Un BALA perdida



Esto, si te digo la verdad, era para haberlo escrito en caliente, pero me olvidé. Así que voy a hacerlo ahora. Más que frío, gélido. Da igual. Advierto que me voy a perder, pero me la sopla, que esto no va a ir solo de música, advertido quedas. Es Navidad, época de historias nocivas y truculentas. Cuentos con varios planos. Plántate aquí si no quieres sufrir el mismo destino. O quédate solo con lo bonito y, lo demás, lo tragas de un buche. 

BALA es, que me enteré entonces, la feria del libro artístico de Bilbao. El acrónimo responde al nombre en euskera: Bilboko Arte Liburu Azoka. Se celebró el fin de semana pasado en el centro de la ciudad, en una lonja de recuerdo imborrable para muchos autóctonos: la antigua zapatería La Palma. Pall Mall, no es coña, fumaba aquel tío con el que un día terminé la comida de empresa cuando ya tocaba cenar. No sé quién era, qué hacía en la oficina, con quién se llevaba bien, pero los dos fumábamos y coincidíamos en el rellano o bajo la cornisa del portal. Yo era becario y tímido y me senté donde me tocó en la mesa. A él le tenía al lado. Me llevaba un carro de años, se levantaba entre plato y plato para salir a fumar y yo iba con él. Ya no me soltó ni en los postres, ni en los licores, ni en el poteo crápula que siguió a la comida. Hablaba de política, de fútbol, de cerámica y de higiene dental, daba igual. Entre líneas, se leía cierta oscuridad, una mujer, una familia, un pasado, el mismo que deslizaba con escarnio, sin decirlo directamente, de jefes y encargados a los que apuntaba con la barbilla cuando no miraban. Se apagó en un momento, de golpe, como si se le hubiera acabado la batería, y, abrochándose la bragueta en el baño, me dijo, yo me piro, si quieres compartimos un taxi. No sabía dónde vivía. A esas alturas, se me trababan las palabras y la realidad. Pero le seguí. Camino del Arenal, pasamos por allí y se paró en el escaparate de la zapatería. En mi vida había entrado, que yo soy de la margen izquierda, hijo de soldador de la Babcok & Wilcox, pero él parecía ver algo más, como un niño frente a un libro de viñetas. Tras unos segundos, me dijo apuntando al cristal con la nariz: "Esos son unos Bonafé de piel auténticos, ¿quieres un par?" Yo veía docenas de pares de botas que se movían. Me lo pensé y al final contesté: "Pues, no, la verdad". Él fumaba en silencio, con la cara muy cerca del cristal. No sé si miraba zapatos caros o retazos de un  tiempo pasado en el que él debió acostumbrar a calzarlos: "Pues yo sí," murmuró al final. Y entró dentro. Me quedé allí quieto. Luego levanté los hombros, supongo, y aproveché para irme de allí. Déjame, ya me has dejado, que te cuente esto y no te hable de música porque parte del encanto de la experiencia dominical del fin de semana pasado fue entrar ahí dentro, pasear por el abandono recuperado, buscar huellas, intuir historias, apoderarse del espacio que no del tiempo: tres pisos tiene la lonja porque en el último estaba el baño y hasta allí subí con la niña que quería hacer txisa, por eso lo sé. Y, espera, porque había escaleras que seguían subiendo. Escaleras con vértigo, pasillos, muchas puertas, rincones, un ascensor o montacargas que quizás hiciera las mismas funciones que los montaplatos en los restaurantes. Moqueta, pasamanos y el escaparate en galería. Mi madre se detenía a mirar las vitrinas cuando pasábamos por allí, que eran pocas veces. El reflejo en su cara hablaba de otras historias, del deseo de que ocurrieran; no tenía nada que ver con el calzado. El fin de semana pasado, el sitio estuvo tomado por libros, láminas, camisetas y hasta cintas de casete. Se cambió la higiene y el adorno del pie por la creación y el oficio. Había hasta bar, el Balabar, que eso está bien. Vendían quiche y ensaladas de quinoa, pero también botellines de cerveza. Ya termino: subí al segundo piso y compré un libro de poesía envasado al vacío que es a por lo que había venido. Con el barullo y el ajetreo me fui sin la revista Manía, que también tenía en la agenda, pero ya nos la agenciaremos. Y con esto y otros cuantos botellines, empezó el concierto, que es, por supuesto, lo que venía a contar aquí.

Los Lazybone Ramblers se acomodaron junto a la entrada del local, frente al piso repleto de puestos y cerca del bar. La gente no dejó de entrar y salir por la puerta durante toda la actuación. Aquello parecía la puerta principal de Almacenes El Encanto en las Navidades cubanas antes de Fidel Castro, en los años 20 o así, por decir algo, o la calle Preciados en la persecución a tiros de El día de la Bestia, pero sin tiros. Vamos: gentío, tráfico, movimiento y ruido. Sin efecto: el concierto no se estropeó. Se hizo un corrillo alrededor de los músicos, como para protegerlos, y la gente fue fluyendo por detrás del dique. Algunos aprovechamos un par de peldaños para verlo desde segunda fila pero bien. A gusto, en familia, con cercanía. Hicimos como una comunidad bien avenida, que si este, que si el otro, que si el de más allá. Iba rulando el refrigerio de vez en cuando, y los comentarios amenos y las sonrisas cómplices. En la primera fila, desatada, bailaba una niña de sonrisa traviesa y reluciente que le viene de solera materna. La madre también sonreía y hasta bailaba con ella. La tía E también. Todo bien. Excepto el padre, más soso, siempre en reposo e intentando, probablemente, escribirlo así de mal ahora. La atmósfera, vamos, era agradable y hasta entrañable: los músicos se esmeraron, las canciones retumbaron por la sala y hasta un espontáneo se unió para tocar la armónica en un par de temas. La gente saludaba a la banda. La violinista, en una en la que no se la requería, se posó cómodamente sobre una columna y charló con alegría con alguna amiga o familiar. Así fue la cosa, como si realmente fuera domingo y los trastornos y pesares los hubiéramos dejado fuera, en el guardarropía. 

