La sal de la vida



Ya he averiguado por qué es miércoles y aún no he escrito nada sobre el concierto del pasado domingo: soy un desaborido. Lo he descubierto esta misma mañana, mientras conducía, y por los misteriosos mecanismos de la inercia matutina y el diseño rectilíneo de la red de carreteras, me he sorprendido pensando en ello:
- Mutagénicos, coño, que aún no he escrito nada. 
Así ha empezado mi reflexión, para seguir luego: y qué escribo, y cómo empiezo, ¿me pongo gracioso?, ¿melodramático?, ¿ingenioso?, ¿ridículo?, ¿denso?, ¿higiénico?... ¿Me pongo en evidencia?
- Nada, no se me ocurre nada. 
Y he vuelto a encender la radio y a tomar las curvas por el peralte. 
Entonces, porque hoy es miércoles de ceniza y ayer fue martes de carnaval, han pinchado en la radio el "Mardi Gras in New Orleans" de Professor Longhair. Y en lugar de ponerme a silbar, de aparcar el coche en el arcén y bailar pegado al teléfono de auxilio, en lugar de sonreír, mover la clavícula y el cuello y poner caras raras que si se graban en vídeo se hacen virales en instagram, me he puesto melancólico, ronco, un poco tenso, y me he acordado de Creighton Bernette y del hueco que quedaba en la cubierta de aquel ferry. 
-  Dale, tío, que toses y te sale una chirigota por la nariz. 
Ahí me he dado cuenta: que soy un sosaina. Y por eso no había escrito aún, creo, porque necesito que me den el pie para luego darme el tropezón, y no me salía una línea con la que abrir esta entrada porque es obligado que fuera todo luminoso y sandunguero, como fue el concierto del domingo y todo el día en sí, pero yo voy de cenizo a ceniciento y con el tiempo y la edad cada vez me estoy haciendo más acólito de los rictus egregios y la alergia al gambeteo. 

Mira que me dijo Juan, "tienes 500 palabras", pues, tate, en lugar de encontrar una frase con la que tirar para adelante y desbrozar mi memoria, me han hecho falta varios párrafos y un supuesto monólogo interior. Es lo que tiene esto, que por mucho que me ponga atril y partitura, luego me olvido de la letra, igual que le pasa al cantante de los Cracadura (si es con "k", kizás, no lo sé). Pero ya he arrancado el coche cuesta abajo, como Theo Faron escapando de los Fishes, y ya no paro. Regreso en pretérito al Satélite T, y hablamos un poco de la sesión doble que se marcaron Los Mutagénicos para celebrar los días de Carnestolendas. 

