Me he hecho unas cuantas promesas antes de ponerme a escribir sobre el concierto de ayer noche, y espero cumplirlas. Espero, además, que no se adivinen. Ayer también prometí algo, y lo cumplí, y parecía más complicado hacerlo. No bebí. Solo un par de coca colas. Y eso que tanto oír a Ben Ringel hablar (y cantar) sobre pillarse pedos y estar de resaca, no hacía más que darme una sed etílica que conseguí resistir. Si pude con eso, podré con lo de hoy, digo yo.
Todo empezó, dejadme que digresione que por eso no se copaga, cuando conducía de vuelta del curro y venía escuchando la radio. Estaban entrevistando a un Ben Ringel que parecía cómodo y afanoso, a todo decía que sí y se explayaba en las respuestas, en un programa de Radio Euskadi. Me entraron aún más ganas de ir a verlos por segunda vez, y fuimos. Bajo la lluvia, lentos por el denso tráfico, aprovechando la ocasión para ser testigos de cómo el arco de San Mamés permanecía exánime sobre la cancha como si se tratara de un estimado godzilla que acababa de ser abatido.
Como he dicho, no era la primera vez que los veía. Como ellos se encargaron de recordar varias veces, no han sido dos si no tres las ocasiones en las que han visitado la capital que ya no tiene arco en su perfil. La primera vez, en el Balcón de la Lola, no sé por qué, pero no los vi, aunque recuerdo haber visto el cartel y haberle dicho a alguien que ese concierto podía merecer la pena. Hubo que esperar un poco más y verlos cuando volvieron, hace un par de años, creo, y sin disco aún, al Kafe Antzoki, el mismo teatro en el que tocaron ayer.
Hubo muchas diferencias entre aquel concierto y el de ayer, aunque la satisfacción final fue parecida. Esta vez, The Delta Saints se presentaron con teclados, con un Nate Kremer que lo bordó apaleando un Nord Electro 3 con estruendo de hammond, sin harmónica, y con un Ben Ringel todo el rato de pie, abandonando su aspecto de apuesto y bisoño bluesman, vestido con menos elegancia y con tirantes y, si cabe, con más actitud y resolución. Iba a decir pegada en lugar de resolución, pero no lo he hecho para hacerlo ahora, en otra frase, y así aprovechar para hacerme el gracioso y comentar que la pegada la tuvo algún personaje del público, porque, ante la sorpresa del resto del respetable, y sobre todo de la banda (Ben Ringel pasó de las risas al asombro y de ahí a la reprobación en cuestión de segundos) alguien se zurró con alguien, la platea se convirtió en un enorme pogo asustado, y finalmente se encargaron de que los púgiles abandonaran el concierto ante el abucheo de la gente y el desconcierto compartido. Yo, como creo que muchos allí, no había visto eso en mi vida, aunque sé que, como las meigas, existir existen. Digresión: recuerdo muchas broncas, pero en otro tipo de concierto, y una bronca en particular, mucho más pequeña y humilde, en un concierto de Lagartija Nick en un barrio barakaldés, pero, ésa la recuerdo porque me tocó participar, aunque solo fuera para molestar.
Volviendo a la harina y rebozando ya esta crónica, los The Delta Saints siguieron su concierto con el mismo aliento después de aquella interrupción, que no fue la única, porque Ben Rigel tuvo que alargar un descanso entre canciones al hacer añicos su slide, y Dylan Fitch tuvo muchos problemas con el tahalí de su epiphone. Dio la sensación de que esos dos problemas no fueron más que un fiel reflejo de la intensidad y la potencia con la que tocaron. Ringel tocaba, en ocasiones, su dobro como si fuera un dobro, sacándole dulces punteos de la parte baja del mástil, pero, en otras ocasiones, parecía que estaba intentando cortarse las venas o arrancar el motor de la barca con la que Robert Carlyle escapa de los zombies. Dylan Fitch cambiaba de la epiphone a la gibson les paul con sigilo pero seguía aprovechando los claros en la espesura armónica del delta para regalarnos punteos que azuzaban hasta a los espíritus condenados. Ben Azzi golpeaba los timbales para partirlos en dos y los platillos sonaban a pistones de coche. Nate Kremer, encaramado en su púlpito, ganó mucho más protagonismo del que se podía esperar. Y, finalmente, David Supica siempre consigue que, aunque parezca mentira, se muevan más sus dedos y sus pies que sus extensiones. Lo podría haber resumido en una sola frase: hacía tiempo (no tanto, pero debo abusar de la licencia para darle más ímpetu) que no me encontraba con un grupo que tocara con todo su cuerpo. Tocan con las manos, con la pelvis, con los dientes, con el pelo y hasta, si se me permite el ramalazo chovinista, con los huevos. Dan la sensación de que es tan evidente que ahora no es la época de ver en directo a Smashing Pumpkins como de que es el momento preciso para verles a ellos. Aún, se augura, les quedará recorrido por delante (y no dejo de pensar en cómo serán capaces de abrazar los cuarenta y dejar de escribir sobre tías que te rompen la patata y domingos con el clavo en la sien), pero la disposición, la coordinación, la solidez y la frescura que destilan invita a pensar que ahora es un momento pintiparado para ver a esta banda en directo, ya sea en el Antzoki, en un garito de Treme o en un festival británico.
Como me dijo alguien el otro día, precisamente, y espero que me lo permita, el mismo tío que se curró un cartel cojonudo para este tercer concierto de los The Delta Saints en Bilbao (y que me he permitido utilizar para iluminar esta entrada), los cinco de Nashville no han inventado nada, pero lo que hacen suena bien. Ayer, sonó como suenan los grupos cuando sales sudado de la sala, te revienta el eco de las canciones en la cabeza y te tientan las ganas de utilizar expresiones soeces para recalcar tu entusiasmo. Las muecas de Ringel (a mí me recordaba a los dibujos de Campeones, con su boca torcida que parece que se le acaba el carrillo), la sonrisa infecciosa de Azzi (acabó confundido entre el público autograbándose en vídeo), los ojos inocentes de Supica (al final del concierto, andaba fuera del local intentando abrir puertas que estaban cerradas con una sonrisa complacida), la postura galante de Fitch (punteó aguantándose la guitarra con la muslera) y la mímica gozosa de Kremer (si le llegan a dejar se toca "Hammerklavier" con la punta de la nariz) se conjugan de una manera tan mágica, natural y contundente como los espacios, los tiempos y los gustos que mezclan en un mejunje que se convierte en brebaje y, al final, hasta las coca-colas te suben. Te digo yo que sí.
Me enseñaron que un poco más tarde colgaron una foto en su facebook con una botella de Four Roses en el medio que usaron para despedir la noche. Mejor que el kalimotxo, supongo, que gracias a Eileen Jewell y al turismo gastronómico de las bandas de rock se va a acabar convirtiendo, si no lo es ya, en la marca registrada de esta tierra. Y tampoco estaría mal. Hoy, que creo que va a haber otro concierto en día laborable, paso de coca-colas a palo, pa'lo bueno o pa'lo malo, que me las manchen con vino. Eso sí, brindaré por el concierto de ayer porque, si me apuras, y me azuzas para que me ponga magnífico, te diré que fue de esos que luego alguien empieza a recordarlos mentando la fecha exacta y hasta el contexto histórico para que quede bien claro qué puto pedazo de concierto fue el de ayer.
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