ILATIVA...
Acaba de irse. Ahora, parece que fue un
fantasma. Llegó, se sentó, me dio los buenos días, aunque ya fuera la tarde, me
preguntó qué hacía. Yo, sorprendido, y algo molesto, le he dicho que nada. Mirando
al frente, ha sonreído y frotándose las perneras se suelta: “¿Qué frío hace,
verdad?” Todo lo demás, lo ha dicho de carrerilla:
“Yo tengo cincuenta y siete años ya, estoy
divorciado, mi hijo murió en un accidente laboral a los 19 años, así que me fui
del pueblo, mi mujer me llama de vez en cuando, bueno, mi ex mujer, me pregunta
qué tal, dónde estoy, no tengo problemas de dinero, pero si los tengo curro,
hago chapuzas, lo que sea, en Astorga estuve un mes trabajando de vigilante, por
placer, yo de vigilante, ¿te imaginas?, y así llevo ya doce años, nunca he
vivido más de uno en el mismo sitio, busco alquileres baratos, compro coches de
segunda mano, mira, ahora conduzco un citroën xsara que le compré a un jubilado
en Ponferrada. Vengo de Ponferrada y creo que me voy a ir a Huesca o por ahí,
más arriba igual, a Jaca. Estoy dando vueltas, pensé en ir a Vitoria, ¿sabes?
Iba para allí, pero me trae recuerdos. Me gusta el frío, la nieve, de pequeño
nunca vi nieve. No lo sé, ¿qué te parece?”
“Eeee… Me parece bien, no sé.”
“Bueno, te dejo que sigas haciendo nada. Solo
tenía ganas de charlar un rato. El tío de la gasolinera no parecía muy
amistoso. Ale, que te vaya bien, hijo. Suerte.”
Acabo de ver cómo el citroën xsara cogía la
salida y se perdía en la autopista. Y yo sigo aquí sentado, en la terraza del
área de descanso. El café frío, un par de colillas en el cenicero, aún aturdido
mientras miro el tráfico de coches que repostan y gente que paga por ello. Nadie
entra a la cafetería, todos pasan de largo. Los gorriones bajan a picotear por
debajo de las mesas. Los árboles cubren el horizonte. El frío me refriega la
cara.
Igual sí que fue un fantasma. ¿Cómo coño sigo
yo escribiendo ahora?
Cuando llegó, tenía escrito esto:
“Entonces, te voy a contar lo mismo de siempre…”
Pensé que si abría el texto con una conjunción
ilativa lo arreglaba todo. Porque parece que arranco con fuerza y misterio,
porque “entonces”… entonces qué. Así no se notará la falta de inspiración. Y de
fuerzas. Llámalo ganas, si quieres. Iba a volver a disculparme, como siempre.
Estábamos a jueves, el sábado quedaba ya tan lejos como el pasado de aquel
hombre. Primero la conjunción, y luego ya, si eso, la redacción. ¿Por qué se
divorciaría? ¿Qué le pasó a su hijo? ¿Cómo fue aquel día, el primero en el que
abandonó el pueblo? Mierda. Ni conjunción ni ostias.
Durante la semana, conduciendo de arriba abajo
por esa misma autopista, pateándome los pasillos, meando de pie en los baños
públicos, pidiendo un sándwich en la cafetería, recogiendo la ropa del
colgadero, viendo la tele en silencio desde el fondo del pozo del cansancio más
absoluto, durante toda esta extenuante semana, había ido pensando en cómo podía
hablar del concierto. De un concierto más; otro. No fue “el” concierto; ninguno
lo es, aunque nos empeñemos, pero yo siempre intento, cuando escribo, que lo
sean, aunque solo sea para esconder lo que digo mal o lo que no digo bien. Siempre
me como la cabeza con la perspectiva, el tono, la repetición, la originalidad,
la puta manía que tengo de que lo que cuento no lo haya contado antes cuando sé
que siempre, siempre, cuento lo mismo que he contado ya cientos de veces. Pero yo
lo pensaba; mientras curraba, cenaba, dormía, meaba, conducía o vivía en rutina,
pensaba en cómo escribirlo. Y así no se piensa. Ni se escribe. Así pasan los días.
