Dice
Amy Boone que le da lástima no tener tiempo para conocer mejor la ciudad.
“Igual tengo que pasarme toda la noche en vela,” y se ríe en inglés, no sé si
con acento de Texas. Lo ha dicho unos minutos antes: “yo soy de Texas, y estos
tíos de Oregón.” Pues Bilbao, Bizkaia, les recibió con una ciclogénesis.
Mientras la cantante de The Delines se mostraba educada y profesional, yo
recordaba cómo, de camino hacia el Antzokia, había cruzado el puente del Arenal
mojándome la rabadilla y evitando las varillas del paraguas de una señora, que
se doblaban como las ramas de un alcornoque. Seguro que lleva diciendo lo mismo
desde que llegaron a Irlanda, pensé, pero, aún y así, sonaba auténtico. Y, más
o menos, ésa es la clave de la música de The Delines.
La
banda sale a escena puntual. Cinco minutos más tarde de la hora que aparece en
la entrada, a lo sumo. Y lo hacen elegantes (con esa elegancia tan americana,
americana de chaqueta y zapatillas de deporte, o zapatos sin lustre y gorra de
camionero), a paso lento, sin aspavientos. No lo he dicho antes, pero lo digo
ahora: la gente está sentada. Sí, sentada en sillas plegables que han ordenado
en perfectas filas desde el escenario hasta la barra. Eso es algo nuevo para
mí, la verdad. No lo había visto nunca antes en el Antzokia de Bilbao. También
confieso que al entrar fui al baño y había cambiado por completo: alicatado y
con baños de pared. Me sentí como si envejeciera repentinamente, aunque esté
exagerando, porque hace tiempo que me siento como si estuviera envejeciendo repentinamente.
Repentinamente también, me siento rejuvenecer, porque, al volver del baño, me
niego a sentarme (tampoco nos pongamos magnánimos, la verticalidad no dignifica
tanto) y permanezco al fondo, de pie, viendo cómo, aparentemente, estoy en la
franja de gente más joven entre el público reunido. Y lo que iba a decir desde
el principio: la audiencia recibe al grupo con tímidos y reposados aplausos.
El
sonido, desde el principio, es muy alto y nítido. La voz de Amy Boone se
distingue del resto, pero se pueden apreciar perfectamente los acordes del bajo
y hasta se escucha el mullido pellizco de las teclas del Nord Stage 2. Abren
con "He Don't Burn for Me", y esa pesadumbre original, sin
artificios, se apodera desde el principio del ambiente. La tercera canción
comienza con unos acordes sencillos de Willy Vlautin a la guitarra. Porque soy
un gilipollas engreído, pienso que esas pocas notas que pasan desapercibidas me
recuerdan a David Simon y su tan mentado qué le jodan al espectador medio.
Vlautin y su guitarra te dan el contexto, te cuentan lo que no te va a contar
la canción y te tienes que imaginar tú: te dicen cuándo nació el sujeto en
mención que protagonizará la canción, cómo su padre era un alcohólico, su madre
les abandonó, él/ella trabajó en una tienda de piezas para automóvil y al final
se enamora de un hombre/mujer mayor que él/ella y viven felices a pesar de
sufrir un aborto y perder a un hijo/hija en Oriente Medio, mientras beben
cerveza barata en un porche que da a la autopista que rodea Alburquerque y
escuchan a Willie Nelson. No es ésa la historia que cuenta “The Oil Rigs at
Night”, la tercera canción del repertorio, la que abrió Willy con la punta de
su guitarra, pero podría haberlo sido o seguro que lo fue en otra de sus muchas
canciones, tanto para Richmond Fontaine como ahora para los The Delines. Y yo,
como espectador medio y mediocre, me pregunto si la gente lo escucha igual que
yo. Si, ya estén sentados o de pie, son capaces de entender cuánto se parecen
las historias que escribe Vlautin, por mucho que las suyas parezcan más
cinematográficas (gracias, Sundance) o más dramáticas (porque nos las está
cantando alguien que llegó desde lejos), a nuestras propias vidas. Y perdón por
ponerme tan intenso pero creo que la culpa fue de ellos tanto como mía.
Los
teclados de Cory Gray se entrelazan con la guitarra, a veces con el bajo de
Freddy Trujillo, como si fueran dos bailarines llevando en conjunción el ritmo.
