FIASCO FICCIÓN! Antología de letras de música chill-out por A.J.P. Peleteiro


Aquellos que leais este blog, aunque sea de vez en cuando, quizás recordéis que hace poco prometí que me proponía publicar aquí, también de vez en cuando, entrevistas y algo de ficción, relatos cortos, microrrelatos o poesía, que tengan relación con la música. Y, aunque no sea un tío de grandes ideales, sí que intento cumplir lo que prometo. Así que, a partir de ahora, cuando, antes del título de una de las entradas, veías la etiqueta FIASCO FICCIÓN! ya podéis echaros a temblar: si no hay suficiente con las memorias en tres volúmenes de los ex-presidentes, aquí llega la sospechosa aportación a la literatura universal del blog Fiasco Fiasco! Eso sí, todos los que participamos, bajo pseudónimo, nos guardamos el copyright y los derechos de reproducción, que para eso son nuestros lo mismo los vicios que las virtudes. Habrá otra etiqueta cada vez que os amenace con una entrevista, pero, de eso, ya hablaremos otro día. Hoy abro esta nueva sección con un cuento, quizás demasiado largo y difuso, de A.J.P. Peleteiro, y ya no volveré a prologar cada entrada de esta categoría con otro pesado prólogo como éste, así que podéis respirar aliviados. En próximas entregas, en lugar de esta explicación, volveremos solo a las fotografías para encabezar cada una de ellas. Dejo un par de líneas en blanco, coloco la fotografía para ilustrar esta primera entrega, cuyo título ya tenéis ahí arriba, y estrenamos FIASCO FICCIÓN!



 
Me pone nervioso su media barba, pero me calma la ginebra. No hay que ser un genio para entender que la barba no tiene nada que ver. Son sus ojos. O su sonrisa. Dime lo que quieras, pero es falsa. Y su mirada también esconde algo. Eso sí, aunque lo que me moleste sea su manera de mirar o sonreír, todo lo demás como que se multiplica. Quiero decir que se vuelve más evidente, más detestable: su postura tiesa, sus gestos condescendientes, sus hoyuelos, su trenca de alamares de cuero, sus zapatillas chucktaylor, su bandolera sobre la mesa con dos chapitas de keepcalm. Su puta cara de niño. ¿Por qué? Yo no me fiaría de mí mismo: es la ginebra. O quizás es que, con el tiempo, mis venas han hecho kalimotxo con mi sangre. Se ha mezclado con un vino balsámico, producto de mi patética amargura, pero dulce, con ese toque a frustración que, en realidad, me excita más que los matices mentolados. Jamás debí tomar aquel curso. Para qué: si lo que me gusta es beberlo de un trago, no saborearle los taninos. 
Creo que él lo nota. Se me tiene que notar. Le he metido un buche al gintonic y las reflexiones se me han cruzado en el ceño, como un brote repentino de urticaria. No parece que se haya dado cuenta, así que soy yo el que fabrica, esta vez, una sonrisa fingida. No le sostengo más la mirada, vayamos terminando con esto:
- Y así fue.
Asiente. Sonríe. Se plancha los pliegues de la parca. Con la primera pregunta, abrió un bloc de notas que no ha usado mientras me iba por las ramas contestándole. Lo tiene sobre el regazo y puedo ver cómo la primera hoja sigue en blanco; y el bolígrafo encapuchado.
Cuando llegamos, el bar bullía. Tenía colorines y todo. La gente hablaba a gritos, como si estuvieran en uno de mis conciertos. Supongo que era porque hoy es viernes: la sobremesa del último día de la semana laboral; las ganas de empezar el fin de semana y alargar el tiempo libre para almorzar. Yo qué sé. No entiendo de esto, me lo imagino. El caso es que estábamos rodeados y ahora, ya no. Cuando el local empezó a desalojarse, me fijé en la música que sonaba de fondo: el “Get Off of My Cloud” de los Rolling, y casi que me dieron ganas de disfrutar del momento. Los buenos momentos siempre duran un mísero instante, claro: un camarero, que parecía tener más ascendente, o quizás más mala ostia, que el otro, sobre todo menos pelo y más bigote, le hizo un gesto rudo y amenazante al más joven y cambió de disco: desde entonces había sonado un chill-out tan comatoso que la ginebra parecía crema y te daban ganas de sentarte en el suelo con las piernas cruzadas mientras con los pulgares e índices de ambas manos te ponías a dibujar dos círculos perfectos con los ojos cerrados. Solo quedamos nosotros dos en todo el bar. La hilera de mesas enfiladas a la izquierda del bar está abandonada. Todas las mesas abandonadas, menos la nuestra. En la barra, el camarero más veterano y calvo parece haber desaparecido después de adecentarlas. El joven, con aire perezoso y el pelo revuelto, se entretiene viendo el televisor aunque lo único que se escucha es el maldito chill-out. El tío no se atreve a cambiar la música.
