estrofa
Billy coge la botella del suelo. De espaldas, se apoya por un segundo
sobre el peavey y aprovecha para cerrar los ojos. Tiene que parpadear
porque apenas puede distinguir las formas cuando vuelve a abrirlos. Su cabeza
retumba. No tiene tiempo para eso. De un trago, termina con la botella; parte
cae por su barbilla y alivia el calor de su torso desnudo. Abre la boca. Llena
sus pulmones de polvo y humo. Se gira con toda la brusquedad que puede mientras
se acerca el micro a la boca, se encoge, sus rodillas se comban, y grita como
si lo que vibrara fueran sus entrañas y con aquel grito fuera a redimir todos
sus pecados.
A mi derecha, puedo ver a Bob, el guitarrista, voltear tanto su cabeza
que las náuseas revuelven mi estómago. Me vuelvo para contar las veces que pega
con su baqueta sobre los parches Mike, pero a él no le veo. Se esconde tras una
larga mata de pelo. Con cada cabezada, las gotas de sudor salen despedidas y
tiemblan contra los platillos.
Delante, no hay nada. No se ve nada, pero se oye. Se escucha la oscuridad. Una
oscuridad que, a intervalos, se enciende repentinamente. Una nueva andanada,
pienso, porque me figuro que estoy en la trinchera y las bombas iluminan lo que
antes eran solo sombras: los perfiles de soldados que, en primera fila, gritan
cuando la metralla les quema en el pecho. Miro mi bajo. Sin pensarlo, apunto
con él hacia la oscuridad y disparo sin pensar a quién disparo o por qué. Es la
puta guerra.
Cuando me canso de disparar, regreso a mi acotado mundo circular. Mis piernas
se afanan en articular el ritmo. Mis dedos son independientes. Ningún nudo
podría sujetar estas cinco cuerdas. Apenas entiendo lo que toco, y menos cómo
encaja en el complejo rompecabezas que forman el resto de las notas. El alcohol
ayuda. Las decisiones se evaporan. Todo es físico. La única emoción que siento
es la excitación de permanecer ajeno a la lógica: mis dedos se mueven por
voluntad propia, mis pies dibujan un rastro que parece trazar un mapa sobre el
tablado. Mi cabeza, sin embargo, no piensa, no recapacita. Solo intenta que la
barbilla alcance mi pecho y, cuando está a punto de hacerlo, se interesa por
que mi nunca alcance la espalda. Ése es su único cometido. Todo físico.
Yo me llamo Tom porque ni el batería se llama Mike, ni el guitarrista Bob, ni
el cantante Billy, pero decidimos que nuestro grupo se llamaría así: Billy Bob
Mike Tom. A mí me gustaban The Only Ones porque era el único disco que mi padre
no tiró a la basura o perdió por el camino. Para Bob, la música empezaba y
terminaba en The Rolling Stones y, por supuesto, The Beatles hacían música para
niñas con coletas que se habían convertido en madres de familia numerosa. Mike
solo escuchaba discos de Cockney Rejects, Cock Sparrer, The Business o Combat
84 porque su hermano mayor vestía sin camiseta, con la cabeza rapada, vaqueros
arremangados y botas atadas hasta el último agujero, ya fuera invierno o
verano, ya fuera a misa o al ambigú; y él le veneraba al mismo tiempo que, como
el resto de su familia, obviaba que su locura no era transitoria. Por último, a
Billy lo que le gustaba era la cerveza… y las mujeres, por supuesto; era el
único que traía el apodo puesto: Billy de Guillermo, que pertenecíamos a una
generación muy creativa y multilingüe.
Con ese bagaje, y un cantante con ganas de montarla y que estudiaba en el
colegio inglés (más bien faltaba a clase en el colegio inglés), estaba claro
cuál era la lengua que íbamos a utilizar y la música que íbamos a tocar. Así
que, cuando decidimos montar el grupo, lo primero que nos faltaba era el
nombre. Todo sucedió durante el mismo sábado por la noche, sin que nada
alterara el devenir natural de nuestros sábados por la noche: me aburro, ¿montamos un grupo?, ¿y cómo nos
llamaríamos? Pero cuanto más bebíamos, menos cosas se nos ocurrían, y
alguien dijo que si él se llamaba Billy, los demás nos podíamos llamar Bob,
Mike y Tom, porque sonaba tan ridículo que quedaba bien. Además de llamarnos
así, acabamos por decidir que también el grupo se llamaría así.
