo, dentro del programa del festival BIME. No es la misma banda, pero tienen mucho en común. Willy Vlautin escribe las canciones para ambas. También comparten batería, Sean Oldham. Tres años más tarde, por fin, llegaba el momento del regreso: las líneas se encontraban. The Delines habían vuelto a principio de este año. Después de cruzar el charco varias veces para recoger halagos y llenos en el Reino Unido, por fin se escoraban un poco más al sur. Pagué el café, le guiñé un ojo a la niña, que ni se percató, y salí a la calle. Si me dio tiempo a ver que el unicornio le había quedado colorido, que las líneas no fueron capaces de frenar su pulso. Camino del Antzokia, hice el mismo ejercicio con la banda que acompañaba el regreso de los Delines a Bilbao. Mientras caminaba y fumaba, buscando el abrigo de los alares, intenté hacer memoria: ¿Gacela Thompson? ¿Todavía existen? Los recuerdos eran vagos, tan bajos como los techos del Edaska, local de Barakaldo donde recordaba haberlos visto por primera y última vez. Los años se me escapan, los dedos de la mano igual no me llegan, las líneas se retuercen como las raíces de un árbol. Solo recordaba, como si significara algo, que el guitarrista de la banda, en aquella ocasión, nos recomendó que leyéramos un libro. No recuerdo el título, pero sí que era de Steve Earle. Ya veía los plátanos centenarios de Jardines de Albia, cuando, por la esquina contraria, aparecieron dos amigos con los que no contaba. Nuestras líneas se cruzaban. El unicornio quedaba, con buen trazo, dibujado en las huellas que fuimos dejando.
Antes del concierto, con tiempo, sin prisa, por primera vez en mucho, por cierto, intentaba recordar cómo fue la última vez. Cuándo, eso lo recuerdo: fue hace cuatro años. Hacía malo, llovía. Recordaba a una señora teniéndoselas con el viento y su paraguas mientras cruzaba el puente del Arenal. También aquel día, laborable y gris, tocaron en el Kafe Antzokia, pero en la sala de abajo, en el espacio más grande. Era la primera vez que veía el local sembrado de sillas plegables, con un pasillo en el medio, como para recorrerlo y en las escaleras, comulgar. Esa fue la última, la anterior visita de The Delines a Bilbao. Ahora, estaba en algún bar, cualquiera, cerca del mismo sitio, esperando a que llegara el momento y aprovechando el hueco para recordar. El café se quedó frío. Una niña, en la mesa de al lado, con el uniforme del colegio de pago, coloreaba unicornios. Sus padres fumaban fuera, se reían. Ella estaba muy seria: no quería salirse de las líneas. Miré el reloj y seguí pensando. Poco después de aquel concierto, Amy Boone sufrió un accidente y la carrera de la banda, que había empezado fulgurante, esprintando desde el primer instante, se detuvo en seco: se torcieron las líneas. Un año después, en 2016, la gira de despedida de Richmond Fontaine pasó por Barakaldo, dentro del programa del festival BIME. No es la misma banda, pero tienen mucho en común. Willy Vlautin escribe las canciones para ambas. También comparten batería, Sean Oldham. Tres años más tarde, por fin, llegaba el momento del regreso: las líneas se encontraban. The Delines habían vuelto a principio de este año. Después de cruzar el charco varias veces para recoger halagos y llenos en el Reino Unido, por fin se escoraban un poco más al sur. Pagué el café, le guiñé un ojo a la niña, que ni se percató, y salí a la calle. Si me dio tiempo a ver que el unicornio le había quedado colorido, que las líneas no fueron capaces de frenar su pulso. Camino del Antzokia, hice el mismo ejercicio con la banda que acompañaba el regreso de los Delines a Bilbao. Mientras caminaba y fumaba, buscando el abrigo de los alares, intenté hacer memoria: ¿Gacela Thompson? ¿Todavía existen? Los recuerdos eran vagos, tan bajos como los techos del Edaska, local de Barakaldo donde recordaba haberlos visto por primera y última vez. Los años se me escapan, los dedos de la mano igual no me llegan, las líneas se retuercen como las raíces de un árbol. Solo recordaba, como si significara algo, que el guitarrista de la banda, en aquella ocasión, nos recomendó que leyéramos un libro. No recuerdo el título, pero sí que era de Steve Earle. Ya veía los plátanos centenarios de Jardines de Albia, cuando, por la esquina contraria, aparecieron dos amigos con los que no contaba. Nuestras líneas se cruzaban. El unicornio quedaba, con buen trazo, dibujado en las huellas que fuimos dejando.
