Hace calor en Oporto. Por las noches, las gaviotas rondan los tejados como ladrones torpes que hacen ruido sin sigilo. Tenemos que subir varias calles empedradas. Luego bajarlas. Huele a Duero lejos. Los turistas se agolpan por las calles estrechas, como si fueran corrientes de aire porque alguien dejó el puente Luis I abierto de par en par. Nos vamos a alejar y hemos decidido pasear hasta los jardines del Palacio de Cristal. Hay algo allí, un festival, un mercado, no sé, algo. Lo llaman Cidade Mais. Sostenibilidad, ecología, charlas, stands, comida... Da igual, lo que hemos visto y nos interesa es que también había música en directo. A una hora en la que, viajando con una niña de tres años, nos lo podíamos permitir. Me da igual que no sea punk, ni pink, ni pank, quetumbamban. Al menos, es música en directo. Hay que quitarse el mono. Hay que verlo todo. Es ya una vieja costumbre: en una esquina de la calle, por la tarde, por la noche, folk, rock, kautrock, gratis, o no, en un bar o en los baños de una estación de trenes, donde sea, como sea, lo que sea, pero, si se viaja, también hay que intentar participar de la vida musical de los lugares que nos proponemos conocer más que visitar. Siempre es mejor ver un concierto que otra sacristía con audioguías. Esa misma mañana ya cumplimos nuestra cuota de turistas: nos montamos en barco, que casi le pego un guantazo al chorralaire que se cruzó de babor a estribor llevándose por delante al personal solo para saludar con espuma en la boca a otro bote lleno de chicas de despedida de soltera. Y va su mujer y le ríe la gracia. Y va él y saca el móvil otra vez, foto de un puente, foto de una ruina, foto de una foto, ¿por qué lo llaman fotomatón? Me mordí la lengua y apreté el puño fuerte. Cuando salíamos luego de los Jardines, les hice cruzar de acera. Para ellas era la primera vez en Oporto, para mí no. Quería enseñarles el bar en el que me refugié hace unos años, una tasca como solo las hay aquí, estrecha como un traboule demediado, con manteles de hule y portugueses huraños que al final no lo son y te preguntan por Cristiano Ronaldo y tú les dices amistosamente que te importa lo mismo que la industria del badajo. Un poco más adelante, nos encontramos con otro, donde había un concierto de fado: señora entrada en carnes y de avanzada edad, cantando casi a pie de calle, ajena al tráfico, ante una reducida audiencia de paisanas generacionales que la seguían con los codos sobre las mesas. No es lo mío, pero me hubiera quedado, regándolo todo con superbock, si es lo que hay, o hasta con este vino dulce que he acabado por aceptar. Tiramos para adelante, caminando con costumbre, cruzando por los pasos de peatones, evitando terrazas con televisores, partidos del mundial, bla bla bla. Ahora me doy cuenta de que lo que quería contar lo he dejado enterrado en algún lugar de este largo párrafo. Voy a desenterrarlo.
En concierto, Mathilda. El escenario, Palco Concha. La ocasión, Cidade Mais. Los protagonistas, Mafalda Costa y Diogo Alves Pinto. Nosotros somos tres. Ya están todas las piezas sobre el tablero. Entramos a los jardines por una puerta lateral. Las raíces de los árboles han reventado las aceras de piedras en mosaico. Al final, se veía ya el Palacio de Cristal. Rodeado por paneles de obra, está claro que necesita una mano de pintura y algo más y se lo están dando. De todas formas, la fiesta está abajo, entre los árboles, sobre el césped, junto a las charcas, siguiendo los caminos de arenisca. Lo que vemos son cosas que no entendemos: tenderetes donde se cubre del sol gente que atiende a charlas en portugués, puestos de artesanía, de jabones naturales, de cuero, de crépes, comida rápida y lenta, yogures, perfumes, reciclado... No sé. No veía algo así desde Berlín o San Francisco: pantalones de lino ceñidos en la cintura pero con mucha campana, de muchos más colores, chalecos abiertos, ropa ancha, melenas al viento, collares, chanclas, rastas, cuero repujado. Por un momento, parecíamos estar en Haight Street en el 67. Lo he dicho otras veces: a veces, parecemos vivir ocultos entre nosotros mismos, y luego nos reunimos, y resulta que existimos. La primera persona del plural no es porque me incluya, pero porque entiendo que a otro le puede pasar lo mismo conmigo y con los míos si mira desde fuera. En esta ocasión, probablemente, exagere y sea un tanto injusto y reduccionista, y lo lamento. Verlo desde fuera, atrapado por mis propias circunstancias, provoca una mirada concreta, ¿no? No todo era así, y, sí, soy igual de tuerto que los demás.
