Bajando las escaleras, les dije: "Esto ya ha empezado, no se oye ni un alma." Y así era, íbamos como Queequeg, Tashtego y Daggoo, de resaca por los muelles caliginosos de un puerto decimonónico. Ya había empezado el sarao y Olabeaga se veía más noruega que nunca. Hacía frío hasta en la puerta, pero eso me pasa por llevar chamarra vaquera, que en una de estas salí a echar un cigarro y solo de ver a la peña dentro, calentita y bailando, entraba más frío. A través de las cristaleras empañadas, parecían calamares fresa en un acuario gigante, calamares de esos fluorescentes, digo, como en la película Sing, que sí, es de dibujos, pero me la conozco de memoria porque mi hija me ha hecho verla tropecientas veces. ¿De qué estábamos hablando? De esto, perdón: la fiesta de Aki Hay Nivel y RockinBilbo. No sé muy bien qué celebraban, pero bien que lo celebraron con un triple concierto, entrantes, primer plato y postre, que incluía a Mud Candies, The Daltonics y Micky & The Buzz (la negrita la dejo para más adelante). Todo en la Nave 9, junto al, o mismamente en el Museo Marítimo de Bilbao. No sé si estábamos invitados, pero fuimos en cuadrilla, que tres ya da para ello, pagamos nuestra entrada, y nos apuntamos a la fiesta. Como no tengo conciencia ni memoria, voy a contarlo aquí sin objetividad, de manera fragmentada, y con menos boato y ornamento del que usó Herman Melville para escribir Moby Dick, aunque ya haya mencionado a sus arponeros en la segunda línea y por hacerlo voy a seguir escribiendo con uno incrustado en el remordimiento.
Mud Candies hicieron una cosa extraordinaria que a mí me apetece recalcar: se impusieron por encima del ruido y el murmullo, y sin bregarlo, con naturalidad. Tiene más mérito aún porque salieron a palo. Bueno, instrumentados iban para un rato, como siempre: xilófono, ukelele, guitarra, percusiones menores... pero estaban solo dos, la voz y las cuerdas, y cantaron con desabrigo canciones que, normalmente, visten con más paño. Y, aún y así, aunque para oírlo bien hubo que ir buscando hueco donde no lo había y apretujarse cerca del escenario, al final, se impusieron. Y eso da aliento, ganas de aplaudir. Creo que, además, esto se convierte en un argumento aclaratorio: si las canciones funcionan con más o menos ropa será porque son buenas; porque, además de ritmo, tienen melodía y armonía. Si tienes oído, hasta puedes cantarlas en la ducha y funcionan. Ganó la música, en resumen, y a mí eso me emocionó un poquito; tampoco mucho, no te creas, que prefiero hacerme el duro, pero sí, tenía que decirlo. En un plano más profesional y distante, pues sí, "Life Goes On" es ya una apuesta segura. La versión del "Demon Kitty Rag" de Katzenjammer, con las notas coloridas y delicadas del xilófono puede considerarse ya un clásico irresistible. Puedes levantarte una mañana de resaca con el timbre vivo de las láminas grabado en la retaguardia de la conciencia y no ser capaz de quitártelo hasta que te lobotomizan. Pasa, dicen. Para la ocasión, también destacó otra versión, el "No diggity" de los Blackstreet que yo no les había oído aún. Dulcificando el rapeo pero sin perder la fuerza, hicieron honor al estribillo, que no deja lugar a dudas. La verdad es que, como ya he dicho antes, a mí me parece que funciona. En formato dúo, tercio o big band, da igual, las canciones se sostienen solas, ellos las decoran con buen gusto y, además, la cantante ha crecido en cuajo y carisma. Ahora, además de oírla, tienes que interpretarle la mirada, que acompaña los versos con una expresividad que le da aún más poesía y lustre a las canciones.
Los siguientes tenían ganas de empezar. El batería de The Daltonics, que aceptó bromas sobre su camisa sin alterarse, ya azuzaba al público antes de empezar. Se subieron y como que se les veía ansiosos, con ganas de montarla parda, que es lo que hicieron. Hicieron magia también, porque tan cercanos se mostraron, tanto interactuaron con el público, que desapareció la tarima del escenario. Estaban a la altura del público, aunque fuese en espíritu, y eso se agradece. Les falta un único salto al vacío para llegar al arrebato, pero se quedan muy cerca: soplan silbatos, lanzan calcetines al público, discuten sobre autopistas, sacan un portero automático y todo el rato, de paso, hacen música. Con sentido del humor, empuje y estribillos expeditivos. Sin pavoneo ni socaliña, para el niño y la niña que se quieran divertir y de paso ver la vida con la claridad que da la sorna y la chanza. Ahí tienes: rimas asonantes y consonantes con acompañamiento de blues para paliar las penas y pesares. Versionearon a Dr Feelgod y a los Sonics y se repasaron su disco de 2018, del que hablamos por aquí, y que da caña en plástico, así que puedes imaginarte en vivo. Aunque, también es cierto, resultó muy prometedor que una de las canciones que más enganchó no estuviera en ese elepé. "Viudas de Epalza", si ese es su título, fue epatante. Más aún cuando llegaba tras el clímax definitivo con "A tu bar," canción que ruge y muge; urge que estos tíos sigan grabando y que los prescriban antes que la fluoxetina. Han superado la pérdida de su bajista, al que recordaron en directo, así que deberemos seguir confiando en que llegará más.
Más temas, según se dijo por allí, y propios, tienen y están listos para grabar la que fue, el viernes, la tercera banda en discordia. Postre para la ocasión. Micky & The Buzz, la enésima promesa del rockabilly bilbaíno, aunque ninguno de ellos sea precisamente un recién llegado, demostraron por qué han creado expectación casi sin arrancar. No es de extrañar dada la combinación entre talento instrumental y la voz y personalidad en directo de una Micky Paiano a la que no le hace falta la pose ni el requiebro para dejar engatusado al público: su voz y la fuerza y genio para usarla son más que suficientes para alargar el efecto. Arrancaron en instrumental sus compañeros, que no le van al rebufo ni son mera consorte, y luego se subió ella. Así hicieron rock del proto, al que luego se le han ido añadiendo con los muchos años coletillas, por delante y por detrás: base rítmica uniforme pero rotunda, punteos trasparentes y riffs con el meñique, adobo de saxofón, y muchas melodías para tatuarse. Así de a gusto se pasó rápido el asunto. En un instante, se soltaron docena y pico de versiones bien traídas y ejecutadas y la gente bailó y disfrutó con las creaciones de Wanda Jackson, Stray Cats y yo qué sé qué más. Más se pedía, pero no hubo.
Hubo desalojo: para fumar, volver a las cenas de cuadrilla y empresa, echarse a la mar, volver al hogar o emigrar a otro bar, donde fuera o lo que sea que hicieron todas las personas que durante unas horas ejercieron de aforo repleto. Nosotros nos fuimos, en el paquebote del metro, para nuestro puerto fabril, donde nos fían en las tascas y la cosa se alargó peligrosamente. Más de lo debido, si me preguntas, pero es lo que tiene un buen concierto triple, que te repite toda la noche y el reflujo te obliga a pedir más y más hasta que ya no riges ni distingues y te traga de un bocado la ballena blanca del siguiente amanecer. Maldigo el día en que la leí por primera vez, por favor.
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