Han pasado solo unos cuantos segundos desde que cerrara mis explicaciones con un "así fue" y un buche de gintonic. Posó el bloc de notas sobre la mesa que nos separa y aún sigue buscando algo en su bandolera. Encuentra finalmente lo que busca, que parece ser un trozo de papel doblado. Lo desdobla, lo estira, lo posa sobre la mesa y, con una solemnidad que, instantáneamente, casi me hace vomitar, me pregunta:
- ¿Lo reconoces?
Me dan ganas de pasar directamente al fundido en negro y los créditos. ¿Qué te crees que es esto? ¿Una película? Apenas conozco a este tío. Sé que debe ser del barrio, que coincidimos en algunos bares, dónde iba a ser si no. Sé que hemos cruzado un par de palabras alguna vez antes. Siempre a esas horas en las que las palabras se te enredan en la boca como si estuvieras comiendo madejas de hilo. Y, de repente, me para un martes por la mañana al tropezarnos en la calle y me dice que quiere hacerme una entrevista para un blog musical; me cita en un bar de moda con cojines mullidos y olor a pachuli, y me empieza a sonreír como si quisiera venderme un seguro de vida. Y yo me dejo emborrachar para así sostenerle la mirada y soportarle la sonrisa, porque no tengo nada mejor que hacer. También porque quiero dejar de escuchar esa voz impertinente que se apoderó de mi cerebro desde que nos sentamos en la mesa y me fijé en su barba y en su sonrisa: esto te gusta, te gusta, te gusta, tú y solo tú has decidido venir. Podría ser un buen estribillo. El caso es que, doble tirabuzón, ahora, como si esto fuera una mala película de detectives, me saca una foto imprimida, en blanco y negro, de un tío muy serio y escuálido... y, con toda la pompa y la pulpa de un actor de cine americano, me pregunta: ¿lo reconoces?
Lo cojonudo es que lo reconozco. Y me cambia el semblante de golpe. Cojo el papel y me lo acerco a la cara. Las bolsas en los ojos, esa mirada cansada es inconfundible. Reconozco también la chapa en la solapa de su chamarra de cuero. Lo reconozco, vaya si lo reconozco.
- Sí que lo reconozco.
Lo que no reconozco es mi voz.
- Es mi padre.
Me dice, así, como si hubiera visto atacar naves en llamas más allá de Orión o yo qué sé.
- Tu padre...
- Sí, mi padre.
- El Ringenbeitia es tu padre.
- Sí, era.
- Era, sí.
Le miro a él, miro a la fotografía. Le miro a él. No es que haya aprendido muchas cosas en esta vida, y la mayoría, las he olvidado al poco de aprenderlas. Sin embargo, sin llegar a comprenderlo, he aprendido a confiar en algo que otros llamarían instinto o intuición y que yo no llamo de ninguna manera en concreto porque es como una niebla tibia, un sonido sordo, un dolor de muelas que permanece después de tomarte una ensalada de calmantes. Y miro la foto. Le miro a él. La niebla se hace espesa, el sonido ensordece y debajo de la analgesia aún siento el dolor de muelas: ésa es la verdad. Llámalo instinto o intuición si lo prefieres, pero algo me dice que no está mintiendo.
- Sí, era. Y, por ejemplo, lo que no sé es por qué le llamaban el Ringenbeitia.
Le devuelvo el papel, me levanto. Tengo como una electricidad nerviosa en las suelas de los zapatos. Hago un gesto extraño con las manos, pero no digo nada. Y luego añado:
- Voy a...
