Pavlov, Rizzolatti, Said, Bubka, Proust... y Chang



Si se me permite el comentario, fue un placer asistir, por primera vez en mi vida, a un pase privado. Estoy de coña, por supuesto, pero el humor nos debe servir para situaciones así, ¿no? Ir a un concierto y encontrar huecos de sobra para verlo desde ángulos distintos es, o puede ser, triste para las bandas, que seguro que prefieren estar arropadas y alimentarse, de paso, con la energía de respuesta que le da el público. Abajo, también es bueno ser muchos, qué ostias. Pero, buscando lo positivo, a mí me vino de perlas: no me despisté, nada me molestó, cuando fui al baño fui en línea recta; y, de vuelta, la barra siempre quedaba cerca y accesible. No estuve solo, por supuesto, no exageremos, pero hubo poco público. Había mucha oferta ese fin de semana y, además, no podemos olvidar que la peña, los viernes, a veces, solo a veces, hace otras cosas además de asistir a conciertos. Ante todo, libertad. Yo me alegro y me alegraré en el futuro, lo sé, de haber estado allí. 

Me alegro y me alegraré en el futuro de haber estado allí porque el concierto reunía a dos de las mejores bandas que tenemos por estos lares, en directo, pero también cuando se encierran en estudio. Tocaban, además, en El Mendigo, donde se ha recuperado la música en vivo desde hace algo más de un año y ha traído frescura, entusiasmo y diversidad a la escena del pueblo; Barakaldo, por cierto. Si vienes, lo verás, es un garito cojonudo para este tipo de eventos: diáfano, ancho, cerca del centro. Y lo oirás: hubo buen sonido, y el mérito recae en ambas bandas y también en el local. Me las he arreglado para ir diciendo todo esto sin mencionarlas, ¿verdad? Ya les toca, vamos a ello, turno para las dos bandas, pasadas por el tamiz de nuestra subjetividad:

Pomeray, la primera. Luego nos contaron que les falló el equipo, que no pudieron probar bien, que les faltó el calentamiento anterior y que no estuvieron cómodos en ningún momento. Pues, joder, más mérito aún, porque abajo no se notó nada: se les vio esmerados, competentes, como siempre, y rotundos. Se les escuchó igual de bien, que es lo importante. Salieron a por todas encadenando sus primeras canciones, partiendo de su último y recomendable disco, Raro, y viajando al anterior, XXIII.   "Al tiempo" sonó mayúscula, como un aviso a navegantes: no es fácil hacer buenas canciones, pero se hacen, consiguiendo distintas tonalidades y cadencias en un solo intento. Lo mismo demuestran en "Tic Tac", una canción con un riff de guitarra que podría coger una banda que imite a los Arctic Monkeys y destrozarlo, pero ellos no lo hacen; lo calzan con elegancia y lo elevan con soltura. Voy a cambiar al presente para darle más mordiente a mi resumen: se sube David Hono, de Sonic Trash, para tocar "Luminosa" que no es de ellos, sino de Lagartija Nick, banda de cuyo repertorio también arrancan otra, "Inercia", que ya casi es un clásico tan de ellos como de los otros porque la vuelven propia con respeto y convicción. Cuando vuelven a lo suyo, recuperan "Delirios de un marciano neoliberal", que, según ellos mismos, va de marcianos y política, la misma mezcla, casi, que parece poseer "Europa". El bajo retumba en la apertura de "Forastero" y te sujeta en la deriva de una canción arrolladora donde el estribillo es magnético y sugestivo: "Tú ves poesía, ves la luz". Lo escribo y es como si lo oyera de nuevo, como si estuviera en Riazán y el cabrón de Pavlov me estuviera poniendo filetes de ternera en el hocico. Segrego, y perdón por la efusividad. No acaban, que podrían, con "Forastero". Lo hacen con tres temas que no le van a la zaga a lo nuevo que han grabado: "Perro", "Bilbao XXIII" y "Big Bang", zas, "todo un huracán", como cantan ellos mismos. En la segunda, tienen hasta espontáneo porque se sube, sin hacer ruido, por un costado, Iñigo, virtuoso batería pluriempleado que, entre otras cosas, tocó con ellos y ahora lo hace en un proyecto paralelo que incluye a Asier Pomeray, cantante de la banda protagonista: My Bastard Friend, aunque suene feo aprovechar esto para decirlo aquí, es recomendable desde ya. Iñigo le roba el micro a Gontzal y no desentona, su contribución sirve para subrayar la fibra de la canción. Con la última, la que hace un guiño al nacimiento del universo, ellos destruyen el suyo: la guitarra rasgada contra el pie de micro y el batería rematando a redobles y baquetazos su exhibición de fuerza y empuje. Su rodilla derecha es como un martillo pilón. Jon y yo lo cometamos. A veces, en el disco, se te pasan las costuras y te quedas con el traje, pero, en directo, todo queda al aire, y descubres el hilo y las puntadas de la sección rítmica, el patrón necesario para cualquier sastre, aunque, en este caso, lo que hilvane sean compases. El baterista llevaba puesta una camiseta de Therapy?, pues ahí lo tienes: mejor sus ostias a los parches que la acupuntura, si quieres aliviarte.