Y ahora estamos cerrando el concierto con la primera canción que compusimos, la
única que ha soportado seis años de conciertos caóticos y delirantes. Una
especie de himno que resume lo que aprendimos en todo este camino: cuatro
acordes, tres pasos de baile, dos claves y un solo compás. Estrofa, estribillo,
estrofa, estribillo y mucho ruido antes de terminar. Se ha convertido en lo más
parecido que tenemos a un hit de
barrio y creo que es solo porque se titula “Billy, Bob, Mike and Tom Don’t Work
on Sunday” y eso es fácil de repetir y de pedir que lo repitan, una y otra vez,
mientras Billy se lanza de cabeza a la oscuridad, Bob clava las rodillas en la
madera, Mike se pone de pie para aporrear los toms con sus propias puños y yo
sigo igual, en mi círculo, barbilla, pecho, nuca, espalda, paladeando el gusto
salado de mi sudor.
Nadie ahí abajo lo sabe.
Solo lo sabemos nosotros.
No volveremos a tocar esta canción jamás. Ni ésta ni ninguna otra. Pero nadie
ahí abajo, en la dulce oscuridad, lo sabe. Todos lo sospechan, lo sé. Lo noto
en los pocos ojos desencajados que alcanzo a ver cuando regresa el bombardeo.
No saben qué pasa: nunca fuimos tan buenos y nunca pudimos serlo con lo poco
que teníamos. Hoy lo somos. Y no lo entienden. Se dejan llevar, no se paran a
pensar. La música les tiene atrapados como en unas arenas movedizas de las que
no quieren escapar. Les gusta la metralla. Bob les acribilla con la guitarra,
como yo hice antes con el bajo, y agarran las balas con los dientes, se
sodomizan los unos a los otros: hembras y machos, más machos que hembras, todos
fanatizados, fagocitados por un torbellino de cuerpos sudorosos que solo
responden al eco que martillea en sus tímpanos. Es un espectáculo maravilloso.
Visto desde aquí arriba, quiero decir. Es tan sobrecogedor ver a todos esos
náufragos dejándose devorar con alegría por los tiburones que no me extraño
cuando veo cómo Billy se lanza de cabeza al océano. Y Bob va detrás, pero él
mete primero el mástil para ver si el agua está fría. Me giro para ver que Mike
no se altera en su isla desierta: sigue pisando el pedal y aporreando los
parches. Y yo no me muevo. Observo desde el faro de mi círculo. Sonrío. Lo veo
en sus ojos: lo saben. Todos lo saben. Ha llegado el día.
No lo hablamos antes de empezar. Decidimos que terminaríamos con esta canción
pero no decidimos cómo terminar la canción. Alargamos cada nota y repetimos la
coda una y otra vez. Sin fin. Buscamos una eternidad que sabemos que va a
reventar en cualquier instante, pero, por un único y definitivo momento,
nosotros tenemos el poder: en las cuerdas, pero tenemos el poder. No podemos
abandonar este momento. Yo no puedo: me encierro en mi círculo. Cierro los
ojos. Giro. Voy paladeando cada nota como si fueran pequeños orgasmos. Me
olvido del resto. De que tengo dedos, de que pinzan cuerdas, de que tengo pies,
de que dibujan ritmos. Me olvido. Y creo que aún sigo bailando y tocando cuando
los demás han decidido parar.
Abro los ojos y el efecto hace que también, de repente, recupere el oído:
escucho un estruendo. Son aplausos, silbidos y gritos. La oscuridad se ha
iluminado. Reconozco alguna cara, la cabeza calva y el pecho desnudo del
hermano de Mike en primera fila, poseído por una locura que no parece la suya
y, esta vez, sí que parece fugaz. Me cuesta acostumbrar la vista a la luz. Me
giro y me encuentro a Mike de pie, con los puños prietos, alzándolos hacia el
techo. Billy volvió a subirse al escenario y tiene a Bob agarrado por el
cuello. Los dos juntos saludan acompasando reverencias. Consigo subir la correa
por encima de mi cabeza y poso el bajo en el suelo. Mis piernas tiemblan. El
cuerpo se ha desprendido instantáneamente de toda energía. Doy dos tímidos
aplausos. Me doy la vuelta. Encuentro mi cerveza y doy un largo trago. Todo
pasa tan lento que las voces, y los silbidos, y los aplausos pesan tanto como
el plomo, se escuchan como salidos de un pozo. Encuentro un cigarrillo y me lo
enciendo. El estómago se me revuelve. Entonces, siento un tremendo tortazo en
la espalda y veo la enorme y dentada sonrisa de Mike a pocos metros de mi cara.
