Historia del aburrimiento: los vascos descubrieron el pop y punto



Curioso. Lo que tiene el aburrimiento que azuza la curiosidad y ésta aviva el atrevimiento, y levantas todas las sábanas, y, a veces, debajo de ellas, además de muebles viejos que intentan evitar el polvo, te encuentras con coincidencias como ésta. 
Después, que uno se crea gracioso como para llegar a conclusiones como la que titula esta entrada y que sabe que no tienen ni chicha ni gracia, eso, ya, es cosa, como sabrán los que por aquí se asoman, que solo se debe poner en mi debe. Y no he bebido nada. 

Cuando andaba yo por el instituto y me aburría, me hacía piras porque luego siempre me las arreglaba para aprobar. Hacía tantas piras que, a veces, las hacía solo, y si hacía sol, aprovechaba, cogía un libro que no fuera de lectura obligatoria, y me bajaba a la ría, que estaba al otro lado de las vías del tren y, aunque su orilla no era tan acogedora como ahora, para mí era más que suficiente, me sentaba en algún lado que no estuviera muy sucio, dejaba el paquete de tabaco al lado y me ponía a leer. Sé que quizás todo esto no sea muy instructivo, pero la pedagogía de aquellas lecturas y aquellas experiencias furtivas, yo sí que soy capaz de valorarlas a día de hoy. 
Recuerdo prácticamente todos los libros que leí así, y recuerdo que uno de ellos fue Wilt del londinense Tom Sharpe. Había leído en algún sitio o le había oído a alguien decir (no sé muy bien a quién porque no es que yo frecuentara a gente que hablara de libros) que Wilt era el único libro que le gustaba lo mismo a los alumnos que a los profesores. Así que me lo leí, y creí conveniente leérmelo en horario escolar, aunque, precisamente, no estuviera en la escuela. 

Varios años más tarde, se dio una situación parecida pero distinta. En esta ocasión, yo ya no era un estudiante con costumbres perniciosas, si no un profesional del montón con alguna tendencia subversiva pero inofensiva y una mala dieta alimenticia que no me dejaba coger bien el sueño, motivo por el cual me sentaba al final del auditorio, detrás de todos mis compañeros, y cogía notas durante los primeros cinco minutos de cada presentación, luego me dormía, garabateaba guiñapos en las esquinas del cuaderno o jugaba a la serpiente del Nokia (qué tiempos) en el móvil. En un descanso de aquel congreso, tomando café, en un corrillo hablaban de lo divino, en otro de lo profano, y yo me arrimé a uno en el que no sé de qué hablaban pero con afirmar de vez en cuando, podía esconder mi absoluto embebecimiento. Un compañero que tenía al lado andaba mirando un libro. Me llamó la atención la portada y el título, entre otras cosas, porque no parecía tener nada que ver con lo que estaban hablando en el corrillo, y por extensión, en el congreso. 
- ¿Qué es eso?
- Un libro. 
- Te sales. 
- Me lo ha dejado ésta - y apunta con la barbilla - es de un americano, pero sobre los vascos. 
- Ya veo ya. 
- No sé si es serio o es una broma, pero bueno, habrá que leerlo. 
- ¿Me lo dejas?
- Toma, échale un vistazo. 
- Te lo devuelvo luego, cuando vayamos a comer. 
- OK. 
Y durante el resto de la mañana, y también por la tarde, porque no se lo devolví a la hora de comer, me leí, con curiosidad y a escondidas, evitando el tedio irrespetuoso que parecían inocularme las charlas de mis compañeros, el libro de Mark Kurlansky The Basque History of the World.

