Decía Virginia Fernández, batería del grupo, en una entrevista para Ruta 66, que el rock es un "lenguaje inagotable" y quedaba la frase tan bien que el periodista Manel Celeiro no pudo resistirse y la puso en el título. Tan inagotable es que también es inaprensible, y por mucho que nos pongamos aprensivos buscando etiquetas efectistas y certeras, el rock sobrepasa las fronteras, los precintos y hasta los años que, uno tras otro, van dándole forma al tiempo.
Puedes hablar del blues rock de los setenta, saltar de un lado al otro del océano cada vez que hables de referencias y tirarte toda una mañana en la wikipedia repasando cada una de las caducas influencias que les ribetean el currículum, pero, aún así, seguirías perdido en tu afán definitorio. Y todo porque en Last Fair Deal hablan un lenguaje que es inagotable y lo hacen para contar historias tan íntimas como universales, así que trascienden los rótulos y las reseñas para hacer bandera de una convicción por la música que, con buenas canciones, destreza instrumental y energía revitalizante, consigue el efecto que busca: sacudirte las caderas y que arda el desván de tu con(s)ciencia.
El año pasado publicaron Once, su segundo álbum, y no está mal el bagaje porque llevan dos desde que se instauraron como banda en 2009. Además, como se han encargado de repetir en todas las entrevistas, de uno a otro se percibe una madurez y un desarrollo que casi prometen más de lo que ya producen. Llevan ya tiempo presentándolo pero seguirán haciéndolo. Estuvieron en Madrid en la Sala Wurlitzer pero volverán a MobyDick y también tienen programado Barcelona en el Razzmatazz y esta misma semana podrías verlos, si quisieras, en formato acústico, tanto en Bilbao como en Donostia, al fondo de la tienda en la Fnac. Más aún, si quieres verlos muy de cerca sobre un escenario de los humildes, de mecanotubo, leí hace poco que parece que estarán en fiestas de Arteagabeitia-Zuazo, en Barakaldo, el próximo 20 de Junio. Así que oportunidades no te faltan y, aunque en las entrevistas confiesan que esperan poder salir fuera y darse a conocer allende las fronteras, seguro que hay más oportunidades veraniegas de verlos cerca de casa. Si aún tienes el cuajo de fiarte de lo que yo te cuente, no te pierdas ninguna de esas oportunidades si eres de los que se rasca cuando pica y de los que se pica cuando se arrepiente.
Le leí a Óscar Cubillo decir que en Bilbao se conoce a Gonzalo Portugal como el "Stevie Ray Vaughan" de Bilbao. La banda empezó a ganar algo de nombre por los zocos de la ciudad que es botxo cuando se presentaron al Villa de 2011, aquel en el que triunfó el folk-pop-rock con ukelele al frente de los catalanes The Free Fall Band y el teatro musical con afán arqueológico de los locales Dr. Maha's Miracle Tonic. Y fue en aquel concurso cuando Gonzalo Portugal empezó a enseñar su pericia con las cuerdas y se llevó el premio al mejor guitarrista de la edición.
No sería faltar a la verdad si se dijera que una parte muy importante de la fuerza del grupo reside en la voz de ojén del cantante y en su flamante habilidad para inventarse riffs. Pero sí estaríamos delinquiendo (por omisión) si no subrayamos que para que un power-trío funcione se necesita una buena dosis de equilibrio entre lo anterior y lo que sigue: una batería de las que dibujan mapas del tesoro que se pueden seguir hasta sin brújula y un bajista tan solemne como aplastante. No solo de stratocaster vive el hombre y es cuando los tres se alinean, como los astros, que sus canciones, bien escritas y mejor ejecutadas, ganan toda la chicha que tienen y suenan con tanta corriente que se te enciende hasta el rincón más oscuro de tus entrañas.
Si lees por ahí, escucharás esto: blues rock, años sesenta y setenta, rock sureño, power-trío. Y leerás los nombres de todos estos: Rory Gallagher, Screamin' Cheetah Wheelies, Free, Cream, Led Zeppelin, The Allman Brothers Band, The Stepwater Band, hasta Kings of Leon... Y más. Y todos bien traídos. Igual que está bien traída esa discusión sobre la fina línea que separa la forma de entender el género entre los Estados Unidos y Gran Bretaña y como en Last Fair Deal se difumina hasta importarnos una vaina si se dice lift o elevator, light or lite.
Vamos, todo esto para decir que Last Fair Deal son Gonzalo Portugal, a la voz y la guitarra, Virginia Fernández, a la batería, e Iker Arbizu, al bajo, y que hace poco que sacaron su segundo álbum, Once, un álbum altamente recomendable que incide en su querencia por el blues más guitarrero y con más funk pero con esa amplitud tan propia de sus tiempos y de su manera de entender la música.
