Siempre me ha gustado un tío que se llama Paul Gilroy. No lo conozco. Si te soy sincero, no me he leído ninguno de sus libros enteros. También James Clifford y Routes. Me gustan sus teorías, o, al menos, lo que creo entender de ellas. Tal y como los entiendo yo, durante mucho tiempo (y hablo de siglos, que me estoy poniendo humanista) nos empeñamos en definirnos por categorías muy fijas, poco flexibles. O eras cristiano o eras judío. O eras negro o eras blanco. O eras de aquí o eras de allí. Abolengo y heráldica. Después, con los tiempos modernos, la cosa se complicó que no veas. Ya no te podía definir solo la iglesia, tu lugar de nacimiento, tu linaje... Te definían todos esos y muchos otros aspectos que ni tan siquiera parecían pertenecerte ni eras capaz de entenderlos. Somos sujetos alterables, complejos y caprichosamente paradójicos. Somos de donde somos y también de a donde vamos, de donde vinimos, de donde nunca fuimos pero siempre quisimos ir. Es lo que en inglés definen con dos palabras de pronunciación muy parecida: "roots" y "routes", raíces y rutas. Somos la tierra, pero también el camino. Somos habitantes y emigrantes. Todos somos refugiados.
Pela se acordó de ellos. Sacó una bandera en favor de los refugiados y repartió estopa para toda la clase política. Solo fue un detalle más de uno de los mejores conciertos del festival: Sumisión City Blues.
Me acordaba de ello esta misma mañana, cuando aparcábamos el coche en cualquier rincón de Lakua, justo antes de coger la AP-68 en dirección a Bilbao, y buscábamos una cafetería abierta por una ciudad que parecía desierta, evacuada. Cerraron la carpa Merle Haggard y todos nos pusimos a hibernar, pensaba mientras aparcaba y doblábamos la esquina de una calle vacía. En una plaza interior, sin embargo, encontramos varias cafeterías abiertas y familias de bien que sacaban de recreo a sus hijos e hijas mientras disfrutaban del vermú. Yo, sin embargo, aún tenía los ojos vidriosos y un agujero en el estómago. Mis compañeras también: café y algo de comer, por favor, ya. La camarera es latinoamericana y su compañero también. Rizos afros, semblante serio y una camiseta de Pearl Jam. Toma ya. Y en la pantalla de la televisión, Bruno Mars.
Siempre me dijeron que Vitoria fue una ciudad de curas y militares. Mientras fumo fuera y apuro el cortado, me acuerdo de Pela, de su bandera y de todo lo bueno que pasó ayer. Más rutas, pienso, más raíces. Más jodidos nudos, nódulos, vías, viajes. Miro al frente y veo a la gente, con sus vidas, con sus ritmos, en una ciudad que no es la mía...
Ahora es cuando cuentas tu teoría, tío, pero aún hay algo de resaco: no soy capaz de conclusiones. Tiro la colilla, la piso, y me disculpo ante su padre porque al volverme para entrar casi me cargo a un mozalbete tan feliz con su camiseta del glorioso. No sé al equipo, pero al segundo día de la decimoquinta edición del Azkena Rock Festival, ese adjetivo le viene de serie. Me explicaré a continuación, sin brevedad y con absurdidad, como siempre.
Yo me empeñé en que el día consistiese en diez horas de estar de pie viendo a gente gritar. O cantar, llámalo como quieras. Yo me empeñé. Lo dije desde que comíamos menú del día en la calle Cuchillería: "lo que queráis, pero yo a las cinco estoy en la puerta". Vamos a partir desde el principio: aquí cada uno tiene una opinión. Todo el mundo escucha la misma canción y la escucha de una manera distinta. Yo escuché ayer, calculo, más de cien canciones en directo y esta es mi rotunda opinión: fue uno de los días más felices de mi vida, que es mucho exagerar, y mira que yo exagero, pero se entiende lo contundente que quiero ser. Si el día anterior había sido un día más de anécdotas que de memorias, el del 18 de Junio de 2016 en las campas de Mendizabala yo lo guardaré como oro en paño en la memoria RAM de mi cerebro.
Y lo guardaré por esto:
Ya he hablado de los vitorianos Sumisión City Blues. Ese rock canalla con letras poéticas, llenas de imágenes carnosas y punzantes, y un toque punkarra fue de lo mejor del festival. Patadas al aire, sobeteos a las perneras, vaciles al respetable, parece que tienen un lenguaje propio que solo entienden los que han tenido los huevos de prestarles oído. Para mí, fue la primera vez, y solo conseguí arrepentirme de todo el tiempo que había perdido hasta ayer. Tienen, además, canciones que, yo creo, podrían hasta petarla en la radiofórmula, pero es precisamente esa pátina que le ponen de me suda la polla y que le den al sistema lo que las hace alérgicas a la gloria pero, al mismo tiempo, auténticos temazos (quiero decirlo: es la primera vez que utilizo esta horrorosa palabra en el blog) instantáneos.
