Rock'n'Tegi 2019



El barrio tiene su encanto un sábado cuando llueve y no hay ni cristo por la calle. Los bares parecen patios privados donde entra quien le place y parece que te conoce todo el mundo y si no da igual. El viernes pasado era otra cosa. Hizo bueno, eran fiestas, teníamos nueva edición del Rock'n'Tegi y el cartel tenía su relumbre. La plaza San Luis estaba repleta, la gente sonreía, primaban los colores oscuros de las camisetas y había caras conocidas y otras que lo eran menos. Todos reunidos para ver en directo a dos bandas con un extenso currículo y mucha experiencia que no escatimaron esfuerzos para corresponder al público reunido. 

Abrieron los asturianos Escuela de Odio y lo hicieron a degüello desde el primer tema. Ya venían con la fama ganada pero luego hay que demostrarlo ahí arriba y ellos lo hicieron. Con un sonido limpio y tajante, repasaron su carrera musical, trufándola de proclamas y alegatos que en un barrio obrero como Rontegi sonaban a vocabulario del día a día. No se puede negar que la cuenca minera y la margen izquierda comparten veta, y se agradece que una banda venga, que probablemente no les hiciera falta, con el contexto estudiado para amparar su cultura y respetar la de los anfitriones. Lo dijeron según entraron al trapo: "Los de siempre... con la cultura". Y así al viento, en una plaza que se abre al precipicio y se ve toda la llosa urbana de nuestra tierra férrea, lo de la cultura sonaba tan robusto como luego sonoría su música. Su música sonó a lo que ellos mismos explicaron, al hardcore que es su vida, dijeron, y esos versos y estrofas como alaridos que salen del diafragma y de las entrañas resonaron como si fueran testimonio de vida, a compromiso y sinceridad absoluta. Asturias ardió, Rontegi con ella, y sonaron, entre muchas otras, canciones como "Alerta Felguera", "Si no hay viento habrá que remar", "Este es el momento", "Decisión parlamentaria", "Los de siempre", "Una vida marcada"... No están en orden, pero da igual. Todas permanecen juntas en la cabeza, dejando una sensación general de responsabilidad y vínculo, algo que se agradece en la música cuando supera lo lúdico. Ellos lo consiguieron, como ya he venido insistiendo, y lo hicieron con candidez, naturalidad y humildad, acercando al Langreu a Baraka, regalando una versión del "Zu atrapatu arte" como homenaje y, en general, dejando una sensación de satisfacción y conexión que mezcló lo musical, lo cultural, lo político y lo social con una elasticidad y eficacia innata y fluida. No me ha salido explicarlo de manera menos retorcida, ya lo siento. 

Con un bosque de fondo, humo, algo más rígidos, pero igual de contundentes, Hamlet le tomaron el relevo a Escuela de Odio para seguir por el mismo camino de rotundidad y potencia pero con sus matices particulares. Sonaron más macizos y aglomerados, pero forma parte, entiendo, de su estilo personal, un artefacto de sonido irrebatible y enérgico donde todos los elementos parecen sumarse a un único ímpetu. Sonaron, entre otras, cortes como "Irracional!", "Jodido facha" o "Egoísmo", que la dejaron para el final. También, por supuesto, cayeron algunas de su disco más reciente, Berlín (2018), que sigue la estela de todo lo que hicieron antes: alaridos y voces graves, batería a machete y guitarras como radiales en posición de ataque. Pero hay algo más, composiciones más complejas, como "No sé decir adiós", con una larga intro enigmática y jugando bien con los contrastes y la contención. Las mismas tonalidades inquietantes, que le dan un poso más enriquecido a la canción, se pueden ver en "Libertad", otra de Berlín que también tocaron. Canción, que, por cierto, Molly, el vocalista, le bramó a la cara a los que se prestaban en primera fila. Con una docena de álbumes y treinta años de escuela, los madrileños llevan tiempo roturando la vega del metal y el hardcore le pongas o no un post delante y ahí parece que van a seguir porque se les vio musculados y musculosos, en forma y sin ningún atisbo de retroceso. Molly, de hecho, parece que aprovecha la actuación para ponerse aún más en forma, subiendo y bajando de una pequeña tarima. La rima es fácil: aquí termina el resumen y ellos cerraron el bolo en una hora y media categórica que dejó aparentemente satisfechos a los más aficionados y diría que a los menos, también. 

Quería evitar ser folclórico, que peco de ello cuando hablo del barrio, de sus fiestas y del festival que alberga en la noche del viernes. Tenemos pendiente, por cierto, y parece que quedará para siempre ya, una entrada que resuma la historia de este festival. Probablemente, por caché y currículo de los participantes, también por asistencia y resultados, esta edición de 2019 se aupará a lo más alto de una historia que es corta, local y humilde, pero valiosa y significativa como todo lo que se hace en pequeño y por vocación. Creo que decía Bernardo Atxaga aquello de que al universo solo se llega a través del estrecho agujero de una ratonera, indicando que todo es global pero si empiezas con perspectiva. Pues lo mismo pasa en la vida real, no solo en la literatura. Y, aunque quiera evitar ser folclórico, déjame que me despida siendo localista: fueron unas fiestas de barrio magníficas, como casi siempre, con buen ambiente, todo tipo de actividades, mucho contacto, humanidad y diversión de la terrenal, donde disfrutamos de mucha música, y no toda buena, pero música al fin y al cabo. Me quedo con las ganas de escribir mi crónica del concierto de Bernard Valera, si soy sincero. En otra ocasión. Muchas gracias a la peña que se embarca en estas aventuras y trabaja para que luego vengamos el resto más tarde y lo disfrutemos. 

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