Jueves de curro, te rebelas, cambias
la agenda, marchas al hostal, deshaces la maleta y dices, de la misma, me voy a
la Jimmy Jazz, que me recoja la oscuridad, me alejo del mundanal ruido. Da
igual qué, cómo o por qué, pero para qué lo tienes claro. Ir así de concierto,
como si fueras al osteópata o a la barra de un bar, tiene sus cosas buenas y
sus cosas malas.
Resulta que lo que voy a ver es
el segundo bolo de la minigira que comparten Anari Alberdi y Thalia Zedek. Podría
haber ido a un concierto de folclore kazajo o de versiones de Carlos Gardel a
cargo de un grupo de death metal, daba un poco igual. Pero, si encima, coincide
que lo que toca no desentona, qué más se puede pedir. Mientras iba para allí,
me di cuenta de que seguía el mismo recorrido que hace unos años caminé
acompañado para ver a Christopher Paul Stelling en la misma sala. Y me vinieron
los recuerdos, más de los compañeros que del bolo, que no fue malo ni
olvidable, pero, a menudo, lo humano e íntimo prevalece. Desde entonces, no
volvía a la sala gazteiztarra, que sigue teniendo un encanto particular, un
sonido irregular (depende de dónde y con cuántos, me parece a mí, por lo menos)
y un vínculo sentimental desde aquella lejana vez en la que vi por primera vez
a Wilco allí dentro. Vuelvo a lo que procede ahora:
Poco hay que añadir a sus
nombres, me imagino, para que alguien sepa quiénes son Anari Alberdi y Thaila
Zedek. Son más de 20 años de carrera para la compositora vasca y alguno más
para la norteamericana, cuyo reconocimiento se reparte, a partes iguales, entre
su participación en diferentes bandas y su carrera en solitario, también con un
largo bagaje. En el caso de la vasca, sobresale su carrera en solitario tanto
como las muchas colaboraciones que han jalonado su currículo. Contaban en la
nota de prensa que coincidieron el pasado mes de febrero en un bolo en el
Trinkete Antitxokoa de Gernika. Zedek venía con su banda y Anari tenía allí a
la suya. Hubo flechazo artístico y de ahí nació este proyecto conjunto, que me
imagino temporal pero que, como sea, daba una oportunidad única de disfrutar de
la conjunción de dos proyectos musicales con matices en común y con diferencias
que van más allá de lo lingüístico. En esta ocasión, los acompañantes eran
todos varones: cuatro músicos que actuaron como dando un paso hacia detrás, sin
que con ello perdieran presencia. Ocupaban, a su cargo, los roles de guitarrista,
batería, bajo y teclados. Por lo tanto, en resumen, sumándoles las dos voces y las
dos guitarras de Anari y Thalia Zedek, una banda única de seis miembros con
tres guitarras que conjugó los repertorios particulares de estas dos
escritoras, siempre con solidez y sin mostrar artificio o sobresfuerzo. Por
cierto, venían de colgar el no hay billetes en Bilbao, un día antes, primer
bolo de esta pequeña gira en Euskadi.
No parecía que iba a pasar lo
mismo en Gasteiz. Cuando llegué, aún quedaban entradas. Es más, las puertas aún
no estaban abiertas y los que estábamos fuera nos contábamos con los dedos de
una mano. Esa primera impresión se corrigió poco a poco. Para cuando subió Anari
Alberdi al escenario, en la acogedora umbría de la sala, la platea ya estaba
repleta, la gente expectante y había que apretarse para encontrar un buen hueco.
Pasaban solo 18 minutos de la hora anunciada para comenzar el concierto. Los
cuatro músicos y Anari empiezan la sesión con una instrumental reposada y
nostálgica, con empleo de melódica por parte del teclista, que sirvió de
prólogo, de anticipo, de entrante antes de que la propia Anari presentara a
Thalia Zedek y esta entrara en activo, como sin querer hacer ruido, saludando y
marchando a ocupar su esquina de la que prácticamente no se movería hasta que
no llegó el final.
