Los Tiparrakers no suelen fallar. Tienen los periodos bien sincronizados; su deporte preferido es esa natación. Cada cierto tiempo, ahí vuelven con el petate lleno de granadas de mano: cada dos, tres años, alimentan al monstruo. Este año, muy al principio, regresaron con nuevo disco, Elige tu camello. Nueve temas nuevos y una revisión de uno de sus primeros éxitos, ese “Demoledor”[1] que le hace honor al título cuando lo cantan en directo, y ya llevan una larga lista de conciertos ofreciéndola en sacrificio.
Preguntados por qué, por qué les dio por grabarla de nuevo, nos dieron una respuesta que tiene sentido y nos sirve de principio para esta entrada: no son una nueva banda, pero algo ha cambiado, y había que dejarlo por escrito, grabado, vamos, que quedara testimonio. Y es que eso es lo primero que hay que decir, antes incluso de empezar a desmenuzar el disco: en año y pico, han jugado a las matemáticas para confirmar que el número de los actores tampoco altera el producto. Empezaron siendo cuatro, pasaron a ser cinco, y han vuelto a cuarteto pero con cambio en la formación. En este disco, sigue Iker en una guitarra y está grabado entre cinco, pero Iker decidió emprender otro camino y, en su lugar, se quedó para seguir siendo cuatro el que en principio iba a ser quinto, un Senén que le ha dado un toque particular, un matiz diferente a la banda. Es algo evidente que se nota desde el prelavado: siguen sonando a los Tiparrakers auténticos e insobornables, pero con un viso distinto, una gama más aguda, la misma cantidad de pelo. Luego nos explayamos para intentar explicarlo, que ésa es nuestra marca personal.
Desde el título del álbum, que también es el de una de las canciones, hasta el resto de los que han elegido para los demás cortes, se desprende cierto aire enigmático y revirado. Échale un vistazo: “Recuerdos de Corea”, “Váter dorado”, “Cabeza de mármol”, “Gafas de oro”... ¿De qué demonios me estás hablando? ¿De Jaume Matas? ¿De Timothy Leary? ¿De Harry Truman? Pues, no, y sí, y no. Luego hablan del “Código del hampa” y de “Doble condena” y te dices, ostia, tú: el crimen y la pena. Pero espera; escucha "El Ojo". Ya te vuelan la cabeza: ¿el panóptico de Foucault? No puede ser. Pues sí, y no, y sí, y no. Los Tiparrakers siempre han sido así, mordaces, a veces explícitos; otras veces, retorcidos como ellos solos. Siempre viscerales y selváticos. En este disco, siguen igual, pero igual más: tiran tierra por encima y luego escarba tú. Lo más directo y explícito en este disco es, por cambiar, la música: una guantada a sotamano que va directa a la chapa de tu mentón. Ya nos estamos explayando, que es la marca de la casa.
Te lo digo desde ya: ninguna canción llega a los tres minutos y alguna ni a los dos. Yo sospecho que es porque es imposible soportar ese nivel de intensidad durante más tiempo. Luego te tiene que explotar la cabeza o el duodeno, lo que sea. La verdad es que, si te escuchas el disco del tirón, te queda una sensación como de acabar derrengado tras desembarcar y volver a embarcar en Normandía, cincelar el Quijote en piedra caliza, en castellano antiguo y sin faltas de ortografía, que ha fallado la lobotomía, vamos. La intensidad es la nueva seña de identidad. Las canciones están cubiertas como de una lámina espesa de energía saturada, una nervadura gruesa y arraigada que, para atravesarla, es mejor que hayas cogido el machete que usas normalmente para desbrozar la fronda. Pero no todo se queda en eso, por supuesto. No es tan maciza la mampostería de guitarra y ritmo. Hay más contrastes y matices en cada canción. Por ejemplo, escucha bien cómo juegan con la expectación y los intervalos en “Recuerdos de Corea”, observa las oscilaciones en “Elige tu camello”, que le aportan un aire delirante a ese corte. Préstale atención al bajo, como un pálpito intenso, en “Doble condena”, una canción compleja, con muchos cambios de ritmo y tonalidades, elástica, rizada, pero, al mismo tiempo, compacta. Hay un fondo a rock and roll añejo en "Su eco" y cierto tizne australiano, casi a lo Wolfmother pero sin artificios, en "Gafas de oro", que tiene hasta un ritmo cadencioso, casi bailable, aunque sea de fondo. El final high energy de "El ojo". Las cajas retumbantes, ejercicio de poder, en "Váter dorado". La rapidez y contundencia, con frenazos cardinales, en "Código del hampa". La licencia histérica del punk súbito en "Cabeza de mármol". Fíjate en todo eso y luego hablamos de intensidad. Los detalles están ahí, presentes y a la vez enterrados, debajo de la potencia contundente, sobreviviendo a esa aplanadora en forma de guitarra arrolladora que le ha dado un fondo casi subterráneo a todas las canciones. Te puedes dejar llevar por lo visceral, la colisión manifiesta, pero las canciones tienen un núcleo más complejo, repleto de pormenores, la ferralla que aguanta una arquitectura sólida y rotunda.