Los Lazybone Ramblers son como los Dr Maha's Miracle Tonic pero con dos menos. Y con muchas versiones. Forman la banda tres músicos: ella al violín y coros, él a la guitarra y voces, y, atrás, el de Barakaldo, que le pega a la caja con escobillas, el pedal del bombo golpea una maleta de viaje antigua y tiene una tabla de lavar customizada que, a veces, toca de pie. No hay mucho volumen ni distorsión ni viajes siderales de psicodelia ni pogo ni pago de ace pero hacen lo que hacen con delicadeza, buen pulso y un gusto exquisito para elegir las versiones. Arrancaron con "Mr Moon" y casi cerraron con el "Got My Mojo Workin'" de Muddy Waters. En realidad, se despidieron con una preciosa "We'll Meet Again", la que cerraba Dr Strangelove, la que rivalizó con Lili Marleen. Por el medio, casi como que no quiere la cosa, ensayaron varios temas que estarán en el próximo single de la banda paralela, con cinco miembros, la que ya hemos mencionado antes. En concreto, que no fueron todas, la versión que hacen de The Modern Mountaineers y otra que tampoco es de ellos, que cantaba el otrora ídolo de adolescentes Ricky Nelson en la película Río Bravo, "Cindy" se titula, y que David, vocalista, ha convertido ya en tradición el presentarla como "una de vaqueros". No fue el único ataque de cinefilia porque también se marcaron el "Put the Blame on Mame" de Anita Ellis que, por supuesto, es también de Gilda, es decir, de Rita Hayworth y me voy quitando los guantes largos. El "Be-bop-a-Lula" de Gene Vincent también.

Y así echamos el día. Entre dale al swing, dale al boogie se nos fue la mañana. Luego unos pintxos, metro de vuelta, que me tomo un café y para casa. Qué sencilla y mullida es la vida cuando sale un domingo sin lluvia, te ponen música, se alinean los astros, la niña baila y a la mañana siguiente en el curro ya se te ha olvidado todo y quieres más. Hablando de curro. Y de más. ¿Te lo preguntaste? Igual no, pero te lo cuento yo igualmente: a la mañana siguiente en la oficina, dudo de que alguien rindiera ni hiciera nada de provecho. Todo el mundo estaba como mutando. Los que se dejaron atrapar se arrastraban por los rincones. Los que se fueron a tiempo, se tomaban revancha: cantaban villancicos, comían polvorones, tocaba los. Pall Mall no apareció en los turnos de fumar. Ni en el primero ni en el último. Tampoco en el café. Le pregunté al portero por él y también subió los hombros. Fue al mediodía, cuando intentaba tragar un pintxo de tortilla en la terraza del bar de enfrente que le vi, allí, posado en la puerta del edificio, debajo de la cornisa, fumando descreído y mirando al infinito. Mirada cansada, media barba, el pico de la camisa por fuera, tenía unos mocasines viejos con las puntas gastadas. No llevaba puestos los Bonafé de piel auténticos. Le saludé de lejos. Me guiñó un ojo, sin ganas, pititaco a la colilla y se cuela por la alcantarilla. Y entró para adentro. No le volví a ver. Al volver de Navidades, yo dejé el curro. Muchos meses más tarde, en la cola del médico, me encontré con un antiguo compañero de aquel trabajo que aún seguía allí y, según él, todo seguía igual, para qué cambiar. Fuimos a desayunar, que ambos llegamos en ayunas. Tras recordar viejos tiempos, repasar otras amistades, refrescar anécdotas  y compartir información actualizada que a los dos nos importaba una mierda, le pregunté por él: "Oye, y... qué fue del tío aquel que trabajaba en administración o algo así, uno que siempre vestía trajes de poliéster, que fumaba como un carretero y que no hablaba casi con nadie..." Cara de asombro. "Sí, hombre, que jugaba a las tragaperras y le colgaba el llavero por el bolsillo del pantalón." Me miraba como si fuera a robarle. "Ostias, que se sentó conmigo en aquella cena de empresa, el año en el que tú te escoñaste por las escaleras del baño, sí..." Que no, que ni puta idea, que no sabía de quién le estaba hablando. Me quedé blanco. Lo último empecé a decirlo como en voz baja, como sin querer decirlo: "Que sí, hombre, el de..." Y él me interrumpió, mirando el reloj: "¿Con traje, fumar? No caigo. Oye, yo me tengo que ir..." No le hago caso y termino la frase que había empezado: "... el de los zapatos Bonafé." Se termina de beber el café: "¿Bonaqué?" Buona sera, peña.

Comentarios