Dos cosas y empezamos.
Una, lo del sábado, aunque estuviéramos rodeados de mil quinientas
personas, fue personal, íntimo.
Dos, tengo el extraño convencimiento de que no va a ser ésta la última oportunidad
que tenga de escribir sobre Porco Bravo.
Así que no voy a hacer esta crónica como si fuera la última ni voy a
escribir más panegíricos.
El domingo comí en casa de mi madre y en lugar de echar la siesta, bajé al
bar de abajo a tomar un café. Que el bar de abajo sea El Cuervo es solo
coincidencia. Que me encontrara con Asier Domínguez, también. Nos dimos la
mano: qué tal, le digo. “Duro, fue muy duro”.
Ya está todo dicho.
Ahora, mi crónica, subjetiva y atropellada, del Pulpofest.
THE RIFF TRUCKERS
Los Riff Truckers
abrían festival y lo hacían de manera especial. Debían tener ganas de empezar
porque fueron puntuales. Ganas de todo, en realidad: derrocharon energía desde
el principio hasta el final. Fueron, además, muy generosos y compartieron
escenario con un buen puñado de invitados que dejaron claro lo que el Pulpo
tenía que le hacía especial: la habilidad para hacerse querer. De entre todos
los invitados, nos quedamos con una banda al completo, The Mubles, creo que
dijeron que se llamaban; si me equivoco, que me perdonen, pero lo que quedó
claro es que fue una de las muchas bandas por las que pasó Pulpo antes de
llegar a Porco Bravo. Tocaron una instrumental surfera y se despidieron sin
hacer ruido, pero el detalle fue significativo: siempre hay un camino muy largo
hasta convertirnos en lo que somos y merece la pena, caminarlo y recordarlo. Volvieron,
después, los Riff Truckers, con su cantante mezclando el bizkaieraz con un montón de “motherfuckers”, al tiempo que demostraba
elasticidad y brío, mucho brío. Se despidieron, si no me confundo, con dos
cortes de lo que será su nuevo álbum, Over
the Edge, creo que se titulará, dejando claro que están engrasados, el
parón les ha sentado bien y el nuevo guitarrista participa en lo que distingue
a esta banda: fuerza y precisión. Ya lo dijo Mike Farris aquel día en el
Urdaibai cuando Manu le pinchó el disco de los Truckers en la porconeta: “Ya
nadie hace esta música allí en los Estados Unidos”. Aquí, nadie la hace con la
intensidad y personalidad con la que tocan ellos.
MOTOCICLÓN
Tímidos gritos requiriendo
su presencia desde la primera fila. Había ganas de folclore vallecano. Traían cuadrilla
de compañía y algún veterano estaba ansioso. Abrieron con instrumental
atmosférica para calentar. Se oía la voz de fondo del cantaor Gregorio Sánchez,
conocido de otra manera cuando contaba chistes, chistes que ayudaron a que
alguno sonriera, un poco desorientado, y otros entendieran lo que estaba por
venir: la sensatez con retranca de un Robertez al que nadie gana poniéndole
humanidad a esto de cantar en directo. Porque, por ejemplo, el comienzo fue un
desastre, con la banda descompuesta, tanto en lo instrumental como en lo
melódico. Lo dijo luego él mismo, que habían empezado “en plan cacharrería”. Y
el despropósito le afectó hasta con el equilibrio, porque lo perdió al borde
del escenario y se metió un leñazo. Robertez regresó del foso sin gafas
(antiparras, como dijo él) pero siguió cantando uno de sus himnos, “Poblao Calé
on fire”, como si no hubiera pasado nada. Cuando terminó, solo se preocupó por
la gente que le hizo de colchón en la caída: “perdona, chiqui, ¿estás bien?”,
mientras pedía katxis para ellos. Dedicaron al protagonista de la noche un “Soy
un mutante del rock” que Robertez abrió en primer plano, con determinación y
los renglones tiesos. Siguieron hablando de ojales, de volverse subnormal
después de masturbarse, de todo lo que cuentan sobre el barrio y la vida normal
con dosis de humor y ceños fruncidos. “Onanismo obligatorio”, “Crapulismo”, “El
Pico”, todos ellos, himnos de extrarradio que pasarán desapercibidos para
muchos, pero a otros nos ponen la piel de gallina. Cantaron “Bocachanclas” y
Robertez nos dijo que nos quería en vascuence. No paró quieto en todo el
concierto. Aparecía y desaparecía, parecía los dos hermanos Gallagher al mismo
tiempo, con ese juego que tienen ellos de hacer mutis por el foro, pero en
lugar de arrojarse a la pandereta para adornar las canciones, como hacen los mancunianos,
el de Vallecas sacó un matasuegras y hasta se disfrazó de Mozart para cederle
el micro a Ramón, el bajista, y celebrar con Trash, el guitarrista de la flying
v que caza pijos, su himno “Air Guitar (Guitarras del Rock)”. Para entonces, ya
se habían subido al escenario gente de otra banda de la zona, Las Cheerleaders
Asesinas, con Iñaki el guitarrista dándolo todo para alegría del respetable y
lucimiento de una banda, los Motociclón, que hacía tiempo que habían abandonado
la “cacharrería” del principio para recuperar la inmediatez y el ímpetu que
siempre les ha caracterizado. Como dijo Robertez, “tenemos que ir enhebrando”,
había que ponerle un final a aquello, aunque, por un momento, parecía que no
iba a terminar nunca y, a muchos, no nos importaba que fuera así.