Y digo lo de entender la música no porque me sienta yo con potestad para permitirme el lujo de asegurar que sé cómo la sienten o dejan de sentirla. Lo digo porque les he visto en directo y se les ve el espíritu y porque he escuchado el disco prestando atención a su lenguaje inagotable y creo haber entendido lo que quieren decir. Al menos, yo interpreto, que es la función de todo receptor, y luego me equivoco, que es mi primera virtud.
El disco se abre con una intro instrumental de poco más de minuto y medio donde la batería saluda primero pero pronto se escucha el reverb y la stratocaster coge protagonismo. Con un ritmo hipnótico, la canción se frena de golpe, haciéndote ver que te han traído a galope y ahora te dejan suelto, para que te las arregles tú solo. A partir de ahí, comienza una excursión por el lado más expuesto y fervoroso del grupo. Las letras, vistas desde la azotea, parecen tener una línea común: una fe inquebrantable en nuestras pasiones más subjetivas, en este caso, la música, para sobrevivir a nuestra propia fragilidad. Hay historias más literarias, cercanas al outlaw country, como en "Nobody"; otras con personajes al límite, como en "Miles"; o con algunos que parecen trágicamente perdidos, como en "Yesterday"; historias en una primera persona que se afana en buscar a la segunda, como en "Way Down the Streets"; y otras historias más poéticas, como la que cierra el disco en "Bye Bye Blackbird" y que más que despedirse de los mirlos parece saludar a la tradición musical que abrazan durante todo el recorrido del álbum. Todas esas primeras, segundas y terceras personas que aparecen en las canciones, todas esas historias, más o menos verídicas, más o menos imaginarias, todos esos sentimientos trasladados al lenguaje inagotable de la partitura pero también al agotador de los versos (la rabia contenida, el desarraigo, la soledad, la tristeza más absoluta y perentoria, la fe más repentina y la más sosegada) todos, personajes, historias, sentimientos, todos ellos parecen compartir una sola certeza, la que une todas las canciones y la que sobrevuela todo el disco hasta que el mirlo se echa a volar: la música como pócima mágica para aliviar todas nuestras penas y darnos inspiración y ciencia.
"I was lost and found your music / And it lifted my soul"
"... beautiful music that keeps calm his mind"
"Music is the key"
No son partes de un sermón, son líneas de los versos que cantan y que arropan con los riffs de guitarra, los platillos impulsivos y la línea de flotación que pone el bajo. Todo en una ceremonia que intenta ahuyentar las "wicked minds", la "social masquerade", las puñaladas que, a veces, nosotros mismos nos inflingimos con nuestros humanos errores y nuestras debilidades más animales. Con sosiego en "Bye Bye Blackbird"; más descarnados y frágiles, con una acústica que recuerda hasta a Oasis, en "The World Is Fading"; lacerantes y sumisos en "Way Down the Streets"; con un aire brioso, casi marcial, en "Miles"; con el hammond dándole punzadas a las heridas abiertas en "Yesterday"; con los riffs pegadizos de "New Order", las guitarras en tajo y un final casi perverso; con el ritmo fatigado de "Gonna Tell"; con la dulzura eléctrica de "Taking the Long Way"; o con ese espíritu a medio camino entre el himno inspirador y el hit estimulante que es "Down Below"; con rabia o con ternura, con brío o con recelo, con nervio o con desazón, como sea, pero siempre acentuando esa fe inquebrantable en la música como una fuente de amparo y plenitud que nos acerca al amor y al vínculo como único sustento, aunque sea tarde y mal, para mitigar nuestros tormentos y creer en nosotros mismos. Quizás me he puesto muy místico, un poco moñas, demasiado trascendente, cuando lo que, al final, parece que queremos todos es bailar, y bailaremos, porque también de eso hay mucho aquí: ritmo y energía para olvidarse de lo demás.
Yo así he entendido su lenguaje, el que traducen en ritmo y melodía, y el que dejan por escrito, escondido entre la vibrante y sugerente espesura de su música. Todo lo demás es seguir jugando a las palabras, que es lo que he venido haciendo yo para perder el tiempo esta mañana, pero, mejor, déjate de chorradas, ponte de pie, y escuchales con las caderas bien preparadas. Yo lo haría, pero ya lo he hecho, y lo volveré a hacer.
Por cierto, la fotografía la he sacado del google images, como casi siempre, pero parece que proviene de un reportaje digital del periódico Gara. El vídeo que cuelgo a continuación, y que ya colgué antes, corresponde a la canción "Nobody" de este último disco y fue realizado por Curruscu.
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