Ayer por la tarde, andaba yo leyendo, me encontré con esto:
One of the oddest facts about the Indian Wars is that Custer
famously instructed a band to play an Irish jig called “Garry Owens” during the
attacks on Indian villages. “This was Custer’s way of gentling war. It made
killing more rhythmic,” writes Marshall (1972, 107).
Por si acaso, referencio:
El artículo, fácilmente accesible en internet, es "The Culture of Violence in the American West: Myth versus Reality" de Thomas J. DiLorenzo, aunque, en el mismo texto se cita a otro, y ése corresponde a S.L.A. Marshall y su obra Crimsoned Prairie: The Indian Wars.
También, por si conviene, lo traduzco libremente:
Una anécdota curiosa de aquellas Guerras Indias la protagonizó Custer quien se hizo famoso por adoctrinar a una banda de música para que tocara una canción irlandesa titulada "Garry Owens" al tiempo que su ejército cargaba contra las aldeas indias. "Era la manera que tenía Custer de moderar el impacto de la guerra. Hacía la matanza más rítmica," explica Marshall (1972, 107).
Si también lo encontráis necesario, os explico:
Efectivamente, estaba leyendo sobre las mal llamadas Guerras Indias, y digo que mal llamadas, porque, por lo menos a mí, me suena a cualquier cosa menos a lo que explica DiLorenzo: una masacre de nativos americanos patrocinada, por una u otra razón, por el gobierno federal americano, especialmente durante el final del siglo XIX y los comienzos del siguiente. Tal y como lo he entendido yo, DiLorenzo tiene en su artículo dos empeños: uno, convencernos de que el popularmente conocido como Oeste Salvaje no fue tan salvaje (ni tan lejano) como lo mostraban en el cine, y otro definir cómo, si hay alguien culpable de que los hechos sirvieran de justificación para tachar a aquella época histórica de violenta y salvaje, fue el gobierno federal, con su política implacable y brutal contra los Nativos Americanos, más que una sociedad civil donde el rifle no se cargaba tan rápido y la ausencia de leyes y normas no era tan evidente. DiLorenzo repasa la vida y obra de oficiales del ejército como el propio General George Armstrong Custer, el despiadado (el adjetivo es mío) William Tecumseh Sherman o Phillip Sheridan para ilustrar cómo las estrategias y la política militar del gobierno durante aquellos años no dejaban lugar a duda alguna.
Y yo iba leyendo y solo era capaz de imaginarme a una banda de músicos desaliñados, enjutos y amedrentados correr a la vera de los soldados del Séptimo de Caballería, tocando esa vieja canción irlandesa de ritmo vivaraz que alguien utilizó, en sus lejanos días (estos sí que lejanos) para celebrar las bondades del alcohol y bailar quickstep sin arnés. No podía dejar de imaginarme al General Custer empuñando su sable, si es que lo hacía, mientras su caballería se lanzaba contra el asentamiento del río Washita y masacraba a toda una población de cheyennes, incluyendo a su líder, sobreviviente de otro intento de masacre anterior, la de Sand Creek, Black Kettle. Y, de fondo, sonando la música de una canción que una panda de borrachos irlandeses de Limerick se inventó muchos años atrás, que llegó a arreglar Ludwing Van Beethoven para un proyecto de George Thomson que buscaba darle un gusto clásico al folk irlandés, y que se había convertido ya, antes de que la eligiera Custer, en un armonía de ardor combatiente para los lanceros británicos.
Yo le ponía a mis músicos marciales el color del sepia de las fotografías de Frank Rhinehart y el aspecto físico de William H. Bonney en el ferrotipo negativo que se guarda con celo para recordar cómo fue en verdad Billy the Kid. Es una fotografía especular, en el que la izquierda y la derecha están invertidas, una metáfora como otra cualquiera, para entender, en parte, qué fue el Lejano Oeste y qué vimos nosotros en las pantallas de nuestros televisores curvos y sin píxeles.
Tenía más coña la cosa porque no podía yo dejar de montarme mi película de vaqueros en la cabeza, y andaba moviendo el volante para dar las curvas de la BI-2522 mientras en mi cabeza me imaginaba a los 200 hombres de Custer, incluyendo a los músicos que abandonaban sus instrumentos para empuñar las armas de los caídos, cerrados en círculo mientras les asediaban, sin prisa pero sin pausa, los sioux, los lakota, los cheyennes y los minneconjouns, todos liderados por Tasunka Witko, alias Crazy Horse, en la Batalla de Little Big Horn. Pero tenía coña la cosa, decía, porque,en mi cabeza, yo no le ponía a Custer la cara de Errol Flynn, actor que le protagonizó en celuloide en Murieron con las botas puestas; en mi calenturienta cabeza, Custer no vestía la casaca azul y los pantalones con la raya amarilla; en mi ingeniosa cabeza, Custer vestía un sombrero de ala ancha, un pañuelo al cuello, una camisa azul polvorienta y un chaleco de cuero marrón, igual que el John Wayne de El Dorado; por eso, insisto en que tenía coña, porque, en mi cabeza, la cara de Custer no era la cara del actor de Winterset, si no que, en lugar de Errol Flynn, en lugar, también, de John Wayne, en lugar, incluso, del propio George Armstrong Custer, la cara de mi imaginado general era la de Josele Santiago: mirada profunda, bolsas en los ojos, tres olas sobre el ceño y una sonrisa ausente.
