Las cosas tienen su sitio, ¿no? Los libros en las baldas, la ropa húmeda en los tendederos, los obreros en las barricadas. Quién inventaría el aparcamiento en batería. No puedo ser el único al que le resulte tan frustrante cuadrar el hueco entre ambas líneas. Hay líneas y dibujan sitios para todo. Así que, a veces, también encuentras un placer misterioso y perecedero cuando perviertes ese orden. Aparcas pisando la línea y te dices: que se acabe el mundo, así se queda. La ropa húmeda en las baldas, los libros en los tendederos, los obreros en las barricadas. Qué gozada.
Hubo un concierto muy famoso en una azotea. En la cárcel también, ya lo sabes. En aviones y en la Antártida. Hace poco leía cómo Kim Gordon explicaba lo maravillada que aún estaba por haber visto cantar a Black Flag en una casa de los suburbios. Henry Rollins en la cocina, en la sala de estar, yendo de una habitación a otra. Todo está inventado: el orden y sus perversiones. Hoy hay conciertos en castillos, en la playa, en cuevas prehistóricas, salas de espera y espera que a alguien no se le ocurra hacerlos en el Instagram o algo así, virtual y modernete. La colisión de los órdenes, de los usos y costumbres, de las líneas rectas que se pisan o se saltan. Aunque ya esté todo inventado, la variación nos sigue produciendo un cosquilleo, un gozo confesable.
Todo esto viene a colación, te lo creas o no, por la simple razón de que el martes pasado no tomé notas, que tampoco lo hago siempre, ni con rigurosidad, pero ayuda. Ayuda a que luego cuando venga aquí siga un orden, un procedimiento, escriba con renglones siesos, con el tiento tieso que se espera de esto. Y el martes no hubo orden. Para empezar, fuimos tres y con unas perspectivas, y allí acabamos por ser seis y se desordenó. De pie, al fondo, aprovechando la pendiente, no pude más que disfrutar de la conversación tanto como del concierto. De Evil Mr Sod a Carlos Tarque, hablamos también de Netflix, Joe Cocker, Dan Penn y Tim Easton, de los medios tiempos, los festivales, la autovía del Cantábrico y la cerveza artesana. Sin molestar ni atropellar la actuación. Así que el martes no hice nada mientras The Kleejoss Band tocaban en la explanada o lo que sea que hay fuera del Centro Musical Ángel García Basoco. No hice nada. Solo disfrutar. Disfrutar de lo que ocurría en el orden y de lo que pasaba en los márgenes. Un concierto en un paseo junto a la playa, en pleno agosto, en un día de sol espléndido, con los números en rojo en el calendario y los horarios tornados.
Y es que alrededor del núcleo, que sería el concierto y la música, se disponía y desordenaba una realidad tan excitante como embarazosa. Ocurrían muchas cosas a nuestro alrededor: colisiones, perversiones y variaciones, desalojos de los sitios que tienen las cosas. Era difícil resistirse a la observación de la fauna y me perdí en aquella exposición del caos, del encuentro fortuito pero definitorio entre los ritmos distintos de los muchos individuos que nos reunimos sin concierto en este espectáculo que llamamos vida. Te pongo ejemplos: por delante nuestro, de repente, cruzaron media docena de buzos camino de la playa. Cargaban con las bombonas, llevaban los trajes de neopreno abiertos, mostrando el vello del pecho, rizado y atrevido. Eran de verdad: el vello capilar era la constatación. Más ejemplos: una señora de mediana edad, con un vestido blanco de playa, ribeteado con aureolas en el bajo, fumaba un cigarrillo electrónico y sus nubes de humo químico parecía niebla que caía sobre el valle, llamadas de auxilio en el Mojave. Mi hija, mientras tanto, bailaba cuando quería y cuando no pintaba, perdía a Pocoyo y encontraba a Simón, su dinosaurio de goma. Si le apetecía, sonreía y se colgaba de los brazos de su madre, a la que intentaron robar el banco dos pensionistas aburridas que querían su sitio, aunque tuvieran que recuperarlo a golpe de cadera. Un perro ladraba y otro dormía. Pasaba gente en chancletas, alpargatas de yute trenzado, con los pies descalzos, amoratados por el sol y la arena de grijo. La playa se estaba desalojando y llegaban los usuarios desorientados, como si la música de Kleejoss Band fuera, por un momento, el lamento de sirenas varadas: familias enteras con sillas de nylon, tumbonas de aluminio, toallas de colores chillones sobre el hombro, viseras en la crisma, camisetas de algodón mojadas y capazos de mimbre hinchados como panzas repletas. Pantalones de loneta, pantorrillas morenas, aroma a protección solar y salitre en la epidermis. Un tío se reía mientras miraba al escenario sin dejar de secarse el torso desnudo. Su novia se quitaba la arena de los tobillos. Aparecía gente vestida para un domingo cualquiera en Ibiza, gafas de espejo y borsalinos, blanco de encaje que resalte el moreno y hasta algún náutico atemporal. Un fan de Anuel AA reía a carcajadas después de disparar la cámara de su móvil. Tatuajes en cirílico y hasta una camiseta de los Iron Maiden. Gaviotas, pensionistas, franceses contrariados, la señora del restaurante de la esquina aplaudiendo desde ella. Y, allí, al fondo, ajenos a todo, los cuatro músicos.