Arqueo las cejas. Miro hacia la barra. Si esto fuera campo abierto, hace tiempo que me habría puesto a correr hacia el infinito. Al final, no sé muy bien cómo, me compongo:
- Voy a fumar un cigarro fuera. Vuelvo enseguida. Pídeme una cerveza, por favor. Tú tómate lo que quieras. Ésta la pago yo.
Y sin esperar respuesta, me vuelvo y camino hacia la calle fijándome en que hay serrín en el suelo, lo que no es muy cool ni muy legal, pero me ayuda a calmarme porque puedo arrastrar los pies y jugar a trazar líneas. Noto en la chepa su mirada colgada, o quizás es la del camarero, pero, en cualquier caso, no me siento a gusto hasta que no salgo fuera. La luz de la media tarde me deslumbra. El ruido del tráfico me acoge. El paso de los peatones me devuelve a la realidad. Mientras me enciendo el cigarro, voy intentando respirar hondo y calculo: si sacaron el Fervor en 1983, nosotros lo escuchamos en el... ¿qué?, ¿el 86 por primera vez? Yo tenía dieciocho; pon que, entonces… él tenía... ¿veinte años?... Han pasado casi treinta años... Pues sí, puede ser su hijo, por qué no. Y yo, ¿qué tengo? ¿cuarenta y cuántos años? Puta locura.
Sin darle más vueltas, sin terminar el cigarrillo, lo lanzo al suelo, lo piso, y vuelvo dentro, siguiendo las líneas que dibujé al salir, intentando evitar los espejos que decoran la pared y que parecen disfrutar con el morbo de mi reflejo. Él sigue allí sentado, bien derecho. El camarero mira el televisor, pero, de reojo, me va escoltando, lo noto. Todo sigue en su sitio y en su momento. Yo también me siento. Y presiento que voy a cometer más de un error:
- Bien, qué quieres.
Le pregunto sin acabar de sentirme cómodo. La cerveza me mira directamente a los ojos. Me estaba esperando. Solo con cogerla, se me regula el pulso. De un trago acabo con la mitad. Después, hago lo mismo con lo que quedaba del gintonic. Sé que él juzga cada uno de mis movimientos. Ahora mismo, no tengo fuerzas para contestarle.
- Qué quieres saber...
Repito. Y sonríe. Treinta años... no tendrá más de treinta años, pero se le ha quedado esa cara que se les pone a todos los que han descubierto la alegría y la desgracia a través de una pantalla de ordenador. Quizás es que me asusta más de lo que me enfurece. Aunque no seré yo quien lo admita. Se parece a su padre como yo me parezco a Mick Jagger: por casualidad. De refilón. Casi por inercia. Debajo, ya sabes, de la media barba y de la sonrisa postiza, descubro un aire familiar. Los mofletes lo estropean, eso sí.
- Pues puedes empezar por explicarme por qué le llamaban Ringenbeitia.
- Sí, eso es, empecemos por el principio, claro. Por lo más importante.
Tengo sarcasmo de sobra para sobrevivir una semana encerrado en esta conversación. Me encendería otro cigarrillo ahora mismo. Ahora mismo. Busco al camarero, sigue en su puesto. Una rápida mirada: el bar sigue igual, vacío. Le grito:
- ¡Eh, jefe!, ¿le importa si fumo?
Se asusta. Reacciona rápido:
- Hombre...
- No hay nadie, joder, qué más le da. Si viene alguien lo tiro.
- Es que...
- Si viene el calvo con bigote se lo apago en un ojo.
Se ríe.
Se hunde de hombros y vuelve al televisor. Sin mirarnos, grita:
- Lo tiras si viene alguien.
Así que me enciendo un cigarro. Le ofrezco uno a él que lo rechaza y, sin coger carrerilla, empiezo a hablar porque tengo ganas de terminar antes de empezar:
- Pele... Es decir, tu padre... Bueno, sabes que también le llamaban Pele, ¿no?
Asiente y con pocas ganas explica:
- Yo también me apellido Peleteiro.