Llegaba ya a Orozco, Caballo Loco seguía girando y me di cuenta de que, en el equipo del coche, Josele Santiago cantaba aquello de "¿mascas tabaco o lo masco yo?" de la canción de Los Enemigos titulada "John Wayne". Una metáfora tan buena como el ferrotipo de Bonney, tan reflexiva como el artículo de DiLorenzo, tan irónica como el gusto castrense por las canciones jaraneras de los irlandeses. Si os pica la curiosidad, os diré que, en mi sueño (que tampoco era un sueño, porque yo llevaba los ojos bien abiertos para conducir, era más bien como el paisaje de fondo que se ve cuando miras musarañas), en mi sueño que no era sueño, decía, Josele Santiago y Tasunka Witko, por supuesto, acababan firmando la paz y la historia cambiaba para siempre. Se cansaban del asunto, se sentaban en un corro, se rulaban una pipa bien cargada de yerbas aromáticas y se ponían a cantar a capela el "Me sobra carnaval". Indios y soldados bailando en armonía y con la gracia propia del rock de los ochenta. Luego, el sueño, que no lo era, se fundía en negro, salían temblando las letras de "The End" y para cuando me daba cuenta ya estaba cruzando el tunel de Malmasín. Fin.
Y yo iba leyendo y solo era capaz de imaginarme a una banda de músicos desaliñados, enjutos y amedrentados correr a la vera de los soldados del Séptimo de Caballería, tocando esa vieja canción irlandesa de ritmo vivaraz que alguien utilizó, en sus lejanos días (estos sí que lejanos) para celebrar las bondades del alcohol y bailar quickstep sin arnés. No podía dejar de imaginarme al General Custer empuñando su sable, si es que lo hacía, mientras su caballería se lanzaba contra el asentamiento del río Washita y masacraba a toda una población de cheyennes, incluyendo a su líder, sobreviviente de otro intento de masacre anterior, la de Sand Creek, Black Kettle. Y, de fondo, sonando la música de una canción que una panda de borrachos irlandeses de Limerick se inventó muchos años atrás, que llegó a arreglar Ludwing Van Beethoven para un proyecto de George Thomson que buscaba darle un gusto clásico al folk irlandés, y que se había convertido ya, antes de que la eligiera Custer, en un armonía de ardor combatiente para los lanceros británicos.
Yo le ponía a mis músicos marciales el color del sepia de las fotografías de Frank Rhinehart y el aspecto físico de William H. Bonney en el ferrotipo negativo que se guarda con celo para recordar cómo fue en verdad Billy the Kid. Es una fotografía especular, en el que la izquierda y la derecha están invertidas, una metáfora como otra cualquiera, para entender, en parte, qué fue el Lejano Oeste y qué vimos nosotros en las pantallas de nuestros televisores curvos y sin píxeles.
Tenía más coña la cosa porque no podía yo dejar de montarme mi película de vaqueros en la cabeza, y andaba moviendo el volante para dar las curvas de la BI-2522 mientras en mi cabeza me imaginaba a los 200 hombres de Custer, incluyendo a los músicos que abandonaban sus instrumentos para empuñar las armas de los caídos, cerrados en círculo mientras les asediaban, sin prisa pero sin pausa, los sioux, los lakota, los cheyennes y los minneconjouns, todos liderados por Tasunka Witko, alias Crazy Horse, en la Batalla de Little Big Horn. Pero tenía coña la cosa, decía, porque,en mi cabeza, yo no le ponía a Custer la cara de Errol Flynn, actor que le protagonizó en celuloide en Murieron con las botas puestas; en mi calenturienta cabeza, Custer no vestía la casaca azul y los pantalones con la raya amarilla; en mi ingeniosa cabeza, Custer vestía un sombrero de ala ancha, un pañuelo al cuello, una camisa azul polvorienta y un chaleco de cuero marrón, igual que el John Wayne de El Dorado; por eso, insisto en que tenía coña, porque, en mi cabeza, la cara de Custer no era la cara del actor de Winterset, si no que, en lugar de Errol Flynn, en lugar, también, de John Wayne, en lugar, incluso, del propio George Armstrong Custer, la cara de mi imaginado general era la de Josele Santiago: mirada profunda, bolsas en los ojos, tres olas sobre el ceño y una sonrisa ausente.
Llegaba ya a Orozco, Caballo Loco seguía girando y me di cuenta de que, en el equipo del coche, Josele Santiago cantaba aquello de "¿mascas tabaco o lo masco yo?" de la canción de Los Enemigos titulada "John Wayne". Una metáfora tan buena como el ferrotipo de Bonney, tan reflexiva como el artículo de DiLorenzo, tan irónica como el gusto castrense por las canciones jaraneras de los irlandeses. Si os pica la curiosidad, os diré que, en mi sueño (que tampoco era un sueño, porque yo llevaba los ojos bien abiertos para conducir, era más bien como el paisaje de fondo que se ve cuando miras musarañas), en mi sueño que no era sueño, decía, Josele Santiago y Tasunka Witko, por supuesto, acababan firmando la paz y la historia cambiaba para siempre. Se cansaban del asunto, se sentaban en un corro, se rulaban una pipa bien cargada de yerbas aromáticas y se ponían a cantar a capela el "Me sobra carnaval". Indios y soldados bailando en armonía y con la gracia propia del rock de los ochenta. Luego, el sueño, que no lo era, se fundía en negro, salían temblando las letras de "The End" y para cuando me daba cuenta ya estaba cruzando el tunel de Malmasín. Fin.
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