Si empiezas así el festival a las cinco de la tarde, ya no hay solución. Has entrado en el bucle y por mucho que le eches limón a la cerveza ya no vas a poder pararlo.
Ni quise pararlo:
El siguiente momento imperecedero ocurrió porque, precisamente, somos nómadas y la música nos lo recuerda. Nómadas del espacio y del tiempo porque Radio Birdman se pasó por el forro la lógica de las dimensiones y dio un concierto de esos que transcienden el continuo espacio-temporal. Y, además, concatenado, porque todos los eventos del universo ocurren en ese continuo y, por un momento, ayer Gasteiz era la capital del mismo y lo más parecido a una Australia que abandonara las antípodas. The Scientists aprovechó el escenario con mejor sonido del festival para recordar su herencia y eregir a Kim Salmon en uno de los protagonistas imborrables de la historia del Azkena: el cierre con "We Had Love", de los que luego sacas a colación cuando en el futuro te pones nostálgico.
Hubo más, y mejor, a mi entender:
Después de 091 debería haber llamado al 112 y denunciar que me habían robado el resto del festival. Por un momento, no tuve ganas de más. Cuando terminaron de cantar "La vida que mala es" quise gritar que la mía era cojonuda. "La calle del viento", "¿Qué fue del siglo XX?"... Yo qué sé. Había versos de Lapido que García hacía lapidarios, frases que parecían convertirse en tatuajes potenciales en un concierto que tuvo el mejor sonido del festival, a mi entender. Los de Granada regresan pero ayer en Gasteiz se quedaron para siempre. Yo, lo digo en breve, flipé.
Y, por supuesto, lo que te dirá todo el mundo porque prácticamente no encontré a uno que no estuviera de acuerdo:
The Who, simplemente. Te podría hablar de las imágenes, del repertorio, de su testimonio final, de la multitud, el sonido... No diría nada distinto de lo que le vas a oír decir a la mayoría de la gente que se encontraba frente al escenario Lemmy Kilmister: convincentes y contundentes. Por supuesto, habrá opiniones para todos los gustos. Conciertos tan concurridos como este te enseñan lo mismo que te enseña la cola de la frutería, las estaciones de metro, las barras de un bar o, precisamente, el derecho a opinar, que la gente se divide en solo dos tipos: los gilipollas y los que lo son menos. Y con tanta gente alrededor, los gilipollas abundan y se hacen más aparentes. Perdón por el exabrupto, pero aún me duraba el cabreo. Y la resignación, que duele más. Solo añadiría: "Can't Explain" es una de mis favoritas, y abrieron con ella. Mientras sonaba "Sparks" cumplí 40 años, y ya no añado más.
En resumen, dos bandas australianas que son, curiosamente, cada una de una punta de la isla. Londres, Granada y Vitoria-Gasteiz. Raíces y rutas. La música es un puto refugio que no abandonaría en la vida y ayer abrió de par en par sus fronteras para que nos alojáramos todos allí, calentitos y felices. Yo fui feliz, muy feliz, durante diez horas que estuve de pie viendo a gente cantar. O gritar, llámalo como quieras.
Hubo más: Cobra, rotundos. The Milkyway Express, elegantes. Raveneye, estimulantes. Vintage Caravan, verriondos. Imelda May, delicada. Marky Ramone, atlético. Supersuckers, distendidos. A Refused y a Fields of the Nephilim, no los vi, lo siento. Son doce de catorce, desde las cinco y cuarto de la tarde hasta las tres y pico de la madrugada. Me vas a perdonar que sea condescendiente conmigo mismo, pero, no está mal, tío. Feliz, muy feliz. Miles de notas, cientos de acordes, decenas de canciones para dibujar rutas, desenterrar raíces que consigan darle sentido a esta vida que, de lo mala que es, es magnífica: no lo puedo explicar mejor, pero nos queda el amor. En esta última frase, quedan enterradas para siempre tres canciones que, como ya he mencionado, me hicieron feliz, muy feliz, aunque solo fuera por un fugaz momento, entre el 18 de Junio y el 19 de Junio de 2016. Y si sigue rimando un día después, imagínate cómo retumba aún.
Comentarios