... not even close



"It wasn't the best I ever had / not even close", así termina "Reno" de Bruce Springsteen, después de cuatro minutos de inquietante sobriedad en los que el de New Jersey habla de una prostituta que, probablemente, conoció en Reno, Nevada.
Reno, Nevada.
Bill Harrah abrió el Harrah's Hotel and Casino en Reno hace ya mucho tiempo. Aún se habla de cómo se relacionaba con sus empleados y clientes, y de cómo Harrah fue el primer inversor en el mundo de las ruletas que se decidió a contratar croupiers femeninas y a pasarse por el forro la segregación racial. En Reno, también hay un museo del automóvil. Entras por la puerta y te encuentras con un Corvette y con el Delorean. Me contaban que todos esos coches no eran más que la mitad de la colección que poseía el propio Harrah. Algo se cuenta de un incidente de tráfico cuando era niño y cómo así nació una leyenda más para alimentar el ideal americano al que muchos aún se agarran con desesperación: el self-made man, que también se da, por cierto, lo mismo en Jerez de los Caballeros que en Arteixo que en South Pasadena. Volviendo al casino, el principal teatro de espectáculos que regentan se llama el Sammy's Showroom, y, ahora mismo, el espectáculo estrella es un show de magia a cargo de Alex Ramon.
El escenario del Harrah's, sin embargo, tiene historia: sobre sus tablas, han cantado gente como Loretta Lynn, Connie Stevens, Neil Sedaka, The Righteous Brothers, Joan Rivers, Andy Williams, Patti Labelle, Trini Lopez, Merle Haggard... Antes se llamaba el Headline Room, pero fue rebautizado como Sammy's Showroom en honor a Sammy Davis Jr, amigo íntimo de Bill Harrah, y a quien siempre le brindó la oportunidad de actuar en el Headline Room a pesar del contexto histórico y los problemas raciales que sufría el país y el propio Sammy. Me contaron que Harrah le renovó el teatro entero para que Sammy Davis Jr pudiera tenerlo para él. Al parecer, en los bastidores encuentras todo lo necesario para vivir sin salir del teatro: un dormitorio, baños, cocina... Harrah quería que su amigo viviera en el hotel y no sufriera la segregación. Ése fue su regalo. 
Ahora, dos enormes pinturas que recuerdan al sonriente tuerto de Harlem escoltan el teatro junto a la puerta de salida.
Hoy en día, el Sammy's Showroom, a los ojos de un europeo con poca experiencia en los casinos, parece una sala decadente, el escenario de tiempos que quizás fueron mejores. Los peldaños enmoquetados van cruzando una platea repleta de mesas estrechas, numeradas, todas con su pequeño aplique de luz. En una esquina, hay un balcón acortinado, y el telón cae sobre un escenario ovalado que se culmina con un visillo a modo de corona. 
Esa noche, apenas podemos estrujarnos en una mesa con formas angulosas que rodea un banco mullido, con las mismas formas retorcidas de la mesa. Intento encender la lámpara, pero no funciona. Toda la gente se va sentando poco a poco, y, tras un par de discursos que tampoco importan mucho aquí, aparece Arigon Starr en el escenario, con su poderosa presencia, una sonrisa amplia, una risa salvaje, que comparte desde el principio, y un cuerpo rotundo que ocupa todo el escenario. Solo están ella y su guitarra acústica. Una guitarra que luchará por afinar durante el resto del concierto.
Arigon Starr es india, de la tribu de los Kickapoo, aunque también corre por sus venas sangre Creek y Cherokee. En 1999, ganó el premio al mejor álbum independiente en los premios de la música nativo americana. Sí, existen. Su primer disco se titulaba Meet the Diva. Después, grabó Wind-Up y su canción "Junior Frybread" se convirtió en lo más parecido a un éxito que ha tenido nunca. Después llegarían Blackflip y The Red Road. Starr ha tocado en Inglaterra y Australia, además de recorrerse Estados Unidos de cabo a rabo. Tiene otros talentos, es actriz y dibujante, y, últimamente, su serie de cómics Super Indian está teniendo un gran éxito. De vez en cuando, sigue actuando, y, según ella misma contó, que le brindaran la oportunidad de volver a colgarse la guitarra y tocar en un escenario como el Sammy's Showroom le había devuelto la alegría. Y la alegría se le notó: no dejó de contar anécdotas y chirigotas, se vaciló a sí misma, se celebró a sí misma, se soltó en los coros y se entregó hasta el final en un concierto de música country, con contenido reivindicativo y agudo, sin descanso, y que terminó sin clímax. 