Ellos
Los Gacela Thompson presentaban disco y también, al parecer, defendían su regreso. El disco, homónimo, ha visto la luz este mismo mes de octubre y, para presentarlo, se lo repasaron casi entero o sin el casi. Actuaron sin percusión pero con persuasión. No contaban ni con batería ni con bajista, pero la base, rítmica o no, la permutaron con el trabajo conjunto de ambos guitarristas: uno de pie, otro sentado; uno delineaba, el otro hacía malabares. Junto a ambos, violinista; cantante a cargo de las partes vocales, las presentaciones y diálogos; y, como acompañamiento, un par de invitados que participaron en dos momentos concretos: en "Get Off the Blues", Pablo Almaraz, reconocido armonicista local que ha colaborado con más de una banda, se subió al escenario; en "Guilty Again" se incorporó Javier Zaitegi, aún recordado por Dinamita pa' los Pollos. Entre Zaitegi y la vocalista de Gacela Thompson, se marcaron un dueto al estilo de George Jones y Tammy Wynette, sin esconder la historia personal que arrastraban esto dos. Conversación con aire country-western que satisfizo a banda y público. Al retirarse, Zaitegi lo dijo bien claro aprovechando el micrófono: "¡Gacela Thompson, un secreto a voces!" Carlos Beltrán, el guitarrista que permanecía de pie, figura histórica de los sonidos más puros del rock and roll en la ciudad, aprovechó para deslizar una broma: "por fin ha podido entrar a un concierto gratis, con el dinero que se deja", dijo en referencia a Javier Zaitegi y, en lo que me corresponde, puedo dar fe de ello, porque es habitual verle, solo o acompañado, apoyando la escena local con su actividad como público, algo que se agradece y que merece quedar aquí por escrito. En lugar de Almaraz, la armónica la sopló la vocalista en "Drifting Love", donde también hizo coros expresivos Beltrán y Yahvé M. de la Cavada, el guitarrista sedente, se lució con las cuerdas de su guitarra. "Perfect Town" la dedicaron a alguien que tiene, al parecer, siete años, y sonó reposada, delicada, como gran parte del repertorio que presentaron esa noche. En disco, con batería y banjo, la canción gana, pero no desmejoró en directo. En directo, a mi oído le gustó la forma en la que juegan con la demora, los momentos en los que las canciones parecen sostenerse en un suspiro, un débil y vulnerable pálpito. Lo hicieron en "Never Let You Go" y en la última, "Nobody Cares for Me", donde se despidieron brindando con el público: "por vosotros y por vosotras", dijo la vocalista, y alzó el chupito al aire antes de volcarlo en su garganta.
Salimos a la calle, el fresco en suspenso, para contentar el vicio y contarnos la parte más vulgar de nuestras vidas. Y, sin prisa pero con ganas, vuelta a subir las escaleras. Los próximos son de Portland, Oregón, sí, pero tienen tanto de allí como de todo el territorio del Oeste. Desde las Cascadas hasta el hoyo de Kilbourne, su recorrido musical abarca el ancho de la geografía del Oeste más occidental. Alcanza, de hecho, lo universal. Sin exprimirse, con naturalidad, conseguirían conquistar una sala que, por momentos, en tinieblas, parecía actuar como escenario palmario de un mundo de ficción inabarcable.