Zedek arrancó con “Temporary
Guest”. Y así se fue desarrollando el resto del concierto, con las dos
protagonistas repartiéndose los turnos y colaborando, aportando, cuando se
trataba de cantar en el idioma extranjero. A la tercera, empezó Anari con su
repertorio; a la cuarta pidió algo de luz porque no veía dónde puso la cejilla
y, cuando la encontró, el batería arrancó golpeando sus baquetas y gritando
“hiru, lau” antes de que empezaran a tocar “Zubiak”. Seguida, “Aingura
hegodunak”. Y vuelta a la literatura de Thalia Zedek, siempre con la guía de su
simbólica guitarra negra, decorada con una pegatina colorida que rechaza el
fascismo sin usar vocales.
El concierto, en general, se
movió por parámetros hondos e intensos, pero se notó la curva de ascenso, creciendo
en emoción y arrebato. En líneas generales, Zedek aportaba su guitarra a las
canciones de Anari, decorándolas con tonalidades penetrantes y, en ocasiones,
apoderándose de la vida que las sostenía. Por su parte, Anari también traía más
cuerda pero tendía a aportar acompañamiento vocal. En ocasiones, las dos se
giraban, llamaban al aquelarre, y todos los componentes de la gran banda se
acompasaban y colaboraban en un clímax eléctrico y atmosférico. Acercándose al
final, Anari se luce en “Ametsen eraiste neurtua”, abierta a palo con su voz
sobre el teclado hasta que después va rasgando la emoción con embestidas de guitarra.
“Harriak” viene luego, y la tienen que volver a empezar, para terminarla con un
subidón eléctrico que corre a cargo de la pauta de Zedek, excepcional a la
guitarra, con su estilo moderado pero preciosista, simple pero evocador. Nada
parece fuera de lugar. Todo parece un ejercicio de orfebrería. Zedek se luce
con sus dos últimas canciones, “Bend Again” y “Fighting Season”, sin
aspavientos, sin exageraciones, con una sencillez sobrecogedora que aprovecha
para revelar las oscuridades más ordinarias del ser humano. Con dos de Anari,
se despiden a las 22:44, casi hora y media de bolo en la que destaca la
sensibilidad de Zedek y la densidad progresiva de Anari. Las dos comparten esa
expresividad eléctrica que disecciona el alma privada y reclama la necesidad
universal de alivio.
Cuando se van, el público se
apresura a pedir un bis, sin darse cuenta de que Thalia Zedek no se ha ido ni
se han olvidado de ella. Permanece quieta en el escenario, sin decir nada, sin
que los focos consigan arrebatarle una naturalidad y humildad que parece
impregnar de veracidad a las historias que canta. Sola, canta dos más. Ella y
su inseparable guitarra, con el canal abierto desde el pecho, como un
ventrílocuo sereno en busca de catarsis. Diez minutos después de despedirse,
regresan los músicos y Anari Alberdi. Anari aprovecha su camiseta para
invitarnos al concierto de finales del mes que viene, cuando regresará a la
Jimmy Jazz para celebrar un festival junto a Gari, Libe y Jon Basaguren que
buscará recaudar fondos para la lucha contra las enfermedades
neurodegenerativas. Y, cuando termina, dice aio antes de tocar la canción, que
es suya, y rebosa en intensidad y solemnidad, con una progresión maciza, como
toda su música, embelesando con cercanía y con una energía eléctrica que se
apodera de la experiencia. Y hay tiempo para más. Por segunda vez se despide, esta
vez hasta con la mano y la última canción la arranca y termina Thalia Zedek, quien
elige para ello su reciente ”What I Wanted”.
Se despiden con sobriedad, aunque
las dos protagonistas de la noche se abrazan sobre el escenario. No hay bis o
ya lo hubo o si hubo otro al final, yo no lo vi al convencerme, cinco minutos
después de que se fueran, de que ya no iban a salir. Salió la negrura del ánimo
y se aligeró el peso de la gravedad. Las calles de Gasteiz seguían igual de
estrechas y tenebrosas, pero el paso parecía más ligero. Mundos lejanos que se
tocan en ese espacio fronterizo y permeable que llaman música. Historias con
personajes desconocidos, con direcciones opuestas, que se reúnen de forma
maestra en un momento fortuito. Llámalo universal, viniendo de orígenes
particulares. Cuáles serán los bálsamos, que a todos nos duelen las mismas
heridas.
Comentarios