Tiene que haber un montón de ellos aún ahí dentro. Melómanos, digo.
Seguro.
Otros ya se habrán ido.
Y también es cierto que muchos de los que aún están o estuvieron en el primer día del BIME 2014 tienen de melómanos lo mismo que yo tengo de pirómano. El sufijo de la palabra, eso es: una, en la izquierda y otra, en la derecha.
El BIME ha crecido. Ha dado un estirón como para pasar directamente de Charanga a Zara para comprarte una camisa de manga larga. El año pasado se veía más hormigón que pies (este año también, cierto, el recinto sigue siendo inabarcable) y la gente con la que te cruzabas iban todos acreditados y te remitían a las eternas preguntas como "este tío trabaja en...", "esta tía toca en...", este tí@ escribe en..." Ahora, ya no. Ahora te encuentras a peña que usa los tubos luminosos de publicidad como luchacos, a jovenzuelas que gritan al unísono que Molko les mola, a dipsómanos que confunden a Neil Hannon con Cristiano Ronaldo, a otro que le da por asperjar o bautizar al resto con su kalimotxo, amigas y amigos que van buscando el fotocol y el stand de Vans como si esto fuera un festival en la cima de la montaña.
Ha crecido el BIME y, como en las viñas de Andrés Iniesta, hay de todo... o igual no, que no he estado nunca.
El primer día del BIME 2014, celebrado en el BEC de Barakaldo y dedicado a la música del Reino Unido, digamos que de Great Britain (voy a hacer como en esa anécdota que se adjudica a un imperturbable Miguel de Unamuno cuando se encontraba dando una charla sobre Shakespeare en la Universidad de Salamanca, y me voy a pasar de golpe al idioma de la Pérfida Albión), transcurrió sin sobresaltos, con tal variedad de escenarios que para ir de uno a otro te sientes como en casa, en Barajas, buscando la puerta de embarque de tu avión. Sonaron 21 grupos de los que yo tuve ocasión y ganas de ver a 6, con lo que no me sale un censo digno como para aprobar mi trabajo de campo. Vamos, que no puedo llegar a grandes conclusiones cuando me fumé a Basement Jaxx, llegué cuando ya habían tocado Go Go Berlin, John Berkhout, We Cut Corners, The Weapons, Soak, The Barr Brothers y Tania de Sousa estaba en ello y pasé o no me quedé a Javi Green & Nemo Gauss, Mount Kimbie, FM Belfast, Zea Mays, Gose, Fuel Fandango o unos Joe La Reina a los que sí vimos de pasada o de reojo, pero no los cuento porque merecen más ceño fruncido, más atención.
En resumen: inauguramos con Imelda May, celebramos con Thurston Moore, nos difuminamos con Macy Gray, reposamos con Anna Calvi y The Divine Comedy y cerramos con Placebo. Eso fue lo que cenamos, y a fe que hoy tengo el estómago como si acaba de desayunar en Casa Cándido y no solo me hubiera comido el cochinillo, si no también el plato con el que lo parten.
Morticia May, siempre elegante y sugestiva, se disfrazó de cantante rockabilly irlandesa y le salió bien. Acompañada de una banda de adultos asesinos con cara de jugadores de póker aburridos, las canciones de May se ciñen tanto a un género que consiguen convertirlo en partículas infinitesimales con capacidad de transformarse en música pura, sin corsés ni crochets de izquierdas. Por la derecha del escenario, dio la sensación de que perdieron un tanto el hilo a la mitad del concierto, pero cierran con una de esas canciones modélicas y eléctricas como es "Johnny's Got a Boom Boom", con la personalidad tan arrebatadora que le da los latigazos del contrabajo y se te olvida hasta que es Halloween, algo que llevas intentando olvidar desde que empezaste con las clases de inglés particulares.
Los irlandeses, además, hicieron referencia a Hell Fire Club, una casa abandonada en la cima de Montpelier Hill, a la que se llega por una estrecha carretera, tras dejar Dublín atrás, y cruzar varios caminos de cabras donde las únicas señalizaciones son las carteles a mano que te indican dónde está el próximo pub. Allí estuvimos nosotros hace años, viviendo una aventura embarrada, alambrada y mosqueada de las que se te quedan en la cabeza para siempre, como los conciertos de una Imelda May a la que reservaré para otra ocasión, en la que no se disfrace y el espacio del local sea más parecido al pabellón de caza de William Conolly donde el diablo jugaba a las cartas.
Casi por inercia nos escoramos a la derecha para encontrarnos al circunspecto Thurston Moore del que esperábamos más música de probetas, con desarrollos instrumentales que habría que levantarlos sobre plano. Y sí que nos sentimos, por momentos, como en una conferencia en la que Gilles Deleuze tocara la trompeta y Félix Guattari la mandolina, pero, en líneas generales, el músico de Florida nos dejó con buen sabor de boca, un concierto más accesible de lo esperado, bello en ocasionas, con un repertorio emocionante y paladeable que sabía jugar con la distancia musical que define lo frágil de lo robusto. Vamos, que nos gustó Moore de lo que pensábamos, y ahí te doy ya razones para acabar de odiarme del todo.