Y tras un breve reposo para prepararse, sin avisar, comienza la segunda parte, donde reparte Sonic Trash. Y empiezan con "El caminante" de su disco Látigo (2015). Del mismo, también recuperan "Zamudio Boogie" y "Santo Tomás", canciones con raíces autóctonas que te ayudan a viajar lejos, muy lejos. La primera es contundente, hipnótica, visceral; las cuerdas y la voz trepanan el cerebro. En la segunda, atosigan al batera, que era nuevo, según dijeron, pero salió con vida. Del comienzo al final, esta canción incluye una puto cosmos entero; si no tienes cuidado, te pierdes y no vuelves a la realidad. Da para analizarla largo y tendido, pero si me dejas que abuse de mi habitual torpeza para hacer comparaciones, parecen ir de Jet o algo así de efímero a algo más profundo y permanente como la Casa Usher. Una jodida joya, como mucho de lo que ha escrito esta banda, de la que deberían hablar gemólogos más que musicólogos. Luego volvemos a los elogios. También pescaron en el banco de Hey Chica (2012). De hecho, la que daba título a ese disco triunfó, coreada por alguno en el público. Cinco minutos que empiezan sin prisa pero terminan arrebatándote las caderas (o el cuello, al menos) por insistencia. Para la ocasión, la hicieron efervescente y desafiante en la ejecución. "Roller Jack", "Cabronazo", "Electroidea", todas mantuvieron el nivel y la intensidad de principio a fin. "Totem", que aparecía en un siete pulgadas con el mismo nombre, tiene un sonido misterioso, abrumador y asfixiante, juegan con la distorsión, la repetición y el orientalismo de Said como arma arrojadiza. Son ágiles, los tíos, pasan sobre los géneros como Serguei Bubka sobre el listón. Hay country en un comienzo y rock oscuro en un final, hardcore a lo Black Flag en el bajo y psicodelia en la guitarra, de Australia a Navarra sin parar para mear hasta que no ven las Bardenas por el retrovisor. Te podría pasar una lista de bandas para emparentarles, de aquí y de allá, pero a los que más se parecen es, ya te digo, a ellos mismos. Ahí lo dejo. 

Ya que he hablado antes de Pavlov, voy a cerrar con Rizzolatti. A este le dio por los mono macacos para averiguar lo que acabó por llamarse neuronas espejo. Si un mono veía a otro hacer algo, las mismas neuronas que se activaban en el mono que lo hacía también se encendían en el que lo estaba viendo. Descubrieron la empatía, vamos. Llámalo así, si quieres. Pero lo que habían olvidado es que eso ya estaba inventado: es teatro, cine, arte, la música en directo. Es un espectáculo magnífico cuando tus neuronas se excitan como si estuvieras tocando la guitarra cuando lo único que estás haciendo es ver cómo la toca otro. Por eso me alegro y me alegraré en el futuro de haber estado el viernes pasado en el concierto del Mendigo, viendo a dos de las mejores bandas que tenemos por aquí, tanto en directo como cuando se encierran en estudio, y así ya termino en círculo, repitiendo lo que ya había dicho antes. Y repetiré algo más, sus nombres también: Pomeray y Sonic Trash.


