Después de unos Cármenes encerrados en los bares, un concierto en la playa resultaba de lo más atractivo. Y eso a pesar de los ciento y pico kilómetros en coche, lo caro que es el peaje, la corriente modorra y la tormenta que se despertó cuando salíamos de casa. Ella me preguntó: "¿para dónde va la tormenta?" Y yo le contesté: "para el mismo sitio al que vamos", mientras por dentro pensaba: "como no podía ser de otra manera". Y lo celebraba, para mis adentros, con reposo y desdén, como ocurre siempre en las canciones de Belle & Sebastian.
Ayer nos fuimos, resumiendo, hasta Donostia & San Sebastián a ver a los Belle & Sebastian. La banda de Glasgow actuaba en el escenario verde de Heineken, monstruosamente alzado en una esquina de la Playa de la Zurriola, al abrigo del rompeolas que protege de las sombrías olas del Urumea. Nos fuimos como quien no tiene nada que hacer un sábado gris de agosto y recibe la llamada de un viejo amigo de instituto al que no podía ver ni en pintura. Aún así acepta su invitación para ir a un concierto de bossa-nova, creyendo que la vida siempre guarda sorpresas agradables detrás de las puertas que más cuesta abrir. Esto también podría estar en una canción de los escoceses.
El caso es que, como decía, parecía que el tiempo (el climatológico) quería aguarnos (nunca mejor dicho) la fiesta (el Jazzaldia). Para ambos, era la primera vez que participábamos en el Festival de Jazz de San Sebastián, una ciudad que nos queda al otro lado del sinuoso trazado de la A8 y que aún sigue recibiéndonos con un poco de recelo. O quizás sea cosa nuestra. El caso es que callejeamos con mucha paciencia y detrás de un enorme monovolumen con matrícula extranjera y encontramos aparcamiento a la primera en la Plaza Cataluña, al cobijo de la iglesia de San Ignacio. Con paso firme y bajo el chirimiri, nos dimos una vuelta por el barrio de Gros, buscando de lejos el mar. Nos asomamos hasta la costa para ver que allí estaba esperándonos el Kursaal y en lugar de bailar bajo la lluvia aprovechamos que había un buffet libre en la misma esquina para cenar barato (ay, ay, ay) y refugiarnos de paso.
Tampoco os voy a contar el menú. Así que paso al momento en el que nos tomamos un con leche y un cortado en una cafetería de rancia alcurnia con paredes revestidas de madera poco noble. Una familia teutona jugaba a las cartas y nosotros nos pusimos a jugar a los estados. Como en la teleserie de Friends, ya sabes, intentar decir los cincuenta estados de los Estados Unidos en el menor tiempo posible y si es que eres capaz de decirlos todos. Me quedaron colgados dos: Mississippi y Wyoming, pero tampoco está mal. Y lo que importa, el juego nos ayudó a que corrieran los minutos y según terminamos, nos encaminamos bajo la fina lluvia hacia el Kursaal.
Estuvimos media hora ojeando los puestos de cedés, y yendo del escenario Frigo al escenario Heineken Terraza igual que rebotan las pelotas en el frontis de un jai alai. Veíamos cinco minutos al Borja Arias Trío (piano, contrabajo y batería) y otros cinco minutos a Eladio Díaz & Natanael Ramos Quintet (trompeta, saxo tenor, piano, contrabajo y batería), los diez minutos bajo el paraguas y mirando de reojo la oscuridad de la playa. Al final, nos rendimos y nos cobijamos debajo de la entrada principal del Kursaal con un granizado de limón que me hizo sentirme muy viejo y mal (físicamente) porque el hielo molido me granizó las entrañas. Aunque aún dolió más escuchar a un grupo de jovenzuelas que hacían botellón, ante la mirada ausente de las fuerzas de seguridad, cantar el "Sufre Mamón" de Hombres G.
Se hace muy raro ver un concierto haciendo montoneras de arena con tus pies. Se me hundían en los agujeros que yo mismo hacía cuando agachaba la cabeza. Estábamos a medio camino del escenario y pronto tuvimos mucha más gente por detrás que por delante. Algunos afortunados se guarecían en un graderío vip que habían colocado en un costado del escenario. Los demás fuimos cerrando los paraguas y rogando que la lluvia se mantuviera fina y sibilina, pero a la lluvia le debe gustar el pop británico, porque, tan pronto apareció Stuart Murdoch por el escenario, desapareció. No volvió a llover durante todo el concierto, ni tan siquiera cuando Murdoch y los suyos se pusieron melodramáticos.
Contamos como unos trece músicos sobre el escenario: Murdoch y los suyos, más una sección de cuerda con trompeta que en el repaso final a los nombres de cada uno, por los problemas que tuvo Murdoch para pronunciarlos, nos invitó a pensar que estaban de prestado. Los de Glasgow repasaron su discografía, dejándose muchos hits en el tintero, pero es normal en un grupo que no incluyó sencillo alguno hasta el 2003 y que tiene tantas canciones pegadizas y permanentes que no les daría para un único álbum de grandes éxitos. Es lo que tiene dedicarse a hacer pop de matices, con arrebatos eléctricos, mucha delicadeza y un flujo poderos y dinámico que recorre el interior de cada canción desde 1996. Se detuvieron en el Dear Catastrophe Waitress, en el The Life Pursuit y en el If You're Feeling Sinister, uno de sus mejores discos, el que contiene una canción homónima, que tocaron, donde recitan con humor la historia de Anthony y Hillary y como ésta, creyéndose siniestra, se presenta en la iglesia, buscando información, y el vicario, o lo que sea, se la lleva a un rincón y le da la confirmación. Un verso muy representativo que resume la música y las letras de un grupo que celebra la vida desde una amargura lúcida y sarcástica que, en armonías y melodías, se traduce en un hermoso ingenio de delicadas guitarras, todo tipo de percusión, teclados con distintas gamas y una sección rítmica que podría haberle devuelto el sol a Donostia antes de que llegara un nuevo día. Todo engarzado en un tirabuzón exquisito que demuestra el talento de unos músicos que entran y salen, se turnan y se tornan, se combinan y se solapan. Y en lo alto de la trinchera, la silueta inquietante de un Stuart Murdoch que recuerda a Ian Curtis de mejor humor y al que se le vio juguetón aunque comedido. Invitó varias veces al público a bailar (le tomaron la palabra), se rebotó un pelín cuando le mangaron la barra de labios y presentó urgulloso (al principio era una errata, pero luego me he acordado del Monte Urgull que estaba allí también), el patito con los colores de la Real Sociedad que le habían regalado y que pensaba darle a su hijo pequeño.
En resumen, un plan inesperado, un poco caro, pero convincente. Arena en los zapatos, un viaje de vuelta acompañado por todos esos franceses que viajan de noche camino de Algeciras y vuelta a levantarse por la mañana, que la vida sigue, los Belle & Sebastian ya estarán en el autobús, y yo me tengo que quitar de la cabeza el paraparaparaparapa que en la voz de Sarah Martin suena como el tintineo de las monedas en el bolsillo de un mozuelo con hambre. Mención aparte para la guitarra de Stevie Jackson con su pose elegante de rodilla flexionada, rodilla tiesa, que si tuviera que reencarnarme, elegiría justo después de un águila que vuela libre en libertad y bla bla bla. Blá.
Comentarios
Ya leí, por cierto, la siguiente, la de los Porco en cancha hostil (la Margen, ya tú sabes)... Y no opinaré al respecto hasta que acuda a un concierto de ellos con La Piara o con usted mismo y su consorte.