The Kleejoss Band ponían el orden: los acordes, el ritmo, la melodía. Ellos eran lo poco que quedaba de ese orden natural de líneas rectas, las del pentagrama. Tocaban junto a la puerta, al final de las filas ordenadas, paralelas, de sillas plegables. Como decía, no podía hacer una crónica como dicen que se hacen. No tomé notas. Estuve más que fui. Pero recuerdo, por ejemplo, que me dijeron que los dos músicos de los extremos, bajista y guitarrista, eran nuevos, que Klee y Joss habían renovado la formación. También que su último disco era más lento, más sosegado. En algún sitio, allá por el invierno, vi que, fuera rápido o despacio, al disco le habían premiado hasta la saciedad, aquí y allá, apareciendo en los puestos de honor de esas listas tan navideñas como el turrón duro. Nosotros aún seguíamos en Villa Modesta. En otro momento, me susurraron al oído: “Esta canción se llama ‘Son of a Bitch’”, así que te puedo decir que ésa la tocaron. Y que terminaron con el “Baba O’Riley” de The Who, aunque por la contundencia con la que repetían el estribillo, podríamos apuntarnos a los que la llamaban “Teenage Wasteland”. Así cerraron un concierto mediatizado por lo que lo rodeaba, donde hubo momentos de hermosura efervescente, júbilos controlados que parecían camuflarse con el paisaje circundante, mimetizándose con los complementos veraniegos. La voz de Luis Kleiser tiene una belleza alentadora y apacible, no se sale de las líneas, no abraza el caos, pero tonifica y punza con una dulzura poco habitual por estos lares. Las melodías de The Kleejoss Band subliman y entusiasman sin buscar el pasmo, sosteniendo la fogosidad, como lo hace Matthew Sweet, por ejemplo, y así nombro a uno al que hace años que no escucho. Con sus gafas de sol, su flequillo anglosajón y su camisa añil desabrochada, Kleiser quedaba a medio camino entre Josh Homme y el Michael J. Fox joven que hacía de americano medio en sus películas de éxito.
Pero, de vez en cuando, también ellos parecían resistirse a las líneas definidas y los órdenes impuestos: llegaban los medios tiempos, los finales instrumentales, los solos de guitarra y la aguja del tiempo apuntaba a lo irremediable. El sol se metía por Peña Cerredo, se acostaba en la cresta del Remendón, se oscurecía la bahía y las gaviotas se recogían en los tejados. Se encendió la iluminación municipal y se acabó el concierto. A modo de despedida, como mandan las convenciones, se aplaudió a la banda. También porque se lo merecieron. Porque mecieron el crepúsculo con sus canciones melodiosas, coloridas y vivificantes, cantadas a la velocidad justa, moviéndose entre el rock clásico, algo de blues, y lo que ahora llaman música de raíces. Rock, sin más aditivos, bien pulido por una colección exquisita de riffs de guitarra que podrías tatuarte en la espalda de tu memoria. Ahora recuerdo que, en el momento, llegué a pensar que, a veces, cantaban con la luz amortiguada que llegaba de la playa, usando las melodías para demorar el cierre de aquel paisaje radiante y estival. A ellos se les veía disfrutar, sonrisas como niños que chapotean en la orilla. A alguno, entre el público, también. Otros, sin embargo, bostezaban, seguían rectos hacia sus pisos de alquiler, arrastraban, con desgana, los hinchables con forma de flamenco obeso. Mi hija buscaba baldosas que salpicaran. Un perro se callaba y otro despertaba. Las cosas buscaban, de nuevo, su sitio en aquel delirio de asimetría, pero nos place eso, romper los moldes, descolocar el orden, remover los patrones: jugar a la ilusión de lo extraordinario, de lo insólito. No es para tanto, por supuesto, mañana será otro día de playa y los conciertos volverán al escenario; los libros a las baldas, la ropa al tendedero y ya.
Mientras pagaba el párking me acordé de todo esto, y eso que aún no lo había escrito. Más ilusión me hizo ver que había aparcado bien, las dos líneas blancas impolutas y las ruedas dentro. Después, ordenado y dócil, me abroché el cinturón, pregunté si estábamos listos, y seguí las líneas del suelo para buscar la salida. Fuera el día se vencía y la gente deambulaba por el paseo marítimo, siguiendo el orden establecido, las líneas maestras de unas buenas vacaciones junto al mar. A la altura de la plaza de toros, ya saliendo del pueblo, miré a la derecha, creyendo que, entre el hormigón de los bloques de apartamentos, aún podría ver la bahía. Quién sabe, quizás alguna de las melodías pegadizas de la Kleejoss Band seguía revoloteando traviesa por las rocas de Ostende, donde, por cierto, la orilla del mar la hicieron a tiralíneas. Pero las cosas tienen su sitio, y, algún día, regresará el mar, reclamando que ahí, la única música la pone él, aunque sea con resaca.
Posdata: La fotografía es de Rickar, se la he mangado del Facebook. Vaya pareja, eso sí que es amor por la música en directo.
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