Gray hace magia y se saca una trompeta de debajo de los teclados. La acerca al
micrófono y parece que nos acerca a la acequia que cruza en dos la tierra de la
familia Ulibarri en Tierra Amarilla (esto es mentira, pero es un homenaje). Las
raíces hispanas de la cultura norteamericana no aparecen solo a través de una
trompeta que sonará a Calexico o a Ry Cooder, por mencionar a quienes conozco
mejor. Los aires fronterizos y la mezcla de culturas también se asoman en la
instrumental “Rudy”, donde Amy Boone se retira a una esquina y deja espacio
para que los chicos ululen y describan el sur del Oeste de los Estados Unidos
de América. También se celebra pertinentemente la mezcla cuando el bajista
Trujillo reivindica la figura de su tocayo Freddy Fender, de los The Texas
Tornados y Los Super Seven, con una canción donde lo chicano se explicita cultural
y políticamente y que él introduce con un tímido pero expresivo castellano.
Cantan
“Wichita Ain’t Too Far” y Amy Boone explica que la historia habla de una mujer
que echa de menos a su marido, pero él es camionero y va a seguir echándole de
menos mucho tiempo, por su trabajo, explica. Boone dice que se identifica y su
empatía solo descubre que la de Texas parece empezar a sufrir las obligaciones
de una gira que les ha llevado por Irlanda, Inglaterra, Holanda… y ahora Bilbao
y el puente aéreo.
Amy
coje carrerilla y dice en un perfecto pero resbaladizo castellano: “Quisiera
cantar una canción muy dramática.” Y la canta, pero antes dice “la luz, sssss”,
también en castellano, y la luz se atenúa. Empieza la estrofa con una frase
densa, de esas que Vlautin escribe con naturalidad, como si hiciera la lista de
la compra: “I know the night will end…” Una levedad transcendente gravita sobre
el teatro y la gente parece somatizar la pena. La letra es breve pero espesa.
Pesa y la gente se atreve a sostener el peso.
Se
animan algo y por
fin se oye la voz de Willy Vlautin. Es el prólogo de un final eléctrico que se
corona con muchos aplausos, incluso con bravos, y un bis con el que no se hacen
de rogar: no pasa ni un minuto y ya han vuelto a salir. Cantan dos más: “I
Ain't Going Back”, la última. Buen cierre que les sirve para despedirse con la
misma sobriedad y elegancia con la que abrieron, habiendo dejado en el interín,
un buen ejemplo de la universalidad de la tragedia humana más ordinaria y su
buen matrimonio con la música. Algo de soul con música de raíces,
reivindicación sin demagogia de la interculturalidad que define las fronteras
que no existen más que para cruzarlas y borrarlas. Un buen concierto, en
resumen, que sonó auténtico y sincero por mucho que sonaran profesionales y
refinados.
Salgo
fuera a fumar un cigarrillo, sabiendo que voy a volver a entrar. La gente al
salir mira los carteles como cuando sales del cine. Entro otra vez al baño
alicatado y oigo conversaciones perdidas: parece que la gente ha salido
reconfortada. ¿Reconforta escuchar historias tristes? ¿Hay esperanza en ellas,
en la música, en la voz de Amy Boone? No lo sé, la verdad. Pero digamos que
entro y saludo a Willy Vlautin, porque hace un tiempo que nos conocimos y nos
dimos cuenta (o me di cuenta yo…) de que, salvadas las distancias (él tiene
talento y su propia historia, yo tengo la mía y la osadía de inventarme el
talento que no tengo), tenemos cosas en común que salvan esas distancias. Igual
que saltan vallas y océanos y sillas plegables la música de The Delines. Compro
un vinilo y me piro, a seguir viviendo mi vida que, a falta de circunvalaciones
del Medio Oeste, discurre bajo el puente de Rontegi con el mismo empeño
desesperado por ser humildemente feliz que desprenden las historias en las
canciones de The Delines. Y perdón por la intensidad y la presuntuosidad.
Posdata: la foto tomada de su bandcamp. No es la banda que estuvo en Bilbao el martes. Si mis datos son correctos, en Bilbao, y aparentemente para toda la gira por Europa, la banda la formaron Amy Boone, Willy Vlautin, Sean Oldham y Freddy Trujillo, habituales y que sí aparecen en esa foto, más Cory Gray, de los The Dandy Warhols, a los teclados y la trompeta (y que no aparece en la foto, creo).
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