The Delines empezaron con "Eight Floors Up", canción de su último ep, el que traían como recompensa para todos los que se acercaran a la mesa del merchan. Se subieron con ganas, sueltos y predispuestos, organizados en simetría, con Amy Boone y David Little, bajista que con su presencia le pone ironía al apellido, y Sean Oldham al fondo, ocupando la parte central; en cada esquina, por un lado Willy Vlautin, guitarra, coros y sonrisa inquieta, y en la otra Cory Gray, multinstrumentista sonriente y agradecido que se dedica, aquí, principalmente a teclados y trompeta, instrumento, este último, que a veces capa con sordina y otras no. El estribillo sobre el que gravita esa primera canción, "gimme my shot now", parecía una promesa que cumplían desde el principio: era lo que quería el público y nos lo iban a dar. Amy Boone, serena, recóndita y luminosa, se lucía con la segunda canción, la primera de su nuevo álbum, una "The Imperial" en la que la mezcla de tiempos verbales descubre ese juego de posibles y utopías que tan bien describen las historias anónimas que desentierran estas canciones. Tras "Lately I've been going down", llegó una "Waiting on the Blue", estoica y conmovedora, en la que la voz de Boone y el eco de las guitarras, acompañadas por el colchón de los platillos y la reverberación de la trompeta, se compenetraron para convertir en algo tangible la abstracción del dolor. Los ojos de Amy Boone se humedecieron, su rostro se acorazó, le salía el corazón por la garganta y se pudo percibir, entre otras cosas, por el abrumador silencio que les regaló el público para que la música se mediatizara con validez. En ocasiones, se oía la máquina de hielo en la barra, el click que anuncia que una cámara se dispara, la respiración acompasada del que te acompaña: el silencio se respetaba y se convertía en una hoja en blanco. Para compensar el énfasis, la siguiente fue "That Old Haunted Place", donde la determinación, hecha azote en voz e instrumentación, se enfrenta a los fantasmas del pasado. La letra me lleva de regreso a aquella "A Girl in a House in Felony Flats", de los comienzos de Richmond Fontaine, en el álbum Lost Son, y aquel poster de los Minutemen y aquella chica sin voz... todo regresa para romper el silencio años después. Otra chica, esta con nombre, protagonizaba la siguiente historia cantada. Boone pidió permiso para contarnos su historia, y prometió que aquella noche íbamos a reír y llorar. Y fue ella la que tuvo que reírse cuando el público eligió lo primero antes que lo segundo. Insistió: "Anyway, let me tell you a story". Y con pulso firme y contraste de sentimientos, se lanzó a contar la historia de Holly. Siempre sola, antes incluso de acabar herida y desesperada en El Paso, la de Holly es otra historia ténebre y con fibra, directa y sin paños, que solo la música consigue apaciguar y aliviar. Recuerda a Allison Johnson, protagonista en el álbum Post to Wire y en la novela Northline. Antes de The Delines, Willy Vlautin ya construyó sólidos personajes femeninos, tanto en sus novelas como en sus canciones: ahora son Holly y Polly pero antes fueron Allison, Ruby y tantas otras sin nombre que aparecían y desaparecían en las canciones de Richmond Fontaine. En esta, destaca cierta ventura apacible que se les escapaba en los coros, en las progresiones equilibradas, era como si quisieran fortalecer la esperanza que se escabulle en la letra. Holly resiste, Holly insiste, Holly existe. No hay descanso aunque reposen brevemente tras cada canción y la siguiente es del disco anterior, el que les descubrió para el público hace cinco años. La historia en "Colfax Avenue", inquieto duelo entre la batería imperturbable y el nervio contenido en la voz de Boone, cuyas sílabas estiradas en el estribillo parecen dibujar el trasiego de la protagonista, recuerda a Leroy Kervan y Pauline Hawkins en la novela de Willy Vlautin The Free. Una mujer deja una nota a su marido y sale en la madrugada fría de la ciudad para buscar a su hermano, veterano de guerra, perdido y herido, por los bares y locales de la calle Colfax donde aún le dejan entrar. La historia y la canción caen a plomo, como si ellos mismos estuvieran quitándose un peso de encima.
