Hace unos meses, los extremeños Milana regresaban al mercado con un ep de seis canciones al que han titulado Desierto Cicatriz. El disco lo han grabado muy lejos de casa, en Muriedas, Cantabria, en los estudios de Hendrik Röver, quien también se ha encargado de la mezcla y la masterización.
Las seis canciones del álbum las han empaquetado en un arenoso formato ideado por Víctor Sarabia. El desierto gráfico aparece estriado con las fotografías de los músicos. Los retratos los realizó Leo Acedo, mientras que Marta Crespo y Thibault Saintenoy se encargaron de fotografiar el desierto. Lauren Levi hizo lo mismo con la cicatriz. Páramos, heridas y música. Todo bien apilado en un petate que incluye, además, el librillo con las letras, los agradecimientos y, sobre todo, en este caso, un breve texto final escrito en pasado simple y en la tercera persona del plural que termina con una frase cortada por la mitad: “Pero redimidos… al fin”. Y los puntos suspensivos son como un puente de tablas sobre un acantilado profundo. Ese texto final es literario, en un sentido muy concreto. Con cierto tono épico, más que cerrar, abre; regala la posibilidad de repetir las escuchas y hacerlas distintas.
En mi opinión, el disco se puede escuchar como una historia completa, donde ciertos puntos en común, que unen todas las canciones, ayudan a crear un mundo y un imaginario muy concreto y cohesionado. Una historia simbólica, de márgenes escurridizos, que explota las posibilidades de reunir canciones como quien añade capítulos en un libro. De hecho, si pienso y disfruto el disco así, no puedo evitar acordarme del anterior trabajo de Milana, Campo y piedras (2014), y pensar que éste le sigue y le conmemora, convirtiendo lo que allí expusieron de manera más indirecta en algo tangible y real. Me refiero a esto: algunos crecemos magnificando la mitología de paisajes y realidades que nos quedan muy lejos pero que han formado parte de nuestro crecimiento sentimental a través de la cultura más exportable. Vivimos jugando a indios y vaqueros, reconociendo la figura del forajido en el ocaso del desierto, observando el horizonte sobre su caballo. Ese Oeste romántico y simbólico, en realidad, está construido sobre arquetipos que tienen tanto de fantasía como de realidad. Más cerca de nuestra propia experiencia, los lejíos y bandoleros, los mayorales y los cortijos, el campo y la piedra de nuestros propio oeste también esconden historias con las mismas lecciones universales y parecidos personajes que las reproducen. En su anterior disco, Milana explicaba esto. En este, lo demuestran, consiguiendo atravesar las distancias y borrar las fronteras, ya sea entre la música y la literatura, sobre las costuras de los formatos, a través de los océanos y los tiempos, con las letras de sentimiento y las que cuenta una historia a bocajarro. Por todo eso y por cosas más evidentes, creo que el disco se puede escuchar como una historia completa, ya esté ordenada en línea recta o, como decía Stephen en Cat’s Eyes, sobre un tiempo que se construye en dimensiones elásticas. Sin embargo, al mismo tiempo, cada canción de este disco reclama su individualidad; es un organismo independiente, con sus entrañas descubiertas y sus mensajes mascullados. No sé si esto lo hicieron conscientemente, intuyo que sí, pero, a veces, los discos se alejan tanto de quienes los hicieron que se acercan demasiado a los que los reciben, acabando por ser algo completamente distinto a lo que se pretendió originalmente. Y creo que eso es algo bueno.
En resumen, Desierto Cicatriz recuerda, en el concepto y la ambición narrativa, a otro disco del que hablamos aquí, el de sus vecinos Rui Díaz y la Banda Imposible. Recuerda a Los Heraldos Negros (2016) por la profundidad narrativa y el valor instrumental de todos los elementos musicales para articular las historias acogidas en cada canción. Sin embargo, Milana, en este disco, parece empeñarse con más ahínco en maridar ese engranaje narrativo con los distintivos universales, la carga sentimental, el desarrollo emotivo de cada canción. ¿Es éste disco un ejercicio literario que desarrolla la historia de una pareja de bandoleros extremeños que no tuvieron más remedio que lanzarse al delito y, cuando el destino les separa, uno de ellos persigue la redención, intentando sobrellevar, al mismo tiempo, la culpa y la pena? O, ¿es éste un estudio musical del desarraigo, la supervivencia y el afecto? ¿Hablan estas seis canciones de debilidades humanas, de cómo afrontarlas y superarlas, sin recurrir a finales felices e imágenes vacías? ¿Puedes ser tú ese de quien hablan? Los discos artesanos suelen obligar a ese esfuerzo: hay que responder preguntas, hay que colocar las piezas. Pero el esfuerzo suele merecer la pena y poco importa si al final encuentras una respuesta exacta.