Hasta que acabas parando en la gasolinera a repostar, miras el reloj, ves que
tienes una hora sin agenda, una hora para ver mecerse las copas de los árboles
y oír trinar a los pájaros que las habitan y te metes en la cafetería, pides un
café, te sientas en la terraza y te dices: “vamos a empezar con una conjunción,
por qué no”. Pero ¿cómo duerme por las noches? ¿Qué recuerda, qué olvida? ¿Cómo
evitas el peso de los días?
El fantasma del citroën xsara sigue aquí.
El fantasma me trajo, además, un recuerdo a la
memoria, casi por sorpresa, sin pedir permiso. Me acordé de aquel día en el que
yo hice algo parecido. Venía de Pamplona por esta misma autopista y paré en
esta misma gasolinera. Había nevado semanas antes, quedaban los parches de
nieve sucia sobre los que podías hollar. Todo parecía gris, como a cámara
lenta, ideal para la nostalgia. Pero al salir de pagar, entre la ceniza, en
otro surtidor, vi que había parado una autocaravana. El padre reñía a un hijo
pequeño que corría hacia la tienda y, por detrás, la madre y la hermana le
seguían, riéndose juntas, la madre con el brazo por encima del hombro de su
hija. Agaché la cabeza y tiré para mi coche. Justo al lado, en el otro costado
de mi surtidor, había aparecido otro coche y una pareja joven se besaba dentro
sin prisa, sin que hubiera nada fuera que mereciera la pena. Me monté en el mío
y me quedé quieto. Mirando, a través del cristal, el mapa gigantesco que tapaba
el contenedor de gas. Solo veía líneas verdes y rojas, blancas y negras, como
venas sobre un desierto de arena. Una tristeza absoluta me cogió por sorpresa.
El cuerpo se me entumeció de golpe. Cuando arranqué, entré en la autopista,
cogí la siguiente salida, conduje por carreteras comarcales durante horas hasta
que se hizo de noche y entré en un pueblo que no conocía, busqué una pensión,
alquilé una habitación, me metí en la cama con la ropa puesta y me quedé
dormido sin llorar ni dejar de temblar. Por la mañana, madrugué y bajé a
desayunar al bar. Paseé por el pueblo, por las calles vacías, fumando sin prisa
ni dirección hasta llegar a los prados, subir a un alto, y ver un valle
estrecho donde parecía no haber nadie. Aquella misma tarde, volví a casa. No
había nadie cuando abrí la puerta, solo hueco, pero sonó el teléfono muy pronto
y todo volvió a la normalidad. Quizás fue mi oportunidad de convertirme en un fantasma.
En un hombre de preguntas, que busca conversación en las áreas de descanso.
Pero no lo hice, la dejé pasar.
Por eso, ahora, apago el cigarrillo, abro el
ordenador y escribo de nuevo, como si no hubiera pasado nada, incapaz de darme
por vencido. Eso sí, usando otra conjunción, esta vez, adversativa:
“Pero los Tiparrakers sonaban distintos, como
lejos, limpios, aseados…”
... Y ADVERSATIVA
Pero los Tiparrakers
sonaban distintos, como lejos, limpios; ayer, incluso, si no recuerdo mal, me
atreví a escribir que sonaron “aseados”. Nunca sabes a qué se debe eso: ellos o
tú. A veces es tan fácil de explicar como reconocer el lugar que has elegido
para ver un concierto: el ángulo, el dichoso triángulo. Otras veces, depende de
lo que has traído cargando en la espalda. Los conciertos no son ajenos a la
vida normal. Se puede asistir con desapego o con absoluta entrega, pero,
normalmente, no podemos evitar escucharlos desde el fondo de nuestras
circunstancias. A mí, me sonaron ordenados, macizos, equilibrados, pero, sobre
todo, cuando acompañas esos adjetivos por el adverbio demasiado. Remacharon el
concierto con lo que podríamos llamar sus grandes éxitos pero también
descubrimos varias canciones originales, recién estrenadas, que dejaban esa
estela blanca de condensación que perseguiremos hasta que se esfume o publiquen
nuevo material. “Enemigos todos”, “Triángulo, cuadrado, rombo”, “Ciudad
higienizada” o “Demoledor” han
conseguido convertirse ya en eso que hace a las canciones más que canciones, lo
que sea: enervan desde el primer acorde, arrastran sensaciones que ya has
vivido y que recuperas con algo de magia. Entre las nuevas, prometen alzarse
con el mismo pedigrí las que reconocimos y cuyos títulos, probablemente, nos
estemos inventando: “No quiero ser sueco” o “Elige tu camello” mantienen los talantes
que hacen reconocible a esta banda y que los alejan de unas influencias que,
por supuesto, nunca han rechazado ni ocultado. Tienen como un idioma propio que
hemos aprendido a traducir: la fuerza controlada en la base rítmica, los
arabescos sin pretensión en la guitarra, las estrofas como fragores en la
garganta. Nos sonaron lejos, pero lo suficientemente cerca como para entender/sentir lo que nos decían.