Extra


Por cierto, voy a destrozar un final que me había quedado niquelado, para desnortaros con este apéndice. Me apetece contarlo, acabar con una historia para no dormir. Hubo otra cosa que recuerdo del concierto. Pavlov, Rizzolatti y ahora Proust. El de las magdalenas. Es la pera, por cambiar de postre, como un estímulo, algo que ves, que oyes, que tocas, puede llevarte, transportarte, a cualquier otra parte. Cuando las bandas paraban de tocar el viernes pasado, ya fuera para respirar, beber o situarse, se escuchaba el zumbido estático, el rumor de la electricidad. El eco agrandaba aquel ruido. Sonaba igual que las entrañas de un arcón congelador, como el runrún metálico de un callejón al que da la puerta trasera de un restaurante asiático. Esta última asociación es muy libre, pero por eso he escrito este extra. El ruido que el silencio y el eco hacían tan grande me recordó y transportó a aquel pasillo estrecho entre dos edificios de ladrillo, hace ya muchos años, cuando yo era casi, recordándolo ahora, un personaje de ficción en una ciudad extranjera. Al final del callejón, había una verja, de esas que saltan siempre, en las películas, los supervivientes cuando les persiguen los zombies. También tenían una de aquellas escaleras de incendios, oxidada y recogida, que a mí me hipnotizaba. Al final de ella, en la azotea, me imaginaba una película de Hitchcok o un capítulo de Friends, lo que fuera. Allí quedaba yo los jueves, sin meterme muy adentro, que me daba miedo, a eso de las seis y media de la tarde. Me fumaba un cigarrillo con el pie apoyado en el adobe mientras leía a John Berryman, a Kenneth Fearing o cualquier otra chorrada que me hiciera parecer interesante. Unos minutos más tarde, se abría una pesada puerta de metal y salía por ella, siempre sonriente, mi amigo Chang, con un delantal blanco, veteado de ronchas y lamparones de colores. Con él, por la puerta abierta, también salía un mundo de aromas a especias y aquel zumbido eléctrico que me cautivaba, el mismo que reviví el viernes, por capricho y casualidad. Me encendía un cigarrillo, le daba otro a él, y apenas cruzábamos dos o tres palabras mientras fumábamos de pie. Después, hacíamos el intercambio: él me daba la bolsa de plástico y yo una casete de cromo en el que le escribía los títulos de las canciones a lápiz. El viernes me acordé de aquel jueves en el que yo le grabé un disco de Cancer Moon y él me lo pagó con una ración de arroz con pollo al curry. Él volvía a currar y yo a la luz de la calle principal. Entraba en Chapman's y me ponía a cenar al final de la barra, en un rincón oscuro. Hora y pico después, volvía a aparecer Chang. Se quitaba los cascos y los dejaba sobre la barra, siempre lo mismo. Esperaba a que Clellan le pusiera una cerveza y entonces se volvía y me miraba a la cara. Y yo ya sabía si le había gustado lo que le grabé o no. Aquella noche jugamos al billar. Yo jugaba tan mal que bebía mucho y siempre era el primero en emborracharme. Después fuimos a un concierto, en un sótano húmedo donde había que mear en el patio. A mitad del concierto, me dijo algo así como que los Cancer Moon podrían patearle el culo a la banda que estaba tocando. Qué tío, lo primero que me dijo cuando le conocí fue: "No tengo ni puta idea de artes marciales, pero sí, soy chino". La última vez que le vi estábamos en otro concierto. Había conseguido, por fin, que le besara aquella chica que le gustaba. Yo estaba solo, esperando a que me tocara entrar al baño. Me guiñó un ojo mientras ella le llevaba de la mano hacia la puerta del bar. No le volví a ver. Unos días más tarde, yo me volví, y él se quedó allí, o quizás no, quién sabe. Qué coño sería de Chang. Qué haría con todas aquellas cintas que le grabé. Si le viera ahora, le grabaría Látigo y Raro sin que me lo pidiera, por supuesto, y, a cambio, solo le pediría fumar un cigarro juntos en silencio. Puedo verle diciéndome que Pomeray y Sonic Trash podrían patearle el culo a cualquiera. Qué tiempos, joder, qué divertido y patético era aquello, ser un personaje de ficción en una aburrida novela juvenil. Todo, por un puto zumbido.




Posdata: La fotografía que ilustra esta entrada la tomé, sin pedir permiso, lo reconozco, de una página de Facebook personal. Pido perdón a la persona a quien se la robé, si por casualidad, lee hasta aquí y se da cuenta del hurto. No la menciono por nombre y apellido por si no le apetece que la relacionen con lo escrito arriba, pero si, por lo que fuera, le molestara la apropiación indebida, sin problema retiraría la fotografía e ilustraría esta con una instantánea del callejón de Chang, que no tengo, pero seguro que en internet encuentro mil doscientas cuarenta y siete fotos de callejones idénticos o parecidos. Con zombies o sin ellos. 

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