El disco se abre con “Balada triste de Cabronías y Muchacho”, y en el título te rescatan un argumento que se irá construyendo con el plural de los sujetos, con personajes que reclaman la empatía del que escucha: bandoleros fugitivos y saltos al abismo que recuerdan a Paul Newman y Robert Redford en Dos hombres y un destino. Kid le dice a Butch, “Well, the way I figure we need to fight or give” y tienen que saltar. No se ve a Burt Bacharach en la canción, eso sí. El final, trágico, se va desarrollando con paso firme en la parte lírica, donde juegan con la perspectiva, los tiempos verbales y los márgenes para dejar la lectura abierta. Y es que, al mismo tiempo, la canción es una metáfora de la amistad, en circunstancias concretas y extremas, pero amistad, al fin y al cabo. Abierta con el mismo riff de guitarra hipnótico que estructura toda la canción, el rumor de fondo de los platillos, el bajo hundido y el eco de los teclados crean una energía viva por debajo de la piel de la canción. Un leve subidón en el estribillo, bien repleto de platillos, da paso al solo de guitarra, como un intervalo de la conciencia, como si la propia canción estuviera respirando. Es un ejemplo de lo que caracterizará a todo el disco: la conjunción armónica, canciones repletas de detalles, brillos escondidos que parecen recalcar, en este caso, el paisaje que rodea la historia. Un grupo de pop, probablemente, hubiera ahogado esa subida excitada de las notas en el estribillo, con los teclados alocados, buscando un clímax efectista, pero, aquí, por el contrario, reposa y se difumina, dando paso, en descenso, a una coda apagada y abierta en el que las campanas parecen anticipar lo que está por venir.
“Querida madre”, la siguiente, si es que existe, que no lo sé, debería encuadrarse en el género de la canción epistolar. Quizás el bandolero que sobrevivió, si seguimos con la historia que percibimos en la anterior, ahora detenido y retenido, comienza su largo camino hacia la redención escribiendo a sus seres queridos. Es la canción más anclada, sujeta, menos salvaje del disco, pero, al mismo tiempo, la más punzante: contrastes y fondo. Una canción dialogada pero con la desesperación de no recibir respuesta, de no saber si quiera si la habrá. Al mismo tiempo, también esta canción ofrece una lectura universal: si antes era la amistad ahora es la familia. Si antes era enfrentarse a la derrota, ahora es reconocer el pasado, aceptar su peso. La canción se abre con una inquietud latente, en la que los instrumentos de cuerda hacen de prólogo. La electricidad entra de golpe, para iniciar carrerilla, y la batería retumba como advirtiendo, la guitarra eléctrica a latigazos. Todos arrancan a una y empieza la conversación. Los teclados realzan y los coros matizan, relativizan lo que se canta: el solo de guitarra se acaba, lo cierran los coros ululantes y el contraste ahonda la postura y profundidad. Los últimos treinta segundos de barullo instrumental iluminan. Es el silencio atronador después de la confesión, la ausencia de respuesta, el eco de la conciencia.
En “Ciudad Redención” permanece intacto el hilo argumental. Si quieres, ya lo he dicho. El que podríamos llamar personaje principal, ya fuera de la cárcel, deambula por una ciudad que no le auxilia en su búsqueda de redención. La perdición se postula. Verbos como “conseguir” o “construir” contrastan con sustantivos más directos como “perdición” y “redención”, jugando a las rimas significativas. Con un ritmo más lento y pesado, el bajo parece representar la pesadumbre interior, el eco de los gritos. La lástima completa la rematan las seis cuerdas. Los teclados ponen algo de esperanza en un estribillo luminoso que trae palabras claves para entender esta historia: “seguir” y “camino”. Se huele y se espesa esa Extremadura de caminos de tierra seca, canchales de piel caliente, horizontes esquivos que ponen a prueba la resistencia y la conciencia. La canción sube en los intervalos cuando la letra se calla, como si la energía estuviera ahí, pero faltara verbalizarla. La versatilidad en la voz y las cuerdas de aire clásico anticipan esa frase definitiva, “Pienso en el camino que debo seguir”, que se repite como una letanía en un enérgico final con los teclados, guitarras y la batería sometiendo la resistencia del bajo.