KAOTIKO
Otros que empezaron
con intro. En este caso, ecos del lejano oeste más europeo, del spaghetti
western; una sintonía que ayudó a convertir el escenario y la platea en una emboscada
donde indios y vaqueros abandonaran las armas para darle al pogo. Por lo que se
veía alrededor, era una de las bandas más esperadas. La gente fue llegando,
buscando la primera fila antes de que terminara Motociclón. Al fondo, se
cantaban los estribillos y podías ver los cuernos al final de los brazos tiesos
y al aire, alzándose sobre las cabezas. Muy al principio, hicieron su versión
del “Luna Rossa” de Banda Bassotti, dedicada, también, a Pulpo. Muy al final,
añadieron el “No somos nada” de La Polla Records. Entre ambas, el que esto
escribe estuvo más ausente que presente, así que evitaré hablar de lo que no vi
con propiedad. Cuando se despidieron, eso sí, celebramos que, por fin, se
acertó con la música de fondo para que la gente no se quedara fría entre
concierto y concierto. Los Toy Dolls a todo trapo animaban a mantener el ritmo
en el interín.
DESAKATO
Personalmente, creo
que sonaron menos complejos y originales de lo que suenan en plástico. No se
sintió con la misma intensidad, por ejemplo, esa fue mi impresión, el contraste
entre las dos voces. Sin embargo, sonaron más enérgicos y contundentes. Las
guitarras toman más protagonismo y la electricidad reboza todo el espectáculo. La
gente se sabía las canciones y llenaban los huecos entre verso y verso como si
estuvieran haciendo ejercicios gramaticales. Sonaron a Parabellum y a Molotov;
a coger los extremos, incluso los que separa el Atlántico, y mezclarlos,
agitarlos después, y devolverlos convertidos en energía y acordes, sin ambages,
con la vena hinchada y el puño prieto. No hay duda de que poseen la fuerza y el
talento para cubrir una hora de concierto a piñón fijo sin rebajar la
intensidad. Entre las canciones que tocaron, reconocí “La ira de los hambrientos”,
“Cuando salga el sol” y “Cada vez”. Todo pasó muy rápido, entre otras cosas,
porque, como he dicho, se mantuvo el nivel desde el principio hasta el final.
PORCO BRAVO
No sé por dónde
empezar ni cómo terminar. En parte, porque esos dos verbos, el sábado,
significaban mucho más que las acciones simples que les describen en los
diccionarios. Tengo más o menos claro lo que quiero decir, pero no sé muy bien
cómo decirlo. Lo diremos, de todas formas, con palabras escritas que
demostrarán, una vez más, que se quedan cortas y cojas para contar lo que,
probablemente, no haga falta contar. Los Porco Bravo
abrieron su turno como lo hacían hace cinco años, en la gira del Grooo!!!, presentándose bandera en mano,
con la instrumental “Resurrección” y el “vozarrón” (como ponía en los créditos
de aquel disco) en off de alguien que andaba por el público y que daba paso a
la canción “El Cazador”, precisamente lo que hicieron también el sábado pasado.