Justo después de ellos, se subieron los Sumisión City Blues al escenario de El
Mendigo. Probablemente, llegaron hasta el pueblo por la misma autopista en la
que perdí de vista al citroën xsara. Llegaron vacilando con la geografía para
dejarnos bien claro que no hay fronteras en el mapa de la música. El punk es
mucho más que cuatro letras y una definición en wikipedia; es más que algo que
sucedió hace treinta y pico años y ya cansa, como decía recientemente Viv
Albertine; es más aunque su secreto siempre haya sido ser menos. Los Sumisión
City Blues nacieron solo a setenta kilómetros de distancia de donde tocaban
pero venían, en realidad, e irán mucho más lejos. No entienden de márgenes: su
mezcla de estilos, con personalidad propia se ha convertido en marca de la casa.
Hace tiempo que, con reclamo o sin él, reinan republicanamente en la oscuridad,
ofreciendo la mezcla perfecta de actuación, música y letras. Las guitarras le
cambian la primera consonante a la etiqueta y se pasan el concierto jugando
entre la “f” y la “p” sin que deje de terminar en “k”. Batería y bajista, en la
segunda línea, ponen las constantes vitales y el Pela en el frente nos enfrenta
a la turbiedad más realista y colorida, poniéndole actitud, boogie y declamación con nervio. Hay un plan trazado desde arriba que se
llama lo repasaron con soltura: “La Guerra” sonó la segunda y el público ya
sentía la electricidad bajando del cuello a la cintura. Si te soy sincero, y
aquí pecamos de eso, ni me enteré si tocaron algún adelanto de El evangelio según Sumisión City Blues.
Lo que es mejor aún: han pasado tantos días que no recuerdo. Que he borrado.
Solo me he quedado con la salmodia, la memoria visceral. Además, no tomé notas,
no me fijé en los detalles, me dediqué a recrearme y trasegar. Sí recuerdo,
aunque quizás me traicione, que cayeron canciones de antes, de cuando ya los
vitorianos sabían ponerle boogie y funk al punk aunque no los escuchara tanta
gente como ahora. Cayeron, si no recuerdo mal, raciones de proteína orgánica y
enérgica como “El odio que guardas para mí”, “Amoniaco impuro” o “Las víctimas
de Chacal”. Canciones que de rescatarlas hay que destacarlas porque cargan con
la raíz de lo que Sumisión City Blues son ahora y seguirán siendo en el futuro,
porque andan a punto de estrenar próximo disco y en Barakaldo dejaron claro que
son un artefacto bien armado que repuja sin medias tintas la entidad que
siempre le hemos encomiado al rock and roll; incluso cuando se ponen en plan
Rolling Stones, como muy bien me susurró Iñigo, con el bajista sin bajo sentado
en el regazo del batería, y este último refrescándose mientras el primero le
pegaba con la baqueta al platillo.
Fue un concierto con un antes, un durante y un
después que, probablemente, llegue más lejos que a la reseca del domingo
siguiente. El Mendigo pasó la prueba y la nueva sala de música en directo de
Barakaldo se presenta como una nueva apuesta fiable para la salud de la música
en la provincia. Tiene, además, un plus: el colofón en El Cuervo, justo a la
vuelta de la esquina, donde se juega una especie de tercer tiempo entre bandas
y audiencia que agranda más la experiencia. Aunque no pretendo exagerarlo, no
puedo evitar que me haga ilusión ver cómo son los de Bilbao los que tienen que
coger el metro para venir a Barakaldo y no al revés. Vivimos en una anteiglesia
oscura, de calles estrechas y techados húmedos, a la que le viene muy bien que
la cultura, y esto lo es, apacigüe la tentación de la desidia y la apatía.
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