Cada palabra es cantada con peso y acento en la siguiente canción, “El fracaso del trasplante”. Los versos parecen bocanadas desesperadas. Parece que se busca la evocación más que la enunciación. Más escueta, la letra se encaja en cuartetos de rima sólida: ABAB el primero, una redondilla que no lo es porque la rima es asonante, pero lo parece; y AABB el segundo, aunque esta se rompe en el último verso. Una vez más, sin embargo, hay que escuchar los huecos, el aire quieto entre estrofas que hace respirar a las canciones. Las referencias al desierto y la resonancia de la segunda persona del plural pueden unir esta historia con las anteriores, pero, en esencia, esta sí que desprende un aroma más universal, una esencia más inspirada y figurativa. La imaginería clínica (el trasplante, las heridas, la sutura, las abrasiones, respirar sangre) todo, le da una fisicidad urgente e inquietante a una canción que habla, en realidad, de los disturbios y violencias del ser humano, ya esté solo o en compañía. El plural aquí se puede leer de varias maneras, pero, en cualquier caso, se lee mirando hacia atrás, hacia abajo, como si te invitaran a asomarte por ese acantilado donde descubres, con el vértigo, la profundidad de tu precipicio personal. Abierta por una larga y vaporosa intro de piano a la que persigue una guitarra acústica, la melodía y la melancolía ya no se ausentan ni con la entrada de la electricidad y la batería. Las partes de piano regalan ese toque de hondura que recuerdan a Richmond Fontaine. El eco de la eléctrica ponen algo de luz en la umbría. El toque country de la guitarra al final, antes del último verso, anticipando el regreso del piano y la pedal steel, le otorgan una tonalidad muy rica a una canción que, durante todo la singladura, ha navegado en calma, sin hundirse por la mar serena de la base rítmica.
“Regreso a Desierto Cicatriz” es la canción más tupida y compleja en cuanto a la letra. Tiene una composición robusta, pero llena de grietas por donde huye toda la emoción y la vibración de una historia que habla de migración, si esa es la dirección que quieres tomar y no es una mala lectura en estos tiempos que corren. Se lee y se escucha casi como una distopia cercana al universo literario de Jesús Carrasco, pero también como una historia común, un recuerdo familiar en el que cualquiera que haya conocido el desarraigo puede sentirse representado. Aquí, las penas y heridas son físicas tanto como del alma. Ese crimen que intentan convertir en memoria con la esperanza de que se haga olvido habla de los límites del ser humano cuando has de sobrevivir, justo la palabra que cantada más hace temblar la voz de Aritz Sertucha. Se masca el polvo, se oye el crepitar de la madera en el fuego, el dolor en el estómago. Es una historia abrigada en cada palabra, con versos que van bien unidos y que fluyen con la pesadez del tiempo. La guitarra se toca cortada, como si fueran puñaladas por la espalda, pasos a ciegas sobre la arena hundida. Entra de golpe todo el aparato armónico y se mantiene en una ascensión constante en la que destacan las subidas del bajo y los detalles del teclado. El banjo le da un cariz sugestivo, como si apareciera la inmediatez del presente. El hammond en el estribillo parece el fragor del remordimiento. Acaba todo en una tormenta eléctrica cayendo a plomo; batería y banjo parecen jugar con la providencia de los protagonistas, sin compasión.
Finalmente, “Con la soga al cuello” está cantada a dos voces. Pero antes de que entren, dos apartes instrumentales de guitarra abren la canción. Uno más suave y evocador, el segundo más contundente y enérgico, casi con un aire marcial. Ese contraste actúa como el resumen de lo que ha venido ocurriendo, anticipando el desenlace que está por ocurrir. Con guitarras con mucha nitidez, las palabras se enredan con las cuerdas. Dan ganas de silbar tras la tercera estrofa. La letra es más parca, aunque contiene otra imagen poderosa, la de la soga al cuello, escondiendo una historia de amor que encierra una dimensión compleja. Pero lo que queda más allá de la superficie y el posible argumento es esa impresión de resistencia serena y amarga, desesperada pero obstinada.
Es curioso, creo, como la música del desierto curte las cicatrices. Me explico. Este es un disco de perdedores que resisten, de personajes que lamen sus heridas, de caminos interminables con atajos que acaban en emboscada; es un disco de oportunidades perdidas y amantes separados, de ausencias y partidas, de paisajes hundidos en la miseria de sus moradores. Es un disco, además, que parece mirar hacia atrás, que investiga el peso del tiempo: vuelve, si quieres, al pasado simple del texto del librillo, el que rebobina las canciones. Es, finalmente, un disco que mira hacia dentro, que descubre los pliegues de la piel, la hondura de las heridas. Y, sin embargo, es capaz de trascender la espesa pesadumbre. Vence la luz. Es curioso, digo, porque cuanto más desaparece el hogar más dulce es regresar a estas canciones. Tienen un nervio invisible, un músculo oculto, que activa el coraje y el pundonor que se les escatima a los personajes que cobran vida en este pequeño mundo de seis canciones. Volver a oír estas canciones es como sentarte cerca del brasero en los días de invierno, mojarte los pies en la acequia cuando calienta el sol. La música se incrusta en la cordura de la narración. Los instrumentos se hacen piel, cicatrizan. La música es orgánica. Los fraseos medran en la memoria. Hay algo en el matrimonio entre música y léxico que convierte este disco en un romance eterno, con sus desencantos y júbilos, con su contigüidad y urgencia invulnerables.
Creo, sinceramente, que los Milana no saben que lo han hecho, pero lo han hecho. Han dado con la tecla y la tecla ha dado justo en el centro de la diana.
Creo, sinceramente, que los Milana no saben que lo han hecho, pero lo han hecho. Han dado con la tecla y la tecla ha dado justo en el centro de la diana.
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