Supongo que la elección sería meditada, y fue un acierto. Aquel disco y aquella
gira se convirtieron en el nacimiento de la versión definitiva de la banda barakaldesa, con
un Asier distinto a cada uno de los costados, tocando las guitarras bien
imbricadas, uno en cada lomo. Empezar el concierto por ahí, de alguna manera, era ponerle un
principio más que un final a lo que se celebraba el sábado pasado. Aquel, en
realidad, fue el comienzo de algo más que una discografía musical, pero eso lo
saben ellos mejor que yo. Todo lo demás… las llamaradas, el confeti, el
magnesio en combustión desde los clavijeros, las grapas, los traseros ardiendo,
la tabla que antes colgaba de la pared de un pub con nombre de territorio barrido
por los vientos, todo eso, el sábado pasado, parecía ir ocurriendo a cámara
lenta, como si fuese un documental, algo que recordaba a otras ocasiones
anteriores: al comienzo de lo que fue, a conciertos en Castellón, en el Azkena,
en el Alaska, en el Edaska y en el Kafé Antzokia, en Vallecas y en la Iglesia
de la Merced, en muchos otros sitios donde se fue creando la memoria y la
esencia de la banda. De alguna manera, eso es lo que se celebraba. Los
Porco siempre han traslucido autenticidad: empezaron sin saber tocar y se
convirtieron en banda, naciendo del bar y del barrio para abrir fugas que dejaran
paso directo entre la música y la rutina. Recuerda lo que decía Pulpo sobre
el negocio y el nabo. Todo está unido y lo apostillaron desde el principio. Y hay
más: Manu nunca hace nada de manera gratuita. Durante gran parte del concierto,
vistió una camiseta con la cara de Periko Solabarria serigrafiada en el pecho.
Antes, llevó una de Vhäldemar, otra banda de Barakaldo que nació en unos
locales de ensayo que ya no existen, en el mismo centro del pueblo, y que,
probablemente, hayan sido los que más lejos han llegado, ya que cuesta llegar
hasta Japón. Cuando se quitó esa, enseñó la piel, con el nombre de sus padres
escrito en cada uno de sus pectorales. Un pueblo representado en dos camisetas
y un pecho descubierto. De dónde venimos, a dónde vamos, por dónde recorrimos
el camino; quiénes somos y seremos; con quiénes vamos a serlo. Sube Jorge
Fernández “Zebu” y tocan “Bicho raro”, otro ejercicio de memoria, de
reconocimiento y de identidad. Manu lo levanta al vuelo y las cosas vuelven a
suceder en blanco y negro. Ya lo dije antes aquí: tocan con los pies en el
suelo; le quitan los márgenes al escenario; aceptan el peso de ser humanos. “Lasciva”,
“Motel” con Fito Cabrales, “Nunca pasa nada”, “Se quema”, “Mírame”,
“Donante”, “Terrorista”, “Animal”, “Puto amor”, “Corre”, “Última noche”,
“Pídelo otra vez” con Boni, subió Podri de Rat-zinger a cantar “Lemmy” y Manu
volvió a subirse a la tabla en “Eléctrica Actitud”. A base de canciones, recorrieron
la autovía del tiempo y el espacio: una década viviendo la música y cantando la
vida. Los gestos parecían llegar en pasado, con plomo, pero la música era directa, ligera, con urgencia y vigencia. Escondidos tras la niebla, cantaron “Brindaremos juntos” y alguno dice que
vio a Pulpo por allí. Terminaron, como no podía ser de otra manera, con “La
piara”, porque así empezó todo y así va a seguir.
SEÑOR NO
Se hizo larga la
espera. Fuera llovía. Dentro, se mezclaba la gente. Unos entraban, otros
salían. Algunos nos quedamos en el limbo. Cuando subimos arriba, se respiraba
ambiente de fiesta privada, aroma a los rescoldos de lo que había sido y
expectación por lo que quedaba. Para mí, fue breve. Sabía que no me iba a
quedar, pero, al menos, quería cumplir, oír la primera guitarra, llevarme el
eco. Arrancaron y poco después nos marchamos. Sin mirar atrás. Hacerlo, nos
hubiera convertido en estatuas de sal.
Creo que habrá un antes y un después del día en que una banda del pueblo consiguió
reunir a 1.500 personas en una sala de conciertos. Y, sobre todo, logró que lo
que se respirara allí fuera, ante todo, humanidad y comunión. Lo hicieron por
una sola persona. Precisamente, la que no podía estar. Y eso es lo más jodido
de todo, lo que lo hizo duro para ellos: porque, en el fondo, el que querían
que estuviera, no podía estar. Pero, de alguna manera, estuvo, porque ese es el
legado de Porco Bravo: haber conseguido crear plurales. Y en los plurales
siempre, siempre, se sobrevive.
Comentarios