Vimos a Macy Gray sin mucho entusiasmo, la verdad. Más allá de su vestido de espejitos y su boa celeste, que igual no era ni celeste, su arrebatadora voz y su postura de colega del barrio con ganas de fiesta, nos dejó un tanto fríos, lo que quiere decir que probablemente deberíamos habernos traído una chaquetilla de lana o aprender algo más de música, quién sabe. La base rítmica no acabó de conectarnos y optamos por sentarnos un rato en el aforo limitado del Bizkaia Arena.
Tardó, y mucho, en salir una Anna Calvi a la que todo lo que diga me dejará calvo detrás de las orejas. La de Twickenham dejó claro por qué la mencionan siempre al lado de PJ Harvey, aunque a veces a mí me recordó a Morrissey y hasta la Francia ocupada o más bien a Cathy Berberian cantando a Caruso en un garito de Vichy. Calvi pasa de lo que piense y se esfuerza y disfruta con sus prolegómenos instrumentales, con sus atmosféricos solos de guitarra, con sus canciones estiradas hasta convertirse en bandas sonoras de películas de François Truffaut o algo así. Se hace dura y espesa para los que esperamos algo más de nervio pero tiene una voz cautivadora y esa agudeza para las arquitecturas inverosímiles. La gente se aburría. Hablaba de su peinado, miraban sus whatsApps y alguno hasta daba cabezadas. A mí lo que me dio yuyu fue el momento en el que eché el cuerpo para adelante, posé el codo sobre mi pierna derecha y me agarré la barbilla con la misma mano. Y me dio yuyu porque esa es mi postura para ver el fútbol del equipo del que soy socio cuando bajo a Lasesarre y ver un concierto usando la misma postura me produjo una sensación de azoramiento parecida a la que sentiría Francisco Nicolás si le invitan al Aberri Eguna. Yo sigo, a lo mío.
No nos movimos. Bueno, sí. Bajamos a por víveres y subimos para colocarnos cerca del pasillo y ver a Neil Hannon y sus The Divine Comedy antes de que empezara Brian Molko y sus Placebo. Y estuvo bien el plan porque Hannon elevó el nivel con su timbre de voz, con su postura de Ian McKellen haciendo MacBeth, y su cercanía, sentido del humor y humanidad. El bueno de Hannon que tendría argumentos para sacarse ínfulas del bolsillo del pantalón, se dedicó a cantar, interactuar con el público y repudiar la letanía sobre la solemnidad de su música. Explicó que había sufrido un accidente y no podía tocar la guitarra, hasta enseñó la radiografía, y cierto es que la punzada de su guitarra se echó en falta a pesar de que la banda se esmeró para que no fuera así. Sus letras sobre sus experiencias en el internado, por ejemplo, y muchas otras experiencias terrenales que la armonía convierte en universales y trascendentales, entran a palo y sin esfuerzo, pero un graderío a oscuras y la promesa de arrebatos más enérgicos en la nave de al lado, nos obligarón a abandonar.
Estuvimos luego haciendo recuento y son ya cuatro las ocasiones en las que he visto en directo a Placebo. Cinco para ella que, en realidad, es la culpable de que yo les haya visto solo una vez menos que ella. Supongo que es algo que le ocurre a todas las parejas e incluso más allá de la música. Hay cosas que tomas de ella y otras que ella toma de ti. Hay algunas que incluso tomas aunque no acaben de convencerte. Ciñéndonos a lo musical, Placebo es una de ellas, como a ella, supongo, le habrá tocado cogerle cariño a bandas que a mí me apasionan y a ella solo le agradan. Bueno, repito, Placebo es una de ellas y ya voy por la cuarta. Eso sí, jamás me han decepcionado. En directo, no pondría ningún problema en volver a verlos otras doscientas veces: siempre cumplen. Da igual que toquen canciones de Placebo, de Meds o del que sea que tenga por título el próximo disco que graben, todas, en directo, suenan con la misma rotundidad: decibelios como lluvia ácida, latigazos a las cajas de la batería, una energía que es casi espesa como la niebla baja y una rotunidad musical que convierte todo el espectáculo de Placebo en una experiencia intensa y reconocible a la primera. Te pueden gustar más o menos, e incluso puedes perderte un poco por el camino, pero, en algún momento, siempre consiguen que su sonido te erice la piel y hasta la médula espinal. Además, tocaron "The Bitter End", que es una de mis favoritas, y un repertorio de canciones un tanto singular.
Y no hubo más.
Pero hoy lo habrá. Y desde más temprano, porque aspiro a no perderme a The Coup y eso significa madrugar.
¿Algo más?
Creo que no. Además, es hora de tomarse un cortado en el bar de abajo y regresar a la vida que no casaría con Anna Calvi de banda sonora. Eso sí, una vida maravillosa... cuando quiere.
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