Más que nada porque, aunque Gary Cooper fuera Will Kane, no Keith ni Kid, en Solo ante el peligro, y Billy the Kid, no Keith ni Kane, en realidad, no matara a tantos hombres como la leyenda contaba, la verdad es que John Paul Keith, no Kid ni Kane, ahí arriba, solo en el escenario, con la guitarra desenfundada y a capela, parecía sugerir una típica escena de la época dorada del cine western, de esas con un héroe taciturno pero handsome que te cagas, enfrentándose a la banda de los Miller, los Clanton, los Dalton o los que fueran, a pelo, sin ambages, y con la seguridad que da saberse arropado por tu papel de protagonista indomable.
La sequía de conciertos ya se alargaba tanto que si, en verdad, habláramos de agua y no de música, Río Grande hubiera dejado de ser una frontera húmeda para convertirse en una rambla de polvo seco, ya que hablábamos del Oeste Americano. Precisamente, haciendo un chiste sobre True Grit (Valor de Ley, los hermanos Coen, 2011) que no pillé, me despedí de un compañero y me acerqué bajo la lluvia y sin paraguas a lo que llaman el Pabellón Universitario. Algo de bueno tenía que tener que la jornada laboral se hubiera alargado hasta tan tarde, y ello fue que, aprovechando la circunstancia, me quedé a ver un rato el concierto de John Paul Keith y su nueva banda, la que ha reunido para una gira europea, aparentemente extenuante, que empezó hace más bien poco.
Por cierto, antes de que vaya más lejos, dejadme que haga un comentario sobre la gira europea de Keith. La gira empezó, si no me equivoco, el pasado 20 de Marzo en París. En lo que queda de mes, no descansan más que un día; el resto del mes, el grupo irá a concierto por día, desde París hasta Perpignan, pasando por lugares como Liérganes, Tomelloso o, por supuesto, el concierto de Vitoria-Gasteiz al que yo acudí. Todo, por lo que se intuye, en locales pequeños (y acogedores) y ante audiencias reducidas (pero ilustradas). No creo que viajen en avión, por cierto. Pero hay más. En los 30 días del mes de Abril, solo descansan cinco, aunque creo que están dispuestos a llenar alguno de esos huecos: 25 días a concierto por día y pasando por Francia, Italia, Croacia, Serbia, Hungría, Alemania, Suiza, Holanda, Bélgica, Suecia y Noruega. En cuatro días más que tienen apalabrados en Mayo, seguirán tocando en Noruega, Suecia y Alemania. Repito: sospecho que la furgoneta les llevará de un sitio a otro. ¿Cómo puedes aguantar ese ritmo? Estaban casi al principio de la gira, pero, ¿cómo puedes llegar a un concierto en una lluviosa ciudad del norte de España y presentarte impoluto con tu chupa de cuero y tu flequillo aplastado y rendir por encima de la media sin quitarte de la cabeza las mudas que necesitarás para seguir resistiendo durante el próximo mes y medio? A mí, que, por seguir con el Lejano (Muy Lejano) Oeste, veo el rodeo desde la barrera, me parece que una gira de este calado merece, como cantan las adolescentes de hoy en día cuando se pasan con el botellón, una ola.
Mi jornada laboral también había sido maratoniana, aunque, después de hacer recuento de conciertos en la gira de Keith, es como si me quejara de que no hay filtros en la máquina de café de la oficina a Aleksei Stajanov. De todas maneras, yo estaba cansado, y aún cargaba con la mochila y con el picor de ojos tras no sé las horas delante del ordenador, con lo que aquella aglomeración de gente (bastante gente, la verdad, y más en un sitio tan pequeño, lo que es bueno, supongo, y significativo, aunque fuera gratis), la gente, decía, me ponía nervioso y busqué un rincón en una esquina del minúsculo auditorio. El mismo rincón que da a un balcón donde, probablemente nunca lo olvidaré, me fumé un cigarro con el poeta David González y, desde una ventana del edificio de enfrente, me saludó mi amiga la de la limpieza y, tras cruzar un par de palabras con ella, le puso la rúbrica al diálogo con una frase parecida a ésta: "pues os dejo con vuestra poesía, yo voy a seguir con la mía" y creo que enseñó la fregona o algo así. David González sonrió, con los ojos encendidos, y murmuró "eso sí que es poesía", mientras tiraba la colilla al suelo, la pisaba, y yo asentía. Pues, desde ese mismo rincón, sin quitarme el abrigo ni la mochila, fui viendo cómo se llenaba la sala con gente de edad media alta, organizados en grupúsculos muy sólidos, con alguna conversación muy sesuda, mucha barba recortada, el negro elegante como distintivo tribal, y una sensación general de estar allí porque sabían dónde había que estar y aquello daba cierta alcurnia. Lo sé: las horas de trabajo acumuladas me sientan fatal.
