Esta mañana me he acordado de Rust Cohle: "We are things that labor under the illusion of having a self; an
accretion of sensory, experience and feeling, programmed with total
assurance that we are each somebody, when in fact everybody is nobody." No sé muy bien cómo leer esto, pero yo lo entiendo así: vivimos creyéndonos que nuestra ilusión de ser importa, cuando, en realidad, somos diminutamente insignificantes en medio de una multitud de gente con el mismo superpoder que el nuestro, el de ser personas individuales con conciencia de sí mismos. La cita no me la sabía de memoria, la he buscado, pero sí que recuerdo a Cohle, con su enorme bloc de notas, diciendo aquello como si estuviera explicándole una incidencia al servicio técnico de su compañía telefónica.
Ir a un festival de música es una oportunidad pintimparada para convencerte de este sentimiento y, de paso, usar una palabra como pintimparada. En medio de los demás, prestándole atención a otros encumbrados sobre un escenario, creyéndote que tu juicio y tu gusto proceden y conciernen, no es difícil que, si estás atento, te den ganas de descubrir la humildad y el sentido del oído más que el de la plática. Más aún cuando, en ese mullido y multicolor grupo de gente, tú te sientes apartado e incómodo por más que intentes integrarte.
Seamos sinceros. Este año, en el BIME, yo entré así: por la puerta, como todos, pero desconcertado. Después de que me pusieran una pulsera con una especie de microchip, me cachearan y me pidieran que colocara esa misma pulsera junto a una pantalla en plan Misión Imposible, me encontré con Javiera Mena vestida como Diana de V bailando con un grupo de alumnas de Eva Nasarre. De reojo, me cegaban los píxeles ochenteros con el nombre de Edwyn Collins mal escrito. Alguien me explicó que tenía que ir a hablar con un adolescente para que mi dinero se transformara en plástico. A partir de entonces, bebí pagando mis consumiciones con un giro de muñeca (cashless lo llaman porque el castellano es wordless). Todo esto mientras miro obnuvilado la decoración de mecanotubo con tubos fluorescentes. Ya no sé qué quería decir, pero es una sensación muy extraña sentirse fuera de lugar en un lugar que parece que se parece a los que recuerdas de tu juventud.
Como todos tenemos superpoderes y un sentido muy afectado de nuestra individualidad, las opiniones y las experiencias dentro de un festival son siempre diversas y nunca unánimes. Yo no voy a hablar de lo que no me gustó, porque, probablemente, solo sea capaz, si lo hago, de mostrar mis carencias, y creo que, a los que leen este blog, ya les tengo cansados de tanto autodesprecio. Así que me voy a concentrar en lo que disfruté, que fue poco, pero bien disfrutado. Vamos a ello:
Prácticamente, dos conciertos: Richmond Fontaine y The Divine Comedy. Y detalles, momentos, algo: apenas pude ver una pequeña parte del concierto de Nacho Vegas, y lo que escuché, me gustó. Lo hice a pie de pista, justo enfrente de Joseba Irazoki y lejos de Abraham Boba, dos razones que explican por qué Vegas ha ganado luminosidad y brío. Me molestó bastante el parón de Suede, pero ya había desconectado antes. La segunda parte estuvo entretenida como me entretienen los capítulos repetidos de The Big Bang Theory en TNT. PJ Harvey, sí, fue hipnótica, intrigante y fascinante, pero, desgraciadamente, a mí no consiguió ni fascinarme ni intrigarme ni hipnotizarme... del todo. Edwyn Collins no alcanzó a sorprenderme como lo hizo la primera vez que le vi en Madrid, hace tiempo, sin discos nuevos y con más electricidad. Belako sirvió bien de cierre de velada. Entre humos místicos y en la distancia, sin embargo, no llegaron mucho más allá de la piel, y otras veces sí lo han hecho. Siempre había querido ver a Lambchop, pero me hubiera gustado hacerlo antes de que descubriera el vocoder (o lo que sea). La intensidad y la velocidad pudieron con nosotros antes de la mitad del concierto. El falsete de James Vincent McMorrow cautiva, pero no fui capaz de entender por qué estaban tan serios que parecían cabreados consigo mismos o con el mundo entero.
The Divine Comedy fue la sorpresa tanto para ella como para mí. A Neil Hannon ya le conocíamos de antemano, y, de hecho, le habíamos visto en dos ocasiones anteriores, aunque con formatos diferentes. El de ayer, en buena compañía que nos ayudó a entenderlo mejor, con sus dosis de comedia teatral, ese dandismo insurrecto, una licorera terráquea, y las estanterías llenas de sus canciones más populares y animosas fue una oportunidad de convencer a los que ya estaban convencidos y de ganar acólitos para la causa del pop orquestado británico, con flema, sorna y rickenbackers (o igual no). Hannon fue cercano y gracioso. Bebió vino y consiguió que nos olvidáramos de la modorra que te entra sentado, tanto, que, al final, nos pusimos, como el resto, de pie.
Y no sé qué añadir de Richmond Fontaine que no haya dicho ya. En breve: sencillos, directos y eléctricos. Tocando hasta cosas arriesgadas como una de sus postales de Post to Wire o canciones de The High Country, pero también otras cosas más accesibles como lo más cerca que han estado de un hit, con "Montgomery Park", y lo mejor de su último disco. Dan Eccles con sus riffs oportunos, la percusión evocadora de Sean Oldham, la voz narrativa de Willy Vlautin y la osamenta al bajo que pone un Freddy Trujillo que se atrevió con el castellano. Para un servidor, fueron lo mejor del festival, pero yo no soy objetivo ni me caracterizo por intentar serlo o ocultar lo contrario.
En realidad, creo que voy a poder explicar por qué me gustaron The Divine Comedy y, sobre todo, Richmond Fontaine, volviendo a Rusty Cohle y al principio de mi entrada y así conseguir que tenga sentido haberla empezado con ese rodeo. Porque esa afirmación tan funesta y descarnada del detective más pesimista de la historia de la televisión, tiene, en realidad, un remedio. Solo podemos aplacarlo con afecto, con conexión, sintiendo esa extraña calidez tan repentina como fugaz que, a veces, llamamos amor, otras veces amistad, algunos fe y muchos, música. Y, al menos, para mí, ese momento extraordinario y efímero ocurrió dos veces en el BEC y no tuve que usar mi pulsera de plástico para pagarlo.
Horas más tarde, te alejas de la multitud como si renunciases al mundo y entras en El Tubo para darte cuenta de que la música es un refugio y tienes la suerte de tener al lado a alguien que te ayuda a sentirte menos diminuto e insignificante en medio de la multitud.
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