Todo el mundo decía que se reía con Henry Wilt y, aunque no diré que fue un suplicio, tampoco es el libro que más recuerdo disfrutar en mis pellas lectoras. De hecho, si me preguntas ahora sobre el libro, tengo un vago recuerdo de Wilt paseando a su perro y que había un personaje que se llamaba el Inspector Flint. Nunca ha sido lo mío el humor inglés, aunque el surrealismo de Monty Python sí ha conseguido convencerme alguna vez. Igual que tampoco ha sido el pop británico lo mío. Y aunque creo que el libro de Mark Kurlansky solo busca demostrar que el autor tiene un gran respeto por la cultura vasca (especialmente por la gastronomía) y, a su manera, quiere demostrar al lector extranjero que Euskadi es algo más que las noticias sobre ETA, me parece que para estudiar la conexión entre lo vasco y lo norteamericano es más recomendable leer la ficción de autores como Gregory Martin, Frank Bergon, Martin Etchart, Hank Nuwer, Monique Laxalt y, sobre todo, la de su padre, Robert Laxalt. 

¿Habéis visto Brokeback Mountain? ¿Recordáis cómo se llama el hombre que contrata a Ennis Del Mar (Heath Ledger) y Jack Twist (Jake Gyllenhaal) para que cuiden sus ovejas? Sí, Aguirre. Y Aguirre se apellida también Gary Jules. Y Gary Jules, en colaboración con Michael Andrews, adaptó un éxito de Tears for Fears para convertirlo en una canción de éxito gracias a Donnie Darko, donde, precisamente, el actor principal es uno de los empleados de Aguirre. Y sabéis que Tears for Fears eran dos británicos muy románticos y solemnes que hacían un synth pop muy del gusto del público en los años ochenta y noventa. Uno se llamaba Curt Smith, que sí que suena a ciudadano de Bath, pero el otro se llamaba Roland Orzabal, que suena más a atleta cubano de triple salto. Corría el año 1982 cuando Roland Orzabal dejaba que Curt Smith cantara una canción muy sentida que había escrito cuando tenía 19 años y vivía encima de una pizzería y ésta se convertía en un éxito. Casi veinte años después, la misma canción fue adaptada para el cine por Michael Andrews y Gary Jules, este último la cantaba.

El padre de Orzabal era francés. Su madre era británica. Él es británico, pero su padre era un francés de origen vasco. Parece que originalmente el apellido era algo así como Martínez de Orzabal. El padre de Gary Jules, quien suele firmar así su música, como si Jules fuera un apellido y no su segundo nombre, también se llama así, pero él solía firmar como Gary J. Aguirre. Gary J. Sr es un conocido y reputado abogado que trabajó para la SEC, la agencia americana que vigila el buen cumplimiento de las normas que rigen el mercado de valores, y que se convirtió, y aún es, en uno de los mayores críticos de esta agencia al ser expulsado por enfrentarse a un magnate con peso político al que, supuestamente, la SEC estaba protegiendo.

Es decir, a lo que iba: que el pop de los ochenta, el de vocoder y piel sintética, lo inventó un vasco, y las versiones que depuran esos éxitos de hace dos decadas, también. El mejor ejemplo: "Mad World". Escrito por Orzabal, versioneado por Aguirre, e inspirado por la infancia de Sabino Arana.

Es lo que tiene el aburrimiento: por alguna razón llegas a una canción, de ahí pasas a quien la escribió, y te encuentras perdido en una somanta de gilipolleces que te dan para escribir una entrada de un blog cualquiera de la misma manera que te da, automáticamente, para arrepentirte de haberla escrito. En fin, como dirían Roland Orzabal o Gary Jules: astoa, zaldiz jantzi arren, beti asto.

Posdata: cuelgo los dos vídeos del youtube, una foto que proviene del vídeo de Gary Jules (sacada de vimeo.com) y advierto de que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia y que todas las conexiones e insinuaciones arrojadas en esta entrada tienen su origen (y también su final) en el aburrimiento y la curiosidad de un vasco al que el synth pop le sienta como el rohypnol a los tíos de Resacón en Las Vegas. Lo único cierto de esta entrada es lo que es cierto, pero no lo que implica. Y si insistís, sí, hacía muchas piras.





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