- Ah... Bueno, pues Pele, aunque se apellidaba Peleteiro, era más vasco que los levantadores de piedras. O, al menos, decía que lo era. También era un mediocre guitarrista, eso lo sabe todo el mundo. Lo que no saben es que le gustaba todo lo que oliera a salsa barbacoa y cagada de caballo. Se veía todas las películas de vaqueros. Siempre vestía con sus botas, hasta se compro una placa de sheriff... Ésa, la de la foto, vamos. No sé de dónde le venía esa obsesión, pero le gustaba toda esa parafernalia del Oeste. Y le gustaban Jason & The Scorchers. Claro, nosotros no teníamos ni puta idea de quiénes eran porque nosotros no salíamos de Eskorbuto y las Vulpess, pero frecuentábamos este bar... bueno, tú lo conoces. Hemos coincidido ahí alguna vez, ¿no? El tío que lo llevaba entonces ya no pincha. Ya no sabe ni atarse los cordones. Pero antes era una eminencia. Le llamábamos así: La Eminencia. El caso es que se traía música de Londres o de dónde fuera. Luego lo pinchaba en el bar y nosotros le dábamos la tabarra. Así descubrió Pele el cowpunk. Tu padre escuchaba todo lo que le contaba la Eminencia como si le estuvieran hablando de la Atlántida. La Eminencia sabía inglés y leía revistas. A veces, se las dejaba a tu padre, aunque no entendiera lo que ponía en los pies de foto. Así se convirtió en un chiflado admirador de Jason Ringenberg. Siempre estaba con Ringenberg por aquí, Ringenberg por allá. ¿Jason Ringenberg?, ¿no?… No sabes: el cantante de Jason & The Scorchers. Si no lo sabías, te lo acabo de decir. En fin, que solo escuchó un puto EP, el Fervor, pero ya tuvo suficiente. Yo empecé a llamarle Ringenbeitia. Igual que antes le llamábamos Peletiain por lo vasco que decía que era. Le hizo gracia y se quedó con el nombre. Tampoco es que... Quiero decir, tenía ya veinte años, los apodos se ponen antes. La gente le seguía llamando Pele. Además, se fue al poco tiempo, así que... lo de Ringenbeitia quedó como algo personal, entre él y yo, más que nada.
- ¿A él le gustaba?
- Sí, yo creo que sí. O, por lo menos, le hizo gracia. La última vez que hablé con él, me acuerdo, descolgué el teléfono y dijo algo como que así: hey hey hey aquí Ringenbeitia al habla...
Me río. Con todos los dientes torcidos en fila india. No sé por qué, pero hasta me sienta bien. Quizás es porque instintivamente he activado el ahuyentador automático de sentimentalismos trágicos. Vamos, que no quería hacer el imbécil. No te pongas moñas, me venía repitiendo mientras iba hablando. Y funciona, pero también tiene contraindicaciones, tics nerviosos, como ponerme precisamente así, nervioso, y sonreír con toda la boca abierta, lo que me hace sentir aún más incómodo.
- Y eso: ésa es la historia. 
Si vuelve a sonreír, le salto los dientes, pienso; pero me distraigo enseguida porque he terminado de fumar y no sé dónde apagarlo. Como ya me he terminado el cubata, la colilla termina hundida entre los hielos y apuro la cerveza de un segundo trago. Empiezo a arrepentirme de todo y se agolpan los pensamientos, si es que lo que me viene a la cabeza se puede llamar así. 
Le busco. Está mirando al suelo. Pensando, pienso. El camarero se ha desplazado hasta la esquina más alejada del bar porque un cliente entró y se quedó allí esperando a que le atendieran. La música es como cualquier otra droga, la mitad del efecto es somático. En mi estado actual, los loops me están trepanando el cerebro. La percusión eléctrica parece un gota china en mi entrepierna. Quiero irme de aquí, pero no puedo moverme. Empiezo a sentir cómo el alcohol actúa con sigilo: se me está agriando la mala leche. Ringenbeitia, puto Ringenbeitia... 
- Fue hace mucho tiempo todo esto, chaval...
