Abierto por vacaciones



Se hizo raro todo. Ir de concierto un martes. Un martes de agosto. Hacerlo en Castro Urdiales, con paseo por Ostende y todo. En familia, que no es habitual. Llegar con tiempo y encontrarte a los músicos en la puerta de un bar cercano, justo cuando se marchaban porque faltaban solo diez minutos para empezar, ¿y la media hora de retraso como mínimo, qué fue de eso? Y lo que se hizo más raro todavía: ver que el local, el Centro Musical Ángel García Basoco, en este caso, ya estaba petado, todo repleto de sillas plegables y ocupadas con una audiencia de lo más variopinta. Curiosamente, los que se quedaban fuera, de pie, y miraban de puntillas por la puerta abierta de par en par, si se me permite, tenían más pinta de ocupar primeras filas en otras ocasiones que de mantenerse, normalmente, así, lejos, como viéndolo desde la barrera. Era nuestra primera vez en los martes del Basoco, un ciclo que, según me cuentan, lleva ya como quince ediciones, y que para ésta traía (y trae, aún quedan conciertos en lo que resta de mes) música de raíces americanas a la costa cántabra. Dejar la burbuja estival en la que llevamos atorados cómodamente un par de semanas ya, ese territorio de pantalones cortos, castillos de arena y DouGall’s frescas con los pies descalzos sobre la yerba vino muy bien, para qué nos vamos a engañar. Lo que no me esperaba es que el viejo matadero de la ciudad se hubiera convertido en un espacio preparado para la música en directo. Tampoco que los grandes ventanales y las puertas abiertas, acompañadas de las pantallas que apuntaban hacia la calle, permitiera ver el espectáculo desde dentro y desde fuera. Tampoco me podía esperar yo que me incomodara tanto Arturo Dúo. 

Y es que, en una esquina, allí mismo, habían colgado dos frescos al óleo, o lo que sea, del famoso compositor castreño. En uno de los cuadros, fumaba, si no recuerdo mal; en el otro, miraba al más allá. Él y Ataúlfo Argenta, pianista y director de orquesta, padre del televisivo Fernando Argenta, eran y aún son los dos personajes musicales más famosos de una ciudad que, como puede que sepas, es bonita pero más son las castreñas, quién pudiera ir, quién pudiera ir, a bailar con ellas. Pues fuimos. Y aunque las habría, lo que también encontramos fueron caras conocidas, peña que, como nosotros, estará ejerciendo este mes de veraneantes y se encontraron con esta oportunidad de volver a los usos y costumbres ociosos del resto del año. Digresión: lucho contra la pura realidad, y la dueña del bar donde tiramos las horas con los pies descalzos sobre el verde y bebiendo cerveza artesana de la zona, que ya lo he dicho antes, me chincha con esa palabra. Veraneantes, veraneantes. Lo somos, pero ella sabe que mi tío bajaba esa cuesta montado en su caballo para vender cuatro verduras y luego darle baños de mar en la playa al petiso. En esas montañas, hay historias escondidas de mis antepasados. Mi familia aún vive dentro, en el valle. Y, aún y así, sí, veraneante, por mucho que, para la ocasión, y siguiendo los mandamientos de Iñaki Sixx, dejamos los pantalones cortos en casa que el rock and roll manda etiqueta, tanto arriba en la peana como abajo en la platea. Fin de la digresión. 

Ni Arturo Dúo ni Ataúlfo Argenta, a quién íbamos a ver en directo era a Santiago Campillo.

Y Campillo, cargando con su guitarra, y sus dos compañeros, uno a la batería y otro al bajo, se subieron puntuales y arrancaron con boogie y rock and roll. “Sábado a la noche” corrió por la habitación como la pólvora arde cuando encienden la mecha. Se les notaba algo expectantes, como reticentes, con Campillo escondido tras las gafas de sol y una más de sus vistosas camisas. Pero no tardó en quitarse las gafas. La música les rescata. Da igual que la gente estuviera sentada, que Arturo Dúo les observara con el ceño fruncido, que el viento entrara húmedo por las ventanas abiertas. “Carretera sin final” sonó como la primera, a un rock and roll de callejones y bares alicatados, tabaco negro y resacas en calzoncillos. No tardaron mucho en pasarse al blues. “Sola” abrió la temporada de largos punteos, apartes instrumentales, en los que Campillo daba un paso adelante, se ponía un poco de costado, y enseñaba su guitarra como si estuviera radiografiándose las entrañas. El público, aún sentado, aplaudía como en los partidos de tenis, cuando se debe. Se veía a la primera el talento de Campillo para las cuerdas, con el puño medio cerrado sobre las pastillas y los dedos rápidos en el mástil. No necesitaba mirarlo para encontrar el camino. Así siguió el blues y comenzaron una larga obertura instrumental que recordaba a Pearl Jam pero solo porque era lo que sonaba en el local cuando llegamos. Ahora que lo pienso, también sonaba a eso porque Pearl Jam le debe a su vecino Jimi Hendrix tanto como a Neil Young. Y es que, precisamente, la canción, como luego explicaría Campillo, era un homenaje al guitarrista que popularizó el wah-wah. Campillo la aprovechó para presentar a la banda, aunque terminara de hacerlo en otra canción, y apareció por fin “Vodoo Child” en castellano, aunque, por el camino, incluso sonara la famosa frase del “Come Together”. Solo estábamos a la mitad, más o menos. “No me creo Na” sonó a ZZ Top, y los dos estábamos de acuerdo mientras lo comentábamos. Estábamos ya fuera y nuestra hija aprovechaba para bailar a su bola. 

Al bajista le llegó su turno, y se lució. Aprovechó que Campillo le presentó, por segunda vez, por cierto, para enseñarnos que las cuatro cuerdas también dan juego. Mientras, Campillo se refrescaba con naranjada y la tormenta, fuera, parecía que amainaba, o, al menos, nos daba una segunda oportunidad. Así llegó el final, con Campillo cambiando de guitarra para tocar la nueva con slide. Bordaron el “Baby What You Want Me to Do” de Jimmy Reed, una canción en las que se les vio disfrutar a los tres. La hicieron más viva, más condimentada. La mirada de boxeador veterano de Campillo le dio aún más humanidad a la versión. Terminaron en círculo, dejando el blues atrás y regresando al mismo rock and roll puro y duro con el que abrieron. La última canción estaba hecha para la ocasión. Campillo cantaba que era un buen momento para largarse de allí y se largaron, creo. Nosotros sí lo hicimos. Había pasado algo más de una hora desde que recorrimos el paseo y ahora debíamos volver a hacerlo.

Volvimos a nuestra nueva rutina, resumida en un verbo que sin el contexto, suena zafio y aburrido: veranear. Igual que cuando veníamos, también de vuelta se hizo raro caminar a paso lento por el espinazo de la playa, mientras yo aprovechaba para abrumar y aburrir a Isa, apuntándole a lugares de donde le sacaba fantasmas del pasado, sin que ella dejara de asentir por educación. Todo duró, por suerte, hasta que mi hija encontró un caracol escalando una farola y se paró el mundo. 

Hubo un tiempo en el que Arturo Dúo fue banquero así que, nunca se sabe, quizás acabemos por convertir esto en una costumbre y, ya sea de veraneo o de paseo, quién sabe si volveremos hasta el antiguo matadero para seguir escuchando rock and roll, blues y puede que hasta punk, jota si quieres también, que a mí me das pie y unas cuantas cañas, y te domino la jota montañesa o la de la huerta, me da igual. 

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