En esa arquitectura, destaca, sobre todo, como han engarzado los dos componentes principales que siempre han destacado en los discos de esta banda: el verbo y el acorde. La manera en que las líneas, estrofas y estribillos, engastan en el chatón de la música es ingeniería civil romana. Hay detalles muy concretos, como la apertura enunciada que arranca “El ojo”, un parlamento crítico que recuerda a los que suelta Iñaki Urbizu "Pela" en Motorsex, recitando con los dientes apretados. También hay frases de sobra para sumar a su colección de sentencias tatuables: "Falsas monedas con caras tristes" y aforismos por el estilo que si se convierten en alegatos definitivos es gracias al estilo vehemente con el que suele pregonar esas líneas un Jon Ander que, hay que reconocerlo, está especialmente inspirado en este disco. “Su eco” podría ser el mejor ejemplo, pero no el único. Retuerce el final de los versos a capricho, expectora palabras, cambia de tonalidad sin dar pistas antes, va de la rabia a la ironía en una sola letanía, encrespando el ritmo de la música mientras cantan, incluso a veces dibuja melodías. A esa habilidad en la modulación, hay que añadirle el jaez de las letras. Todas tienen un aire de resistencia e independencia testaruda, a contracorriente de las corrientes dominantes, sin tenerle miedo a lo que puedas perder en la apuesta. Su estilo personal tiende a las referencias con mucho calado, pero el secreto, en gran medida, reside en cómo juegan con los pronombres y, de paso, con el punto de vista y el impacto de lo que cuentan. Habla él, hablan de ellos, te hablan a ti o a mí, pero nunca queda claro quiénes son esas personas, jugando premeditadamente a ser elusivo y, de la misma manera, concluyente. No sé si tienen mensaje, pero es bueno. Cuesta llegar a él y te obliga a preguntarte más que a aceptar afirmaciones. La sinécdoque en "El ojo": hay miga y orzuelo. "Su eco": mudo y bien alto. Droga moderna, conciencia de clase, irreverencia y crítica social, si quieres, pero con la agudeza del que mira para adentro tanto como alrededor.
El disco lo ha grabado Jon Asier Zubelzu, lo que quiere decir que los Tiparrakers trabajaron en Gaua Estudios. La parte gráfica cuenta con colaboración de Niko Vázquez, decorando el interior del librillo. Pero, sobre todo, hay que destacar la portada de Nuri Draka. Sobre un fondo y rotulado que recuerda casi a la estética 8-bits, se erige la estampa emblemática de un camello, repleto de detalles pixelados y finuras que se prestan a interpretación. Es la mejor representación de lo que viene luego dentro. Y todo: lo de dentro y lo de fuera, el argumento definitivo para convencerte si no lo hicieron ya. Los Tiparrakers llevan años a su ritmo: media docena más o menos de galas al año, disco cada par de ellos, honestidad en la composición, sin paños calientes en la función. Cantan al límite, y ese límite, lo han traspasado en este disco, donde han seguido en el género pero con más genio. Es todo riñón y médula. Músculo y potencia. Fondo y forma. Hay que escucharlo desde la superficie, pero también bucear profundo. Ya lo habíamos advertido: nos hemos explayado. Es la marca personal. La suya: que escupen al hablar. Y sí, ya lo cantan ellos mismos: escupen rock and roll.
[1]Si no lo digo reviento: sí, “Demoledor” suena distinta. La original no tenía tanta bruma, densidad, no sé. La nueva tiene bíceps, otros matices en el tono y las guitarras. El sonido es más compacto. Dura menos: 2:11 contra los 2:18 de la primera que grabaron. Aquella era más carismática, garaje punk de sonido más peculiar. Esa es mi opinión. Ya he dado mucho la caca con aquel Delirio tóxico, pero no puedo evitarlo.
Comentarios