Respiran después de terminarla. Boone aprovecha y llena el hueco: anuncia que tienen pensado grabar en febrero, y la primera fila aplaude, por lo que quieren probar temas nuevos con nosotros como conejillos de indias, lo que no parece importarle a nadie. La nueva le da mucho espacio al teclado, luego me dirán que se titula "Hold Me Slow". Tras pasar el examen, regresan a su último disco y arrancan con "Where Are You Sonny?", una nueva balada en la que las guitarras, la trompeta y el teclado atavían el desarrollo de la canción. La canción, eso sí, se abre con instrumental cosida y con intercambio de posiciones: Boone se sienta detrás de los teclados y Cory Gray se coloca en línea con Little y Vlautin, acompañando la historia con la melancolía de su trompeta en sordina. "A Room in the Tenth Floor" suena distinta, con una guitarra funky, casi vintage, el bajo en primera línea y la trompeta que completa una canción en la que Boone sigue detrás de los teclados. Cuando se levanta, aprovecha para presentar a la banda, y Vlautin se quita la chaqueta, aún queda concierto, y se aprecia un ambiente distendido, como si estuvieran cómodos, en casa, pero atacan "Roll Back My Life" y vuelve el talento a materializarse en un juego atmosférico con el volumen y el eco, con el hueco que queda antes y detrás de cada nota, de cada sílaba. La intensidad se relaja con "Eddie & Polly". El público disfruta, una chica delante mío baila, como bailan Eddie y Polly hasta que todo se jode porque es fácil joderlo. Boone dijo antes algo sobre el tequila y en el escenario les aparece por sorpresa una botella. Willy Vlautin se encarga de repartir los vasos y los va llenando, mientras Boone lo agradece con educación: "I love Bilbao", improvisa, después de ser incapaz de dar las gracias en euskera, aunque lo intente, y lo que no olvida, es hacerlo después en inglés, aunque no por el tequila, si no por esperar educadamente a que se refrigeraran: "Thank you for your patience", dice, y vuelve a su dedicación. "Let's try a new one", anuncia, y es una con mucha electricidad y ritmo. La siguiente es "Cheer Up Charley" y alguno hasta aplaude. Por alguna razón, quizás por la casualidad de los verbos preposicionales, me recuerda a aquella "Wake Up Ray" que estaba en el último disco de Richmond Fontaine. Hay entusiasmo, inmediato y efímero, frágil, como en casi todas sus canciones. Después llega "Let's Be Us Again", que la empieza el batería sin avisar, sorprendiendo a Boone, distendida en conversación con el bajista. Es el final, aunque todos sabemos que habrá más.
Y no se hacen de rogar para arrancar un bis largo que traerá de regalo cuatro canciones más, cuatro cortes de otros tantos trabajos, demostrando que, a pesar de todo, atesoran ya una colección extensa. Empiezan el bis con Boone otra vez sentada al teclado. Ella misma explican que van a tocar "Wait for Me", la cara B del ep con el que abrieron el concierto. La canción se prolonga en un júbilo afligido en el que no participa la percusión. Cuando la batería arranca, lo hace brevemente, para alicatar el final. La agente aplaude, ansiosa, después de haber permanecido expectante. Durante toda la canción, la trompeta domina la narrativa aunque lo haga con sordina, una vez más. La siguiente pertenece a Kill Switch, el audiolibro que acaba de publicar Willy Vlautin y para el que sus compañeros en The Delines sumaron la música. "When Marlene was Marlene" es uno de los últimos capítulos, que, en secuencia, pone sentido a la historia. Se la dedican a Sean, quien les acompaña encargándose de la mesa y, nosotros que andamos cerca, le oímos perfectamente dar las gracias en euskera.