No sé por qué he dicho eso, cómo ha salido de mi boca. Esto es delirante: es como si fuera consciente de mis gestos. Y estos me parecen torpes y nerviosos. Estoy inquieto. Ningún sitio me convence y no sé qué hacer con mis propias manos: las coloco bajo mis piernas, luego las recupero y busco los bolsillos; intento jugar con el mechero, me revuelvo el pelo, me acaricio la nariz. Él se ha ocupado de recoger la fotografía, de cerrar su bandolera tras guardarla, de ponerse aún más recto y de mirarme directamente a los ojos como para darme el golpe de gracia. 
- Lo sé. En realidad, me da un poco igual. Solo quería saber... Aunque fuera un poco. Pero no va a cambiar nada. Solo quería saber un poco, pero... Eso es todo. 
Su debilidad huele a sangre y yo soy un depredador implacable. Ese aroma tan espeso y delicioso me despierta, me excita:
- Cuéntame un poco tu historia, ya sabes...
Y sin decir nada, se levanta, y aprovecha que el camarero ya había terminado con cualquiera que fuera su tarea y estaba de vuelta en su rincón, mirando atento el televisor mudo. Pide otras dos cervezas y regresa sin prisa, sin pausa. El tiempo de espera lo ocupó jugando con su cartera, y yo lo sufrí contando los segundos. Se sienta, bebe el sorbo que evita que rebose el vaso, y empieza a hablar sin cambiar la entonación ni el ritmo:
- A mi madre también la conoces. Bueno, quizás no la reconocerías, pero sabes quién era. Mi padre se fue por eso, según cuenta ella. Por el embarazo, quiero decir. Conozco toda esa historia de la sobredosis y la policía y el trabajo que su tío le consiguió en una granja de hurones. Es todo mentira. Solo es cierto lo de la sobredosis. Se fue porque mi madre se quedó embarazada y no quería saber nada. Mi madre tampoco quería saber nada de él. Yo nací, crecí fuera de aquí y después volví al barrio. Mi madre se casó cuando yo tenía un año. Mi padrastro era un cabrón que nunca pronunció mi nombre. No me dio el apellido porque mi madre se empeñó en que me quedara con Peleteiro. Ella nunca me ha ocultado quién es mi verdadero padre. En cuanto tuve el conocimiento para darme cuenta de que mi apellido y el de mi padrastro no coincidían, me lo contó todo. Me lo contó a medias, claro. Con el tiempo, poco a poco, he ido averiguando alguna otra cosa. 
- ¿Quién es tu madre, pues?
- Qué más da. 
- No me jodas. 
- Mi madre era una de tantas chicas que aparecía por el parque cuando tú eras el puto amo. Si te dijera su nombre te sonaría a chino. Qué más da. Ahora es una modesta viuda con una pensión deshonrosa. Mi padrastro murió hace unos años. Dice que le echa de menos, pero yo no la creo. Solo necesita que la visite un par de veces a la semana. Así ya es feliz. No es una historia extraordinaria. 
- Tampoco la mía. 
- Lo sé. 
- Ni la de tu padre. 
- Eso también lo sé. 
- Entonces, qué es lo que querías saber. 
- No lo sé. 
Se produce uno de esos silencios que en las películas cubren con un primer plano, pero el mío es desagradable, y él suyo inquietante, así que el silencio se hace más largo de lo recomendable. He dejado de obsesionarme con él y con lo que me rodea. Mi cabeza se ha vuelto compulsivamente lógica, así que me he puesto a analizar toda la información recibida como si tuviera que resolver un problema matemático. Yo rompo el silencio:
- Para llevar el mismo apellido… tuvo que daros permiso, ¿no? 
- No quiso saber nada, pero eso sí lo permitió. 
-Pues, no lo pillo.
- Qué quieres que te cuente...  Según me dijo mi madre, cumplió con lo que dicta la leí, ya está. Pagar y firmar papeles, eso, al parecer, lo hizo religiosamente. Si quieres que ahora te cuente una película y te diga que he encontrado un taco de cartas que mi madre escondió o que fue a verme desde la última fila en la función de Navidad... va a ser que no.
- No me jodas. 
