No sé si me recordaba más a Tommy Lee Jones cuando era Pete Perkins, cruzando el desierto con el patrullero amarrado, en busca de un pueblo que ya no existe para enterrar a su amigo Melquíades, o a Tommy Lee Jones cuando era Ed Tom Bell y se sentaba en una mesa a contarle a su mujer sus extraños sueños, mientras por la ventana vemos una especie de encina y un prado que quema la luz.
Pero Dan Baird me recordaba a Tommy Lee Jones.
Perkins y Bell son los dos hombres aguerridos y decanos que encaran la vida a una velocidad reposada y reflexiva. Hombres de pocas palabras y hechos breves pero intensos. Hombres que ciñieron su vida con la cincha de unos pocos valores que, al final de su existencia, se permiten poner en solfa. Uno, el primero, es un vaquero de Texas que vive en la frontera sin verla del todo. El otro es un sheriff sosegado que se ve envuelto en un terrible acto de maldad. Los dos permanecen fieles a un credo que están descubriendo que es frágil y peligroso.
Dan Baird se pone su sombrero de copa y toca hasta que su camiseta cetrina se empapa y se vuelve negra.
60 años y 28 desde que grabaron "Georgia Satellite" y sigue haciendo el falsete en "Keep Your Hands to Yourself", sonriendo cuando canta, arrimándose pornográficamente al micrófono para gritar estribillos al alimón con Warner Hodges...
Me recuerda a Tommy Lee Jones, a Pete Perkins, a Ed Tom Bell, a cuando mi padre se sentaba en su lado del sofá y se quedaba mirando a través del cristal, en silencio. No había nada en los tejados de enfrente y yo me preguntaba qué abría en su cabeza.
Me pregunto si Dan Baird piensa si merece la pena seguir cruzando el desierto, si se sienta a desayunar y le cuenta sus sueños a alguien, si cuando mira hacia el fondo del escenario, por encima de todas nuestras cabezas, está viendo algo que los demás no vemos.
Dan Baird & Homemade Sin subieron al escenario del Hika Ateneo cuando creo que aún no eran ni las diez. Baird explicó muy bien que no iba a haber bises ni nada porque iban a tocar hasta las 23:30 y después paraban, que no era cosa suya si no del local. Y los del local te dirían que no era cosa suya, sino que es la ordenanza municipal porque, si fuera por ellos, Baird hubiera seguido tocando hasta la eternidad y, si fuera por Baird, seguiría haciéndolo como lleva haciéndolo treinta años. En esa hora y media, empaquetaron más canciones que en un recopilatorio exhaustivo de los Beatles. Lo hicieron sin descanso, sudando con elegancia, sin aspavientos ni miramientos ni parrafadas entre canción y canción para estirar los músculos. Nada. Simplemente, rock and roll en fila india, desde el principio hasta el final, sin oportunidad de coger aliento.
Dan Baird tiene a su favor dos cosas, digo yo: talento y experiencia. Con esos dos ingredientes haces una tortilla, pero para que cuaje bien necesitas algo más, llámalo nervio, fiebre, duende o tragedia, lo que sea, y sin conocer la vida y hechos del señor Baird, él canta como si tuviera eso y a espuertas. Así que si sale con un sombrero de copa del que podría sacar en lugar de conejos, todos los tomos de la enciclopedia de la música popular, si le acompaña un tío que puede sobar la Gibson Les Paul con un fular rosa al cuello y resultar más varonil que un ángel del infierno, un batería que podría pasar desapercibido paseando con su nieta por el parque y un bajista de rizada cabellera al que te puedes imaginar de extra en Le llamaban Bodhi, si tienes la oportunidad de asistir a todo eso en armonía y coordinación, más vale que te calles, escuches y abras bien los ojos porque estás apunto de averiguar de dónde viene todo lo que te gusta y no sabes cómo ni por qué.
Hicieron boogie del que te obliga a gritar yeehaw con las caderas, country tocado sin sacar las baquetas de la entrepierna, tocaron rápido y lento, sacándose el demonio de las entrañas y dejándolo dentro, tocaron lo que tocaban hace treinta años y lo que ha venido tocando luego, tocaron siempre de pie, con la coreografía estudiada de riff y punteo, punteo y riff, sin dejar descansar a la telecaster, tocaron música americana de raíces hasta que las arrancaron de la tierra y gritaron que jamás volverían a pasar miedo. Algo así.
Hicieron lo que quisieron y cuando les dio la gana.
Y nosotros escuchamos, vimos y movimos levemente las caderas porque somos así de tiesos. Yo soy así de tieso, a ella la contagio. En cualquier caso, nos vimos el concierto de ayer como si alguien nos estuviera dando una de esas lecciones que sí, entran con sangre, con sudor y con lágrimas, pero no te cuesta nada de nada derramarlas. Lecciones que, además, no tienen caducidad: así pasen sesenta, como veintiocho años. O doce minutos que quedaban para que llegara el metro. O una hora más tarde, acurrucados en una esquina del tugurio del que hablábamos en la anterior entrada, cuando aún repican los tímpanos, bebemos estrella sin firmamento y ella, aunque no venga a cuento, vuelve a insistir: "vaya pedazo de concierto."
Por cierto, que lo del título puede que solo demuestre mi poco buen gusto y mi falta de humor, pero no deja de ser una exageración para subrayar algo que no decía en el texto que he escrito hasta ahora y es que ver tocar la batería a Mauro Magellan es como una de esas epifanías que te llegan en día de labor, mientras viajas en autobús y crees que entiendes, de repente, hasta los logaritmos neperianos, porque has visto volar una bolsa de plástico, como el de la película, o porque has entendido el orden caótico del tráfico. Aún a esta hora del día siguiente, puedo oír cómo suenan los parches cuando los percute la madera. Tan alto y tan limpio con ese sonido a válvula reptando por todo el Hika Ateneo. Quizás es por lo bien que reverberan las paredes cuando se empapelan con el manifiesto comunista o por los amplificadores trasnochados de Orange, pero, sea por lo que sea, la audencia veterana, educada y observadora de ayer pudo disfrutar de un excelente sonido. Yo lo hice, por lo menos: no he visto naves en llamas más allá de Orión, pero estuve en fiestas de Oyón una vez y, a partir de ahora, siempre podré decir que vi tocar en una ocasión a Mauro Magellan.
Comentarios
Por ahí dije hace poco que el anterior en el Antzoki es el mejor concierto de rock que he visto posiblemente en 10 años y me llamaban exagerado, pero es que ese día yo también entendí eso de los logaritmos neperianos, jai.