El concierto lo cierran con un doblete. Dos historias de amor que son más que eso y que se corrigen la una a la otra, perfilando un ensayo sobre lo jodido que es estar solo, tanto como, a veces, estar acompañado. Primero tocan "The Oil Rigs at Night", de Colfax, su anterior disco: una mujer mira el reflejo de las llamas en las torres de una plataforma petrolífera mientras dice adiós a su marido, porque nunca le ha querido, y no quiere hacerle daño, así que, en lugar de confesárselo, aprovechará su turno en la refinería para abandonarlo y romperle el corazón de una manera distinta: "to live without love is easier than lying day and night". El teclado sostiene los silencios, la batería recupera el ritmo, la canción termina con el brillo dorado de la torre de perforación. El contraste llega con la última, "He don't Burn for Me", de The Imperial, donde la historia transcurre al revés, y es ella la que se pregunta por qué él ya no la quiere como antes, y los coches abandonados en la cuneta son una metáfora de las parejas rotas que se traban en la quebrada: teclados, batería frugal, coros como heridas que escuecen, la guitarra que rebaja la fatiga y un estribillo que trunca la remontada de los versos.
Se despiden. En el equipo del bar suena el "Sweet Jane" de Cowboy Junkies. La gente merodea, rodea a la banda. ¿Habrá que esperar tres años más?
The Delines empezaron con "Eight Floors Up", canción de su último ep, el que traían como recompensa para todos los que se acercaran a la mesa del merchan. Se subieron con ganas, sueltos y predispuestos, organizados en simetría, con Amy Boone y David Little, bajista que con su presencia le pone ironía al apellido, y Sean Oldham al fondo, ocupando la parte central; en cada esquina, por un lado Willy Vlautin, guitarra, coros y sonrisa inquieta, y en la otra Cory Gray, multinstrumentista sonriente y agradecido que se dedica, aquí, principalmente a teclados y trompeta, instrumento, este último, que a veces capa con sordina y otras no. El estribillo sobre el que gravita esa primera canción, "gimme my shot now", parecía una promesa que cumplían desde el principio: era lo que quería el público y nos lo iban a dar. Amy Boone, serena, recóndita y luminosa, se lucía con la segunda canción, la primera de su nuevo álbum, una "The Imperial" en la que la mezcla de tiempos verbales descubre ese juego de posibles y utopías que tan bien describen las historias anónimas que desentierran estas canciones. Tras "Lately I've been going down", llegó una "Waiting on the Blue", estoica y conmovedora, en la que la voz de Boone y el eco de las guitarras, acompañadas por el colchón de los platillos y la reverberación de la trompeta, se compenetraron para convertir en algo tangible la abstracción del dolor. Los ojos de Amy Boone se humedecieron, su rostro se acorazó, le salía el corazón por la garganta y se pudo percibir, entre otras cosas, por el abrumador silencio que les regaló el público para que la música se mediatizara con validez. En ocasiones, se oía la máquina de hielo en la barra, el click que anuncia que una cámara se dispara, la respiración acompasada del que te acompaña: el silencio se respetaba y se convertía en una hoja en blanco. Para compensar el énfasis, la siguiente fue "That Old Haunted Place", donde la determinación, hecha azote en voz e instrumentación, se enfrenta a los fantasmas del pasado. La letra me lleva de regreso a aquella "A Girl in a House in Felony Flats", de los comienzos de Richmond Fontaine, en el álbum Lost Son, y aquel poster de los Minutemen y aquella chica sin voz... todo regresa para romper el silencio años después. Otra chica, esta con nombre, protagonizaba la siguiente historia cantada. Boone pidió permiso para contarnos su historia, y prometió que aquella noche íbamos a reír y llorar. Y fue ella la que tuvo que reírse cuando el público eligió lo primero antes que lo segundo. Insistió: "Anyway, let me tell you a story". Y con pulso firme y contraste de sentimientos, se lanzó a contar la historia de Holly. Siempre sola, antes incluso de acabar herida y desesperada en El Paso, la de Holly es otra historia ténebre y con fibra, directa y sin paños, que solo la música consigue apaciguar y aliviar. Recuerda a Allison Johnson, protagonista en el álbum Post to Wire y en la novela Northline. Antes de The Delines, Willy Vlautin ya construyó sólidos personajes femeninos, tanto en sus novelas como en sus canciones: ahora son Holly y Polly pero antes fueron Allison, Ruby y tantas otras sin nombre que aparecían y desaparecían en las canciones de Richmond Fontaine. En esta, destaca cierta ventura apacible que se les escapaba en los coros, en las progresiones equilibradas, era como si quisieran fortalecer la esperanza que se escabulle en la letra. Holly resiste, Holly insiste, Holly existe. No hay descanso aunque reposen brevemente tras cada canción y la siguiente es del disco anterior, el que les descubrió para el público hace cinco años. La historia en "Colfax Avenue", inquieto duelo entre la batería imperturbable y el nervio contenido en la voz de Boone, cuyas sílabas estiradas en el estribillo parecen dibujar el trasiego de la protagonista, recuerda a Leroy Kervan y Pauline Hawkins en la novela de Willy Vlautin The Free. Una mujer deja una nota a su marido y sale en la madrugada fría de la ciudad para buscar a su hermano, veterano de guerra, perdido y herido, por los bares y locales de la calle Colfax donde aún le dejan entrar. La historia y la canción caen a plomo, como si ellos mismos estuvieran quitándose un peso de encima.