Hace como que sonríe. Se termina la cerveza. Ahora yo soy el que está confuso. Esto parece un partido de tenis donde en lugar de devolvernos pelotas de pelo amarillo, lo que rebotan son granadas de mano. Como los dos globos oculares que acaban de explotarme hacia dentro. Los cierro y parecen incrustarse en mi cerebro. Ángel Peleteiro… puto Ángel Peleteiro. Peleteiro… alias Pele, alias Peletiain, alias Ringenbeitia. Ese mocoso angustiado y lunático con el que yo monté una banda que ha sometido mi vida desde entonces, para la bueno y para la malo, renace de sus cenizas con un secreto que no me afecta, pero me confunde. El adolescente más atormentado del barrio, el delincuente con los ojos cansados desde que nació, el guitarrista más mediocre del mundo. Todo empezó ahí. No solo mi condena y mi albedrío, también la de él. Nosotros solo nos aburríamos y teníamos curiosidad. Nuestro único talento fue no tenerlo y que no nos importara. El grupo creció muy rápido, demasiado rápido, por la necesidad de otros más que por la nuestra. Y, sin embargo, todo parece ahora una historia ajena, desconocida. Pele… padre; y el hijo, aquí delante. Y yo haciendo como que el tiempo solo pasa en los calendarios. Quiero encenderme otro cigarro. El camarero sigue viendo el televisor que no dice nada. Estúpido, murmuro. El cliente que entró, se marchó. El chill-out rebana las circunvoluciones de mi encéfalo, como, si, de repente, yo fuera capaz de pronunciar palabras como circunvolución y encéfalo. Y, sobre todo, él sigue ahí. Su mirada sigue penetrándome, fija, afilada como si fuera un cuchillo y la mía, mantequilla. En eso, no se parece a su padre. Y al mismo tiempo, sí lo hace. Si quieres que me explique mejor, espera sentado. Esto empieza a ser demasiado. Demasiado para tan poco alcohol. Demasiado para alguien como yo. 
Bebo de un trago lo que queda de cerveza y hablo como si intentara doblar los barrotes de la jaula:
- Pues lo siento por todo, chaval. Y no sé muy bien qué decirte, porque, ahora mismo, acabas de darme demasiada información y... Bueno, información un tanto flipante, me entiendes. No sé muy bien...
- Tú nunca has sabido nada. 
- ¿Cómo?
- Es lo que tiene estar por encima de todo...
- Pero… de qué coño vas…
- El puto amo, la estrellita del punk…
- Oye, ahí, no. ¿Quieres tocarme los cojones? ¿Todo esto es porque alguien tiene que cargar con la culpa? ¿Me vas a acusar ahora de matar a Manolete? Si vas a tirar por ahí, igual deberías saber que no tengo el nervio como para aguantarme las ganas de repartir ostias. 
- Ya sé que repartes ostias, ya lo sé. 
- Y gratis. 
- Lo sé. 
- Cuando quieres sí que sabes, sí, pero lo que tienes que saber... Eso no lo sabes. Así que, hazme un favor, y cállate la boca, joder. ¿Te piensas que puedes venir aquí y contarme historias de miedo y luego, encima, tocarme las narices? No tengo yo mucho aguante, niño, el mismo que tuvo tu padre, así que, vamos a dejarlo aquí y tengamos la fiesta en paz. Coges y te llevas tu historia bien metida en la bandolera y a mí me dejas tranquilo que bastante tengo con lo mío.
El camarero había cambiado el televisor por nuestra mesa al oír palabras como ostias... y Manolete. Todas en un volumen más alto de lo normal. Cogido ya el ritmo, nunca he sido de los que se para a recapacitar: busco en los bolsillos y, aunque me cuesta encontrarlo, lo hago. Saco un billete de veinte euros y lo dejo sobre la mesa. No miro a ver cómo reacciona. Simplemente, me pongo de pie. Él no se mueve. Debe de tener la mirada clavada en algún punto inexacto sobre la mesa. Lo que sí hace es hablar:
- Está todo pagado. Y no tengo más preguntas. Gracias por todo. 
No se mueve. El camarero se convence y vuelve al televisor. Él no se mueve.