Encontramos un hueco en un costado de la avenida principal. Allí se alza una concha gigante coronada con un arpa de forja que hace las veces de anfiteatro, de proscenio. Hay algunos instrumentos por el suelo, y cables. La gente anda suelta por el verde. Junto a la mesa de mezclas, un grupo de chicas vestidas con leggings hacen posturas raras en el aire subiéndose a los brazos de un tío tumbado, equilibrismos o lo que sea, seguro que tiene un nombre. En otro costado, una abuela lanza pompas a sus nietos que corren libres y en armonía persiguiéndolas. Parejas por el suelo recostadas sobre puffs amarillos, grupos de amigos arrancando briznas de yerba para llevárselos a la boca. Hasta un tío solitario que parece andar escribiendo poesía en un libro con las tapas de corcho. Ocho veces he mirado alrededor para reconocer el espacio y darme cuenta de que es cierto, estamos aquí, no es un libro de Norman Mailer. Ella y Vera se sientan en una esquina, sobre la yerba fresca, y yo me voy a por un par de cervezas. Cuando vuelvo, ya ha empezado la cosa. Como si fueran la perla, Mafalda Costa y Diogo Alves permanecen quietos en el centro de la concha. Ella calza ukelele y otras veces una estratocaster blanca. Los dos instrumentos los enchufa. Él está sentado, con una guitarra acústica en el regazo y percusiones en los pies. Juntos, se llaman Mathilda. El año pasado publicaron su primer disco con Planalto Records, Lost between Self-expression and Self-destruction. No sé cómo me enteré yo de esto, pero da lo mismo. Lo he dicho antes, es música en directo. Horas más tarde, cuando subimos a casa, no puedo evitar hablar con un colombiano que viste camiseta de Gatillazo. Qué más da, todo es partitura y ritmo. Díselo a ella: Vera baila sobre la yerba. Lleva el helado de chocolate en la mano y una sonrisa de oreja a oreja en su cara. La canción no es una alegría, pero qué más da. Se deja llevar. ¿Qué más se puede pedir?
La voz de Mafalda Costa reposa sobre todo el parque. Recuerda a esas cantantes escandinavas que parecen calentar los fiordos con notas abismadas, con un timbre que retumba y dura en el aire. Sin embargo, al mismo tiempo, tiene una hondura estuosa, más propia de la ribera y del sur. Estira las notas sobre esa instrumentación etérea y liviana. Pasa la mano por las cuerdas del ukelele sin prisa, mientras la guitarra abriga las estrofas. No reconozco las canciones, no entiendo lo que dice entre ellas. Habla mucho con el público, incluso se ríen, apenas entiendo que en una ocasión dice que aquel es el sitio más bonito en el que han tocado. Canta en inglés, pero las palabras, para cuando llegan a donde estoy yo, son notas, impresiones, sensaciones tan efímeras como el helado que chorrea por la muñeca izquierda de mi hija. Me gusta una en la que tira de eléctrica. Va cambiando la tonalidad, subiendo la intensidad, sin que te des cuenta. Explota de una manera lenta, casi imperceptible. Todo es delicadeza y serenidad. O igual no. Lo que sí convengo es que la música encaja perfectamente en las circunstancias. Y así lo agradece el público, aún tumbado o sentado, aplaudiendo con ganas y soltando algún grito de agradecimiento, cuando terminan un set corto donde no hay bises. Los dos se bajan de la garita y se sientan en el césped a hablar con alguien. Nosotros, al poco, nos vamos buscando unos baños públicos. La música, igual, se la llevó el viento hacia abajo y está ahora chapoteando en el Duero.
Cuando llegamos a casa, leo que Mafalda Costa apenas tiene 18 años. No lo parecía ahí arriba. También descubro que su acompañante es Gobi Bear, el one-man band que mezcla indie con folk. Creo que me lo encontré en otro viaje, en otra visita, en otro ejercicio de turista. Pero no me acuerdo muy bien. Da igual, ya está. Hemos tenido ración, al menos. Las ciudades no deben visitarse, deben conocerse, creo, y me mantengo en lo de que, con conciertos, se conocen mejor. Aunque no vayan contigo, aunque haya tenido ración de folk para una buena temporada. Pero todo es partitura. Todo es ritmo. Todo es Vera con una sonrisa de oreja a oreja moviendo la cadera. ¿Qué más se puede pedir?
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