Respiran después de terminarla. Boone aprovecha y llena el hueco: anuncia que tienen pensado grabar en febrero, y la primera fila aplaude, por lo que quieren probar temas nuevos con nosotros como conejillos de indias, lo que no parece importarle a nadie. La nueva le da mucho espacio al teclado, luego me dirán que se titula "Hold Me Slow". Tras pasar el examen, regresan a su último disco y arrancan con "Where Are You Sonny?", una nueva balada en la que las guitarras, la trompeta y el teclado atavían el desarrollo de la canción. La canción, eso sí, se abre con instrumental cosida y con intercambio de posiciones: Boone se sienta detrás de los teclados y Cory Gray se coloca en línea con Little y Vlautin, acompañando la historia con la melancolía de su trompeta en sordina. "A Room in the Tenth Floor" suena distinta, con una guitarra funky, casi vintage, el bajo en primera línea y la trompeta que completa una canción en la que Boone sigue detrás de los teclados. Cuando se levanta, aprovecha para presentar a la banda, y Vlautin se quita la chaqueta, aún queda concierto, y se aprecia un ambiente distendido, como si estuvieran cómodos, en casa, pero atacan "Roll Back My Life" y vuelve el talento a materializarse en un juego atmosférico con el volumen y el eco, con el hueco que queda antes y detrás de cada nota, de cada sílaba. La intensidad se relaja con "Eddie & Polly". El público disfruta, una chica delante mío baila, como bailan Eddie y Polly hasta que todo se jode porque es fácil joderlo. Boone dijo antes algo sobre el tequila y en el escenario les aparece por sorpresa una botella. Willy Vlautin se encarga de repartir los vasos y los va llenando, mientras Boone lo agradece con educación: "I love Bilbao", improvisa, después de ser incapaz de dar las gracias en euskera, aunque lo intente, y lo que no olvida, es hacerlo después en inglés, aunque no por el tequila, si no por esperar educadamente a que se refrigeraran: "Thank you for your patience", dice, y vuelve a su dedicación. "Let's try a new one", anuncia, y es una con mucha electricidad y ritmo. La siguiente es "Cheer Up Charley" y alguno hasta aplaude. Por alguna razón, quizás por la casualidad de los verbos preposicionales, me recuerda a aquella "Wake Up Ray" que estaba en el último disco de Richmond Fontaine. Hay entusiasmo, inmediato y efímero, frágil, como en casi todas sus canciones. Después llega "Let's Be Us Again", que la empieza el batería sin avisar, sorprendiendo a Boone, distendida en conversación con el bajista. Es el final, aunque todos sabemos que habrá más.