Yo tampoco. Pero él está sentado, recostado sobre el asiento, logrando con su quietud que mis pies parezcan estar plantados sobre arenas movedizas. Esto no pensaba confesarlo, pero no puedo reprimirlo: cada una de las últimas palabras que dije se repite en mi cabeza como una letanía. Bendito el día en el que comencé a tener conciencia, joder. Así que vuelvo a sentarme. En realidad, más que sentarme, parece que me derrumbo. Meto las manos en los bolsillos de la chamarra; si pudiera me las cortaba:
- Mira, hijo, y voy a llamarte hijo porque así me siento mejor. No sé muy bien qué es lo que quieres. Si quieres que te diga que tu padre fue un hijodeputa, eso creo que ya lo sabes. Igual quieres que te lo confirme, y te lo confirmo. Te confirmo que tu padre fue un tío cojonudo al que le martirizaron los mismos vicios que aún me martirizan a mí. Si dejó preñada a tu madre y se marchó fue porque era cobarde y frágil como lo soy yo. Como lo hubiera sido yo en su situación. Tendría las mismas excusas que yo, ninguna suficiente para liberarle de culpa. Así que, si yo fuera tú, lo único que haría sería aceptarlo. Él fue tu padre. Ahora, te digo, eso no tiene por qué significar nada. Mírate, yo qué sé. Seguro que eres un tío decente y tienes un bonito futuro por delante. Céntrate en eso y en visitar a tu madre dos veces por semana. Está bien, digo yo, que quieras saber la verdad, pero… que no te torture, para eso ya está el chill-out... Joder con el chill-out… ¡Joder con el puto chill-out!
Grito, y mi amigo el camarero ya no estaba aburrido mirando cómo hablaba gente que no oía en el televisor. No. Ahora, estaba en el mismo medio de la barra asintiendo a algo que le decía su jefe o compañero, el rapado con bigote marcial. Ni lo habíamos visto entrar, ni en su momento le vimos salir. Los dos se quedan como gatos de porcelana, con las uñas más largas que las de Lobezno, alterados por las vibraciones de mi voz cazallera. No soy hombre de grandes pensamientos, ya lo he dicho, ni de mucha filosofía, pero tengo ésta que dice que el mundo se distingue porque nunca hay un solo argumento, como en las malas películas de media tarde. No, el mundo es mucho más complejo. El calvo tiene su propio guión y no entiende de hijos que buscan padres muertos ni de antiguas estrellas del punk que buscan aún un rumbo a los cuarenta años. Guiones distintos que acaban de chocar. Se acerca hasta nosotros y, desde la barra, veo cómo el cabrón mira al vaso de cubata vacío con la colilla dentro. El otro camarero agacha la cabeza porque los remordimientos, al parecer, siempre te doblan la chepa.
Al rapado le lleva un segundo inventarse un gesto engreído y retador. Seguido, y saboreando cada palabra, suelta la frase como si llevara ensayándola toda la vida frente al espejo:
- ¿Tienes algún problema, majo?
- Tu jeta. 
Apenas le dejé que terminara de preguntar. Estoy contento. Acabo de encontrarle un final feliz al día de hoy. Ahora sí que sé cómo cerrar este episodio y largarme de aquí. Ya he agotado el estribillo, y hay que cerrar la canción. Lo voy a hacer de la única manera que domino, y eso me hace sentirme tan seguro de mí mismo que no puedo evitar sonreír con toda la boca bien abierta. Encima, él participa. No lo sabe, pero está cumpliendo con un papel que le viene como anillo al dedo, me río, como bisoñé a la calva:
- ¿Tienes un problema con mi jeta, majete?
- Tío...
Y es poeta, me río más fuerte. El joven Peleteiro se ha puesto de pie y me dice que no, con la cabeza. Añade algo, pero yo ya no escucho a nadie. No me va a arruinar el cierre. Ya me ha arruinado el sueño. Le guiño un ojo pero, eso no puede controlarse, mi cabeza se ausenta por un momento y recuerdo aquella última conversación por teléfono con su padre. Era domingo, mediodía, yo acababa de llegar a casa. Había salido de ella dos días antes. Apenas hablamos un par de minutos. Quería decirme algo, quizás precisamente lo que hoy me ha contado su hijo. Yo le contestaba con monosílabos. Quería cobrarle con reproches mudos. Pues sí, sí he sido un tío estúpido, orgulloso y, como bien ha dicho él, alguien que se creía por encima de todo, el puto amo. Aunque, no sé muy bien de quién era la culpa.
