En la Riojana, si miras al suelo y tienes imaginación, puedes ver las huellas de lo que fuimos. Los bares son lugares, pero también libros abiertos, espacios donde nos concedemos la débil virtud de ser nosotros mismos: mostrarnos desnudos, a degüello, ridículos, fieles, infieles, esperanzados, felices, derrotados y, sobre todo, sociales. En los bares, si quieres, quieres. Y hasta te quieren.
El sábado vi a mucha gente abrazarse, saludarse como si hiciera tiempo que no se veían. Había niños, y no estaban perdidos. Había mucha gente. Y alrededor de toda ella, como una piel invisible, hecha de tiempo y vecindad. Había varias generaciones. Una que le dio paso a la mía. Otra a la que me gustaría dárselo ahora. Incluso, una cuarta a la que espero que se lo den los que vienen detrás nuestro. Y que todos, en la medida que cada uno quiera, sigan participando y manteniendo esa piel invisible que, en el fondo, es más dura que el acero y ha conseguido que superemos desengaños, golpes, desencantos y rencores para seguir estando orgullosos de lo que somos o creemos que podemos ser. De lo que fuimos y de lo que nunca conseguimos ser. Así, en plural.
En el suelo de la Riojana están mis pies: de una talla muy pequeña, la que vestía cuando mi madre me mandaba a comprar vino para la comida y me asustaban aquellos toneles, se me clavaba aquella humedad. También mayores, las de mis drmartens a finales de los noventa, rodeado de amigos, mirando por encima de las cabezas por si la chica que te gustaba hacía lo mismo, apoyado en la barra y cabeceando al son de la música. Ahora, estarán las que dejé el sábado, cuatro: las mías y las de la chica que acabó por devolverme la mirada uno de aquellos días. Las cuatro huellas bien juntas, apuntando hacia el camino que, si quiere, algún día seguirán las de nuestra hija.
Las huellas del camino de la música. Te lo explico sin tanta poesía exagerada: Audiencia Nacional sacó una maqueta allá por los ochenta. Gotzon Hermosilla los incluye en la generación del búnker. Estaban allí, entonces. Y treinta años más tarde sacan su primer disco, Salud camarada!, que graban en Gaua y presentan, un sábado cualquiera, lluvioso como siempre eran antes y los bares eran más acogedores, en la Riojana Rock. Es una metáfora muy significativa: treinta años para grabar un disco. Treinta años arrastrando la etiqueta de mítico sin haberlo dejado por escrito. Ésa es nuestra tradición oral. Nuestra historia. La que a mí me tocó de refilón pero acepté su valor. La que espero que reciba la siguiente generación. Y la siguiente. Las huellas de la música: que marcan un camino lleno de curvas, pero con unas vistas preciosas. Y, sobre todo, con gente cojonuda y con muchos bares para hacer paradas y conocerles mejor.
Así se repasaron el sábado aquellas viejas canciones de la maqueta que sonaban, me entenderás, como si las escuchara un niño con los cascos antiruido puestos. Lo dijo el cantante por dos veces: "presentamos nuestro nuevo disco, con las mismas viejas canciones de siempre." Esas palabras clave. Esas melodías a pulmón. Es un lenguaje que nos escribió el futuro y, por mucho que ahora nos obligue a mirar para atrás, lo seguirá haciendo. Sonaron a lo de siempre, y te pueden gustar más o menos, te pueden parecer demasiado sencillos, planos, lo que quieras, pero sus canciones tienen una carga de autenticidad, de espontaneidad y honradez que marcó la música de este pueblo durante años, nos dio una tradición a la que debemos dar su debido valor. Canciones como renglones torcidos sin dios, ni rey, ni falta que hace.
Terminaron con una canción como "Galerna", inédita hasta hace dos años, que se acerca a los seis minutos, tiene una estructura compleja, cambios melódicos, un toque dramático, un curtido nostálgico, ese estribillo final que roza la épica, notas que reconocemos a ciegas, con las que alzamos el vaso, pasamos el brazo por encima del hombro del que esté más cerca y, por unos instantes, nos olvidamos del resto. No todo es historia escrita. Aún habrá que seguir inventándola.
Yo suelo ser muy exagerado, lo sé. Lo sabéis todos los que os pasáis por aquí, pero me la suda, qué quieres que te diga: la reputación es algo sobrevalorado. Creo firmemente en el valor de la música no cuantificable ni valorable. Reconozco el valor de las canciones que nos anclan al suelo y nos elevan lejos. Las que nos ponen en nuestro sitio y, al mismo tiempo, nos permiten volar. Ese calibre no entiende de géneros ni de listas ni de tasaciones. Esas canciones son como piel, invisible, fina pero resistente, con sus marcas, alteraciones, grietas, irritaciones, y una pigmentación gualdinegra, que me recuerda al hollín negro y el dorado hueco de las huellas que dejamos.
Suelo ser muy exagerado, lo sé, y un mal poeta, pero si no lo decía así, no sabía cómo decirlo. Así que, sácame para siempre de este puto invierno.
Posdata: La fotografía la he tomado de su página de facebook, ya que yo no pude sacar ninguna. En el pie de la fotografía tenéis bien claro quién es su autor y a quién debéis aplaudir por haberla hecho y/o pedirle permiso para reproducirla. Yo no lo he hecho. Así que me ofrezco voluntariamente a retirarla y decorar la entrada con alguna otra si el autor así lo cree conveniente.
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