Empezó con "Navajo Radio", sonando a algo entre Flash Dance y Patti Smith, o los Pretenders, no sé, con el resto de la banda pregrabada, cosa que solo haría una vez más. Después, siguió con su repertorio y consiguió que su guitarra pasara de la cumbia a Billy Bragg sin que pudieras reaccionar. Coronaba sus canciones con historias que parecían ampliarlas o chistes que las relativizaban, como cuando terminó una con un chascarrillo que hizo reír a la audiencia local: "Baseball is an Indian game". Y lo sabes, añadió con un gesto que no fue igual que el de Julio Iglesias. La canción en la que homenajeaba la memoria de su padre y su colección de vinilos fue la mejor de la colección en directo, según mi pobre criterio. Habló de Bob Dylan, Dwight Yoakam y Robert Plant, y de músicos que habían grabado con ellos. También del escritor cherokee Robert J Conley, aunque tuvo la delicadeza de contarnos el final del libro y estropeárnoslo. Antes de acercarse al final y cerrar con la historia de un camionero indio o alabar la condición de hogar del estado de Oklahoma, Starr se puso "silly", como ella mismo dijo, y erizó aún más su sentido del humor, tanto con su country repleto de sorpresas inesperadas, como con sus parlamentos entre canción y canción. Memorable el sucedido, exagerando el acento de su tribu, en el que se puso a imitar a la gente que se acerca y le pide permiso para acariciar su pelo porque: "yu indians arrr so ispirituaaal". Que no traduzco. Por lo demás, terminó arrebatada, con una canción que no enganchó, pasando del country más puro a lo que se radiaría en Kiss FM, con un voz dominada por los graves y una guitarra que le costaba afinar, pero superando la prueba de la reivindicación cultural con sentido del humor y dignidad, sin resultar demagógica y demostrando lo complejo que es definirnos si queremos usar conceptos limitados y concretos. 
El Harrah's necesita toda una manzana, con fachadas hacia el norte, sur, este y oeste, para dar cobijo a sus cientos de habitaciones, sus varios restaurantes, y las mesas de juego que permanecen todo el día abiertas en salones sin ventanas, con los relojes prohibidos, y la moqueta soportando colillas y restos de cerveza. Todo el reino lo forman dos torres enormes y un pasadizo de cristal que las une. Fuera, en ocasiones, parece que todo el mundo abandonó la ciudad y las calles fueron evacuadas, mientras las luces del Cal Neva salpican con nostalgia el cruce de calles. La fachada del hotel que da a Lake Street, justo frente a la estación de autobuses y cerca de la vieja señal luminosa que daba la bienvenida al centro de Reno antiguamente, esconde un secreto que aparece en algunas guías de viaje. Entre el hormigón pálido del hotel, aún aguanta un pequeño edificio de ladrillo bermejo, chirriante y anacrónico, testarudo y orgulloso como la casa de Carl Fredricksen en Up, pero sin intención alguna de echarse a volar. Es el hotel Santa Fe, un hotel como el Red Star de Elko, que sirvió durante años para aliviar el desencanto y la añoranza de los vascos que emigraron a los Estados Unidos para cuidar ovejas. Me explican que ya murieron los últimos pastores que le daban sentido al hotel, también que Harrah's ha intentando comprar el negocio cientos de veces, pero el local, aunque haya cambiado de dueños, sigue allí, con un puñado de habitaciones, fotos de Biarritz, un plano de Euskal Herria, y un comedor con bancadas y manteles de cuadros donde no se reserva espacio, te tocará comer con quien se siente a tu lado. También hay una jukebox, con los letreros borrados por el tiempo. Todos los que vamos nos tomamos un picón, la bebida típica del local, algo que recuerda a una explosiva mezcla de sangría y orujo que parece no tener nada de vasca, al menos al sur del Bidasoa. Un vasco que emigró hace años, acodado en la barra, con una gorra de beisbol y camisa de cuadros, pone a prueba nuestro euskera. No sonríe pero se le ve agradecido. Dicen que es bertsolari, pero no bota ninguno.
Salgo fuera a fumar un cigarrillo y dejo al resto dentro, intentando vencer al picón. Enciendo el cigarrillo y me alejo un tramo, lo justo para ver el edificio en perspectiva y reconocer por qué es un sitio con magia. Emparedado entre las costillas del Harrah's, sobreviviendo con una testarudez que me obliga a dar una buena calada, reconozco el paso del tiempo y las heridas de guerra. También pienso en Arigon Starr. Hay algo que parecen compartir ambas experiencias, y no tienen nada que ver con "Reno" de Bruce Springsteen. O igual sí. Igual acabo de meter la cabeza en la ratonera, porque, como decía Bernardo Atxaga, es la única manera de llegar a lo universal, a través del agujero de una madriguera... 
"Not even close," tío, "not even close", me grita un tío cuando me ve lanzar la colilla de un pititaco y fallar en mi intento de perderla por la alcantarilla. Le sonrío. Y él me sonríe. Apenas le quedan dientes, lleva una gorra desgastada de los Hawkeyes de Iowa y tiene la piel tan curtida como el fondo de un río seco. Con sus dedos largos, sin carne, hace el gesto de darle una calada a un cigarro imaginario. Le doy uno de verdad. Me guiña un ojo y sigue calle abajo, probablemente, hacia ningún lado. "Best I ever had", grita, alzando el cigarrillo hacia el cielo.
Y yo no sé si es coña o me lo estoy inventando ahora mismo.

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