Todo esto lo pienso, casi que lo sueño, en unos pocos segundos. En lo que tarda el hijo en pestañear, yo oigo como cuelga su padre diciéndome adiós con una lástima que solo ahora parece causar efecto. Soy capaz de oír cómo hace clic el teléfono al colgarlo. Unos pocos segundos, y soy capaz de viajar en el tiempo mientras éste, ahí fuera, se congela. Que se congele no cambia nada. Nunca he estado dispuesto a que la verdad, cualquier verdad, lo que fuera verdad antes o lo que sea verdad ahora, cualquier verdad, nunca, nunca he dejado que la verdad cambie la que ocurre ahí fuera. Supongo que esto también es filosofía, pero es mi filosofía de vida. Lo ha sido toda mi puta vida: ser consciente de que eres un capullo y no hacer nada por evitarlo. Y ahora ya soy muy viejo para cambiar. Así que le guiño el mismo ojo otra vez, le susurro "tranqui", y me vuelvo, otra vez, hacia la barra:
- Siempre he tenido un problema con las jetas de los tíos que quieren parecerse al motorista de los Village People. 
El capullo no es capaz de saltar la barra y tiene que rodearla. Yo bajo al pasillo y, sin preámbulos, bonita palabra, nos repartimos los papeles. El tiempo se coagula y todo se reduce a una coreografía que he bailado cientos de veces antes. No puedo dejar de acordarme de que, hace unos treinta años, Pele se inventó una melodía torpe y deslavazada que imitaba al YMCA y decidimos titularla "Sodomiza al motorista de los Village People" y, mientras los nudillos del respetable hostelero me recuerdan que hace tiempo que mis mejillas no tienen carne, yo me río, me río porque puedo ver, de nuevo, como si ocurriera ahora mismo, al joven Pele riéndose en el local de ensayo, con sus ojos tristes más alegres que nunca, gritando ¡so-do-mi-za! mientras intenta imitar el baile de los americanos, y el mundo parece dejar de girar sobre sí mismo para hacerlo a nuestro alrededor, y me entran ganas de llorar, pero, en lugar de hacerlo, me río.
Me río y soy consciente de que me río, de que grito, emito ruidos perversos y depravados, y golpeo… al aire, río, grito, río, grito, bailo, veo, bailo, miro, recuerdo, golpeo, río, grito, bailo... Abro y cierro los ojos, pero, sobre todo, me sigo riendo como si fuera lo último que voy a hacer en esta vida.
El calvo se cansa. Como los púgiles que llegan al último asalto, me abraza. Y yo me dejo abrazar. Intentan separarnos, pero el abrazo sobrepasa lo terrenal y no consiguen despegarnos. El camarero no lo sabe, pero yo no le estoy abrazando. No le abrazo a él. Abrazo a Ringenbeitia y a su hijo y a su madre; me abrazo a mí mismo porque, aunque nada de esto parezca tener que ver conmigo, no puedo evitar sentirme como siempre me he sentido: cobarde, frágil, un verdadero hijodeputa. Él no lo sabe y se aburre. Se suelta, me aparta y me deja al alcance de su gancho de izquierdas. Y lo suelta.
Caigo al suelo.
Desde aquí puedo ver las chucktaylor
Un calor espeso me hace cosquillas en la nariz.
Soy feliz.
Estoy triste.
Pero soy feliz.
Estoy cansado de soportar este peso y eso que cada día peso menos. Las voces suenan lejos, amortiguadas. Si cierro los ojos, puedo ver al Pele. Puedo verme a mí mismo: joven, inocente, ignorante, puro y malhumorado como el que más. Qué felicidad. Qué distancia más agradable. Qué mullido este cojín de serrín.
Ya no oigo el chill-out.
Ya puedo cerrar los ojos. Se termina la canción, una cadencia perfecta... Estoy cansado, como los ojos del Pele, y cierro los míos, haciendo una mueca que suena, quizás, como un acorde eterno. De sol a do, y creo que sonrío.

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