El caso es que el Pabellón Universitario, que viene a ser como un coqueto rincón de un antiguo pabellón militar donde ahora los universitarios del campus de Álava pueden comer por unos cinco euros, tiene unos horarios muy restringidos, y había que empezar el concierto a las siete y terminarlo a tiempo de ir a cenar. Eran las siete pasadas cuando apareció un tío con camisa de franela y sombrero que empezó a colocar el equipo de sonido con cierta desgana. Al poco, apareció el propio Keith, con algo más de nervio pero el justo. En quince minutos, quince minutos de retraso, se subió a la tarima, enseñó su guitarra, y empezó a hablar al micrófono, aunque yo no acabé de entenderle porque justo me había acercado a la barra después de ver un hueco libre. Por lo poco que entendí, de lejos, creo que Keith se excusó porque aún no estaba toda la banda, faltaba el batera, y, mientras tanto, se iba a encargar él de comenzar el concierto abriendo con sus canciones, pero en paños menores, sin artificios, como él las trajo al mundo.
Así cantó cuatro o cinco canciones de su repertorio, ante la algarabía de la primera fila, y algo de desidia por el fondo. Solo en aquel escenario, en aquellas circunstancias y con el equipo de luces en servicios mínimos, aquello parecía una suerte de Bluebird Café y John Paul Keith, algo parecido a un cruce entre Gunnar Scott y Avery Barkley intentando convencer a Watty White de que él podía ser el próximo Deacon Claybourne. Así sonaba mientras yo me dedicaba a buscarle el perfil entre las cabezas del respetable y, cuando conseguía otearle, me venían extraños pensamientos a la cabeza, tales como preguntarme cómo habría sido si Woody Allen en lugar de dedicarse a tocar el clarinete, le hubiera dado por la telecaster. Por cierto, hasta intentó un conato yodeler.
En un momento dado, hubo movimiento por un costado, Keith se detuvo, dijo algo así como que ya estaban aquí, y comentó que en cinco minutos volvía, cinco minutos que fueron diez, los que tardó, y eso que Brian Wells no se dio mucha prisa (porque los platillos son sagrados y hay que colocarlos bien); sin quitarse el abrigo ni el gorro de lana, pero pidiendo perdón por el retraso, se tomó su tiempo para montar una batería que, desde ahí hasta que me fui, sonó como tenía que sonar, a cama que chirría de la alegría que te da saltar sobre ella y forzarle los muelles. Con John Trahey al bajo, musculoso y con fondo, y Mitch Palmer a los teclados y, a veces, a lo que sugiere su apellido, a las palmas, la nueva banda de Keith le dio al repertorio un impulso que se apoderó por completo del local. La mayoría (solo la mayoría) de los corrillos se callaron y se dedicaron a mirar para adelante y mover la cabeza, o alguna de las dos piernas, en señal de afirmación y de posesión musical.
Había leído a Fernando Navarro hablar maravillas del músico de Memphis (antes era el músico de Nashville, pero cambió de ciudad icónica, y, en realidad, él es de Knoxville) y también escuché o leí algún comentario de Igor Cubillo. Leí que había grabado su último disco en los estudios de Sun Records (Elvis Presley, Johnny Cash, Carl Perkins, Roy Orbison, Charlie Rich, Jerry Lee Lewis) y nada más y nada menos que con Roland Janes, de quien se despedía hace poco en su web porque el reconocido productor fallecía el pasado año. Escuché brevemente el último disco en Spotify (que no sabía cómo funcionaba porque era mi primera vez, que siempre hay una) y enredé por el youtube buscando más pepitas de oro. Con todo eso, me presenté allí y me marché a las seis canciones. No porque no me convenciera, si no porque tenía que irme y punto. Y en ese tiempo de concierto, un puñado de canciones a capela y el comienzo de su actuación con banda de acompañamiento me dejaron la sensación de que John Paul Keith, más que Billy the Keith, debía ser considerado como Billy the King, porque sus canciones deberían ser himnos en todos los reinos. Y, ya puestos, en todas las repúblicas. Canciones de las que saben como los bombones de una caja surtida, delicias de tres minutos, con solos de Fender Telecaster que a Keith le sienta como un guante, batería primitiva, ritmos de raíces, estribillos luminosos con esa voz que recuerda a Roy Orbison, y, en general, esa habilidad musical para crear un ambiente en el que los acordes, las canciones, todo deja de tener individualidad y se convierte en una especie de inspiración armónica que te hace sonreír como un incauto que acaba de olvidar que fuera está lloviendo y que cuando acabe el concierto, va a tener que volver a salir y mojarse.
Yo me mojé antes de que terminara, pero es lo que había. No había contado con este concierto, así que fue una agradable sorpresa encontrarse de bruces con él y conseguir romper la sequía el día del mes que, precisamente, más llovió.
Recomendable Memphis circa 3 AM y todo lo que ha hecho antes este músico de Tennessee. Os dejo con una canción robada del youtube, y, como ya lo he mencionado antes, busco por internet una foto en la que aparezcan John Paul Keith y Roland Janes (sacada de la propia web de Keith, por cierto) y ya de paso que sirva de homenaje para el prestigioso productor que nos dejó en 2013.
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