Es como si alguien volviera a poner la aguja en su sitio: la velocidad regresa,
las voces, los silbidos, los aplausos recuperan su volumen. Mi cuerpo parece
recobrar la energía perdida. Devuelvo la sonrisa a Mike y acepto la invitación:
nos unimos a Bob y Billy. Los cuatro en línea, unidos en la dulce agonía de la
genuflexión.
Miro al frente. En una esquina, la reconozco. La sonrío. Ella también sonríe.
Un latigazo me recorre el cuerpo y clava la fusta en la nuca de mi estómago.
Voy a vomitar.
estribillo
No he desayunado. Tengo veinte euros en la cartera. Y muy malas pulgas,
pienso, mientras cierro la cartera y la vuelvo a guardar con los veinte euros
dentro. Mi estómago lo celebra con un taconeo.
Acaba de despuntar el día y yo todavía no he llegado a casa. El autobús se
retrasa. Miro el reloj una vez más.
- No va a venir antes…
- ¿Cómo?
- Que por mucho que mires el reloj
no va a venir antes.
- Son las siete de la mañana, joder.
- Lo sé.
- Un puto domingo.
- Lo sé también.
- Seguro que han vuelto a cambiar al
puto conductor.
- Enciéndete un cigarro…
- ¿Cuál?
- Te enciendes el cigarro… y llega.
Es una ley no escrita.
- Cojonudo.
Me enciendo el cigarro, pero el autobús no llega. Ella bosteza y busca una
postura cómoda, apoyada contra la uralita. Deja la mochila a sus pies. Le echo
el humo en la cara, pero no abre los ojos. Frunce el gesto, saca una mano del
bolsillo y asusta el humo.
- Métete el puto cigarro por el
culo.
Murmura.
- No funciona.
- Tu cabeza sí que no funciona.
Una franja de baldosines. Los voy pisando uno por uno. Detrás de la marquesina,
nada. Las parcelas repletas de yerba alta y, al fondo, la autopista. Desde
lejos, veo cómo aún hay luz en alguno de los pabellones. El día va dándole
forma a las cosas. Y la forma de las cosas me pone nervioso. Ya estoy nervioso.
Me entran ganas de vomitar. Tiro la colilla al suelo, la piso, y mientras tanto
me estoy encendiendo otro. Ella se ha desperezado y apoya los codos sobre
sus muslos. Me mira y dice que no con la cabeza:
- Qué.
- Siempre igual.
- Bueno, y qué esperabas, ¿que iba a
cambiar todo de la noche a la mañana?, ¿por arte de magia?
- No, eso, no. Pero de la última
noche a esta mañana ya han pasado como seis meses.
- Seis meses…
- Pues, sí, seis meses. Creo que ya
es hora de que dejes de dar el coñazo, ¿no?
- Seis meses…
- Seis putos meses, sí.
- Seis meses.
- En fin…
Recoge su mochila sin decir nada. Me vuelvo y veo cómo el autobús enfila la
recta del polígono. Trae los faros encendidos. Alumbra los parches agrietados
del asfalto. Viene vacío. Y parece que yo me tranquilizo. Me olvido de las
náuseas.
Ella sube y apenas le saluda cuando enseña su tarjeta. Yo, sin embargo, me
quedo mirando al nuevo conductor, un hombre de mediana edad, como yo, con la
mirada cansada, probablemente como yo, y las manos grandes como dos zarpas de
oso, totalmente distintas a las mías.
- Llega tarde, ¿no?
- Ha habido un accidente en la
nacional, lo siento.
Sigo mirándole en silencio. Él también lo hace. Durante unos breves segundos,
sus pupilas pasan del recelo, a la duda; luego, a la incomodidad; y,
finalmente, sonríe. Agita el dedo índice, y me alarga la mano para que se la
apriete:
- Ya sabía yo que te conocía de
algo, joder. Tú eras el bajista de los…
- Sí. Era yo.
Sin estrecharle la mano, me giro y camino hasta la fila de asientos donde se ha
sentado ella. Cuando llego a su altura, no puedo soportar su mirada, mitad
reproche, mitad desgana. Para evitarla, me siento una fila más atrás.
Ella mira por la ventana. Yo veo cómo el conductor me observa por el espejo
retrovisor.
- Seis meses, joder, seis putos
meses…
El mismo paisaje de siempre.
- Seis putos meses…
Los mismos declives, los mismos páramos, las mismas circunvalaciones hasta
llegar a la ciudad.
- Supéralo, joder, supéralo de una
puta vez.
Los mismos pasajeros, los mismos dolores.
- Supéralo y vive, joder.
La misma puta canción.
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