Pues sí, y fue así, un carnaval. Salieron disfrazados de crustáceos, bien almidonados y pasando calor, esgrimiendo pancartas al estilo del local pero cambiándole el nombre a la sesión. Todo para arrancarse en formato trío con varias instrumentales de aire surfero, ribeteadas con sus correspondientes onomatopeyas y sin intervalos. Luego se reposaron y empezaron a cantar, pasando del surf al garaje y al punk más popero, sin quitarse el traje, y acompañándose de Nacho Pelo Bola, al que presentaron como invitado, pero en todas las referencias digitales, le nombran como miembro de la banda. Porque, sí, yo te lo digo así. A mí me preguntaron: "¿vamos el domingo a ver a Los Mutagénicos?", y yo contesté, "vale, por qué no", con las mismas palabras que utilizó aquel viejo amigo irlandés cuando le ofrecimos el bocadillo de lomo con pimientos que nos había sobrado del viaje al recogernos en Montparnasse, mientras conducía por las calles de París un Renault 5 Turbo que días después nos dejaría tirados a pocos kilómetros de Cagnes-sur-Mer, camino de la Casa Museo de Renoir porque habíamos estado conduciendo desde Gallion con el starter puesto. ¿Qué? Pues eso, quinientas palabras: que dije, sí, vamos, qué más me da, sin saber quiénes eran Los Mutagénicos ni por qué merecía la pena ir. Y busqué en internet el día antes, para no ir a palo y luego hacerme el interesante. Por eso sé que a Nacho Pelo Bola le reseñaban como voz y guitarrista rítmico de la banda. Pero el domingo, en el Satélite T, no se acercó a ninguna guitarra. Apareció con cervezas la primera vez que pisó el escenario y después en batín como si bajara a desayunar en el bufé del Hotel Savoy, a orillas del Támesis. Pero estaba a orillas del Nervión, y como aquí somos muy dados a lo autóctono y a lo surrealista, el que también se unió a la fiesta, como ya hemos comentado, fue el cantante de los Cracadura, que, amén de serlo, también tiene cargos públicos en el gobierno del local del concierto, pero voy a abstenerme de relatarlos, para concentrarme más en su indumentaria (antiparras coloridas, gargantilla molar a lo Wau y los Arrrghs, y de atrezo una botella de lejía amarilla que le dio para hacer un chiste de contenido sexual y romper el hielo) y en su competencia, que estuvo a la altura del concierto, contribuyendo al aire festivo, y dejando además muestras de su facultad como frontman, una voz aceptable que creció por la tarde, y alguna laguna nemotécnica que pareció más teatro (bien ejecutado, por cierto) que otra cosa. 

Voy a cambiar de párrafo para respirar y terminar: bien, enérgicos, divertidos, con hits potenciales como "Patillas de velcro" y un disco nuevo en perspectiva, según comentaron, dicharacheros, cercanos, y sin aspavientos ni tirabuzones que luego se enreda uno y se tropieza, como yo con las palabras. No, Los Mutagénicos han ido ganando, me dicen, repercusión a base de la única reputación que merece la pena, la que queda grabada en tus biorritmos y en tu memoria. Y el domingo lo volvieron a hacer porque la música es como la vida misma, que decía el otro, y no todo van a ser reflexiones sesudas o epopeyas románticas, también necesitamos dulce y danza, convertir la revolución y la supervivencia en una declaración vital en favor de las ganas de aplaudir y de bailar. Y de eso dieron a espuertas en dos sesiones, porque, ni cortos ni perezosos, a la matiné le sumaron la función de tarde; el pobre Oskar Sánchez se puso de nuevo a desenredar cables que ya había enredado, y allí volvieron a la carga los de Logroño con todos sus invitados y un público bien comido y trasegado aunque algo más reducido que el de la mañana, claro, porque nadie se esperaba que la banda se animara con una repentina doble sesión. Doble sesión que, de buenos ciudadanos es confesarlo, nosotros no disfrutamos del todo. Nos piramos cuando aquello empezaba a tomar la forma de un Mardi Gras a la vasca, sin collares coloridos pero con quintales de cerveza. 

Y ahora que termino me quedo mirando la pantalla del ordenador y pensando, "¿por qué, tío, por qué?" Pero como soy un soseras (sí, ése de ahí, el que mientras todos bailan, él mueve los tobillos para pasar desapercibido) no tengo ganas de releer lo que he escrito porque me muero de ganas de ojear las necrológicas del periódico, averiguar cuál es el índice Nikkei del día, y aprovechar la hora del café para bajar a ver una nueva zanja que ha abierto una cuadrilla municipal frente a mi ventana laboral. Y dicho todo esto, me acuerdo de Creighton Bernette y de cómo decía aquello de que "the ending of the book is not the end; it is a transition", deseando que esta entrada, por favor, sea una transición hacia la resucitación de mi antaño carácter risueño y cascabelero. Si no lo consigo con voluntad, la próxima vez, dejaré que los genotóxicos de la música tradicional de Logroño muten mi código genético y, como la protagonista del libro del que hablaba Creighton en Treme, camine hacia el agua del Golfo de México en pos de la promesa del horizonte (lo flipas, un final para regurgitar lo anteriormente escrito, me piro). 

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