Voy a hacer algo que quizás sea incorrecto o contraproducente, pero me parece una manera distinta y socorrida de acercarme a este disco. Voy a hablar de El alma dormida de José Ignacio Lapido como si Lapido acabara de empezar en esto. No voy a recordar que es su octavo álbum en solitario; que lleva publicándolos desde 1999; que antes estuvo 091 y, recientemente, ha vuelto a estar; que su forma de escribir y grabar música ha marcado a muchos, de norte a sur y pasando por el mismo centro, que han venido detrás de él para hacer lo mismo o parecido. No lo voy a hacer pero ya lo he hecho.
El alma dormida apareció por octubre y contiene once canciones con Lapido a la voz y las guitarras pero acompañado por banda, con algún medio tiempo, los teclados tomando protagonismo y letras con calado, bien prensadas y repujadas por una caudalosa imaginería personal.
El disco se abre con "¡Cuidado!", canción que cumplió a la perfección su función de sencillo y adelanto. A la primera, ya se intuye lo que se podrá encontrar en el resto del álbum: reflexiones reposadas pero sin pretensión, con más sinceridad que artificio, elaboradas sobre imágenes potentes, bien por originales, bien por recurrentes pero sacadas de contexto, y todo embozado por guitarras enérgicas sin dobleces aparatosas y con ese fondo vibrante que le aporta el Wurlitzer. "No hay prisa por llegar" es preciosista y tiene esa reverberación perceptible que parece recoger los huecos que llena la música, recuerda a un Tim Easton castellano. Con acústica y palmas en "Estrellas del purgatorio" canta una de esas canciones de recogimiento y ponderación, de las que aguardan pacientemente hasta que un día suena por casualidad y te ilumina un rincón de la conciencia. En "La versión oficial" se aprecia la serenidad con la que Lapido refuerza la firmeza y contundencia de unas frases que quedan perfectamente engastadas en los versos. Esa es, quizás, más allá de los recursos literarios, la dicción o el vigor de sus imágenes, su principal virtud, y es la que mejor declara por qué las canciones son buenas: no es poesía, es música, y las frases no son frases son versos que calzan perfectamente y que aparecen con naturalidad e inmediatez. Además, Lapido no escribe versos sueltos, frases ocurrentes que quedan volando en el infinito. La letra progresa y las ideas fluyen de verso en verso sin que chirríen los acoples. Y tampoco afirma; en su lugar, desliza, impregna, deja que te acerques y seas tú el que ahondes, interpretes, percibas y acabes por concluir. Yo, por ejemplo, en "La versión oficial", le oigo cantar que la realidad no es como nos la han contado pero también que los sueños mienten y le escucho hablarme de la necesidad de reaccionar ante lo presente, ante lo real, lo inmediato, sin empeñarnos en abstracciones poéticas e idealistas sobre sueños y epifanías utópicas: "el tiempo, lo soñado y lo real, lo que llega y se nos va", cantará en "Lo que llega y se nos va", una canción llena de expectación y cierta nostalgia moderada por el órgano. Pero esa lectura es mía, porque las canciones se prestan, porque dejan caminos abiertos para que las palabras y los acordes te acaben apuntando hacia donde tú quieras ir, aunque acabes perdiéndote.
Las canciones del disco también dejan clara la labor y repercusión de los acompañantes, como en "Nuestro trabajo", una canción de ritmo cautivador, donde los instrumentos agrandan su magnitud para despejarse por separado y manejarse en conjunto, todo a la vez, con el equilibrio adecuado para mantener la delicadeza de una canción, con palmas y todo, que se sostiene con esa energía controlada de la que ya hemos hablado y que yo creo que es marca de la casa en este álbum. Lapido parece gobernar los momentos de arrobo, la gravedad y el ímpetu, para darle más autenticidad y precisión a lo que canta y cuenta. A ello le ayudan, con sutil mesura y buenas ligaduras, el resto de los que llamamos acompañantes y que deberíamos mencionar antes de acabar: Víctor Sánchez a la guitarra, Raúl Bernal a los teclados, Popi González en la batería y Jacinto Ríos al bajo. Todos ellos aparecen en el vídeo de "¡Cuidado!", a cargo de Tacho González, sin cables, con planos limpios, colores diluidos y perfiles francos, en la línea de lo que hemos dicho aquí.
Porque, en general, eso es lo que nos ha quedado del disco de Lapido, la sensación de haber asistido a una clase magistral de escritura de canciones, sin perder identidad ni vigencia, con empatía y sin hermetismo. Lapido roza el apogeo sin dar saltos al vacío, sin amaños ni fingimientos. Todo el álbum se mantiene en los límites de la fogosidad propia del rock & roll, tanto en lo performativo como en lo musical como en lo lírico. Y, lo principal, sin que esto sea un ejercicio para iniciados, público reducido o amigos de la introspección más sesuda y tediosa. No, el disco se disfruta: no tiene nada que ver con el daño irreparable que acabamos de proporcionarle con esta reseña larga y farragosa.
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