Y no se hacen de rogar para arrancar un bis largo que traerá de regalo cuatro canciones más, cuatro cortes de otros tantos trabajos, demostrando que, a pesar de todo, atesoran ya una colección extensa. Empiezan el bis con Boone otra vez sentada al teclado. Ella misma explican que van a tocar "Wait for Me", la cara B del ep con el que abrieron el concierto. La canción se prolonga en un júbilo afligido en el que no participa la percusión. Cuando la batería arranca, lo hace brevemente, para alicatar el final. La agente aplaude, ansiosa, después de haber permanecido expectante. Durante toda la canción, la trompeta domina la narrativa aunque lo haga con sordina, una vez más. La siguiente pertenece a Kill Switch, el audiolibro que acaba de publicar Willy Vlautin y para el que sus compañeros en The Delines sumaron la música. "When Marlene was Marlene" es uno de los últimos capítulos, que, en secuencia, pone sentido a la historia. Se la dedican a Sean, quien les acompaña encargándose de la mesa y, nosotros que andamos cerca, le oímos perfectamente dar las gracias en euskera.
El concierto lo cierran con un doblete. Dos historias de amor que son más que eso y que se corrigen la una a la otra, perfilando un ensayo sobre lo jodido que es estar solo, tanto como, a veces, estar acompañado. Primero tocan "The Oil Rigs at Night", de Colfax, su anterior disco: una mujer mira el reflejo de las llamas en las torres de una plataforma petrolífera mientras dice adiós a su marido, porque nunca le ha querido, y no quiere hacerle daño, así que, en lugar de confesárselo, aprovechará su turno en la refinería para abandonarlo y romperle el corazón de una manera distinta: "to live without love is easier than lying day and night". El teclado sostiene los silencios, la batería recupera el ritmo, la canción termina con el brillo dorado de la torre de perforación. El contraste llega con la última, "He don't Burn for Me", de The Imperial, donde la historia transcurre al revés, y es ella la que se pregunta por qué él ya no la quiere como antes, y los coches abandonados en la cuneta son una metáfora de las parejas rotas que se traban en la quebrada: teclados, batería frugal, coros como heridas que escuecen, la guitarra que rebaja la fatiga y un estribillo que trunca la remontada de los versos.
Se despiden. En el equipo del bar suena el "Sweet Jane" de Cowboy Junkies. La gente merodea, rodea a la banda. ¿Habrá que esperar tres años más?
Todos
Tienes, no me digas que no, recuerdos que no has contado antes, momentos que guardas en la memoria, como en los museos conservan cosas, que solo son cosas, en vitrinas cristalinas para que así sean algo más. Uno de los míos es este: Willy se acerca y me dice si me queda alguna moneda. Meto la mano en el bolsillo y le doy lo que tengo. En la rocola, soy yo el que se apoya en el cristal. Las letras me tiemblan y él me dice: "It's time for some Everly Brothers". Alguien, desde nuestra mesa, aplaude. Nadie ha terminado su plato. Algunos bailan, otros hablan, todos parecemos muy felices. Willy me guiña un ojo y se marcha a la barra, donde ya prepara dos vasos de chupito su amigo el camarero. Estamos en el Halfway Club, en Reno, Nevada. Los campos de alfalfa convertidos en terrenos asfaltados, garajes, gasolineras, tinglados abandonados. Salgo fuera a fumar y la oscuridad lo transforma todo. Solo, con mi imaginación, entro de nuevo en el libro, The Motel Life, donde por primera vez leí el nombre de este restaurante, sin saber que era de verdad, sin saber que, un día, cenaría allí, acompañado por la persona que se inventó a Frank y Jerry Lee. Y se ha inventado a tantos, a todos. A todas y cada una de las personas que han ido llenando sus libros y sus canciones merece la pena conocerlas, desde Allison Johnson hasta Charley Thompson, los buenos y los menos buenos, los malos y los más malos, los vivos y los muertos, los lugares y sus habitantes. La música y la palabra. Aquella noche llegué al hotel, me tumbé sobre la cama, con la ropa puesta, con el día y su noche en transfusión aún, y cerré los ojos mientras me colocaba los cascos. Yo y ellos, tú y todos: niños y niñas coloreando unicornios sin querer salirnos de las líneas. La vida misma y un escalofrío que la recorre, aunque igual era simplemente la resaca.
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