El viaje de ida fue para Alex Winston y Alabama Shakes. Y
sí que me sacuden los últimos. Alex Winston es divertida. Le dejaría que me
llevara de fiesta, aunque creo que la resaca sería dura. Y no tanto por el
alcohol, y sí más por las ideas alocadas.
Es frustrante. Quiero decir: preparas tu trabajo un mes
antes, y después eres lo suficientemente estúpido como para leer mal un
programa. Así que te sientes patéticamente ridículo cuando tus colegas te
informan, media hora antes de coger el avión, que no trabajas mañana sino esa
misma tarde. Entiendes, por lo tanto, que volver a hacer todo el trabajo que
preparaste un mes antes en un avión donde la niña de delante se asoma sobre el
respaldo y te enseña la lengua, tu compañero ronca y tu colega que ocupa el
asiento al otro lado del pasillo no deja de mirarte teclear y mover la cabeza
en un gesto de reproche simpático que a ti te sienta como una patada a la
altura de donde abrochas el cinturón, entenderás que ésta no es la manera más
adecuada de comenzar un viaje. Así que tuve que recurrir a Alabama Shakes.
Cuando terminé de escribir, le di a guardar y me recliné
en el asiento. Miré el reloj y quedaba media hora para aterrizar. Justo
entonces lo dijo el capitán con un ligero acento catalán. Elegí “I Ain’t the
Same” y cerré los ojos un ratito, solo lo justo para verme feliz por el pasillo,
arriba y abajo, bailando con la azafata, sacándole la lengua a todos los niños
y poniéndole cara de terror vengativo a mi colega el reprochador.
No volví a escuchar música hasta el viernes por la tarde.
Los colegas ya habían vuelto a casa y yo me quedaba hasta el domingo. Una
habitación que cuenta con cocina, baño, sala de estar y dormitorio es demasiado
espacio para alguien que solo piensa en salir de allí y dejar de ver la MTV. Decidí
tomarme un descanso. Así que dije, tío, date una ducha, sal, tómate un par de
cervezas, luego vuelves y las vomitas viendo Jersey Shore. Y así lo hice. Y
como subiendo a La Laguna en taxi vi los carteles anunciando la exposición, me
fui al Espacio Cultural Cajacanarias para ver la exposición de Stephen McCurry.
Para el camino hasta la Plaza del Patriotismo, elegí el
último disco de Mujeres. Paseando entre casonas canarias con aspecto de haber
sido abandonadas después de un ataque vampírico, la música de Mujeres me sentó
como un chute de adrenalina. Normalmente, pasear solo por una ciudad
extranjera, se convierte en una aventura en sí misma, para alguien tan frágil y
asustadizo como el que escribe. Así que las suaves gemas de los catalanes me
pusieron los pies tiznados de carbón y salté por encima de las hogueras de mi
terca pusilanimidad. Cuando llegué a la plaza, patriotismo no sentía,
porque soy alérgico, pero determinación sí, y decidí evitar a la mucha gente
que se arremolinaba junto a las fotografías con más música que me sacara de
allí. Y para eso me ayudó Jason Pierce.
Empecé en el primer piso con la primera canción del
último disco de Spiritualized. Y mientras pasaba de Camboya a la India, y de la
India al Tibet, pensaba que Pierce cada día parece más inocente pero más feliz.
Le oía cantarle a sus devaneos religiosos y los rostros que fotografía McCurry
parecían ganar ángulo, volverse aún más reales, mirarme directamente a los
ojos. Aún no había empezado a beber alcohol, que conste.
Subí las escaleras del segundo piso y me encontré de
frente con los ojos más verdes de Afganistán. De un color verde que atrapaba la
atención de todos los visitantes. A la izquierda, otra foto, dicen que tomada
diecisiete años más tarde a la misma mujer. Merodeé por allí, de la mano de
Jason Pierce, hasta que el devenir me dejó espacio para apoderarme de la
esquina. Y entonces miré, intentando decidir si tenían razón o no. Miraba a
Sharbat Gula cuando miraba desconfiada en un campo de refugiados cercano a Peshawar
y la miraba luego, más confiada, con el peso del tiempo en una mirada que ya no tenía tanto miedo a la
cámara. Pero a mí me da más miedo la segunda. Diecisiete años antes, la fuerza
de su amargura parece ir hacia dentro. Sus ojos están alerta, asustados, pero
amenazan, prometen que no van a poder con ella, que va a luchar por defenderse.
Diecisiete años más tarde, la fuerza de su amargura parece ir hacia afuera. Ya
no necesita protegerse, ahora es ella la que va a atacar, es invulnerable, ya
no tiene miedo. Empezó a llegar más gente y me fui de allí. Seguí caminando,
escuchando a Spiritualized, incapaz de sobreponerme a una experiencia que no
comprendía del todo, de la que incluso me había mofado por adelantado.
Volví. Cuando volvía para bajar las escaleras, volví a
detenerme frente a ella. Pero antes, cambié de música. Volví a Mujeres e
intenté descubrir si eso cambiaba en algo mi percepción de aquella historia.
Porque aquellos dos retratos forman una historia. Y la banda sonora no
consiguió cambiar la que yo me había imaginado.
Fuera del Espacio Cultural Cajacanarias, la calima ya
había empezado a desaparecer. Necesitaba algo de cerveza para rebajar la
intensidad. Así que elegí algo de música más liviana, pongamos que Japandroids,
y con “The House that Heaven Built”, acepté las guitarras que me laceraban y la
batería me aporreaba, los coros que me elevaban, y con paso firme, busqué una
terraza solitaria donde emborracharme solo y en silencio. Tres cervezas por
poco más de tres euros. Suficiente, con el calor. Muchos cigarrillos. Tomando
notas para algo que jamás escribiré y cambiando Japandroids por Great Lake
Swimmers para creer que soy capaz de disfrutar del paisaje de una plaza urbana,
con todo su ajetreo de extraños ociosos, haciendo del placer una experiencia
trascendental aunque, luego, siempre se me olvide lo que aprendo.
El sábado madrugué para trabajar. Salí al balcón a fumar,
puse el ordenador sobre la mesa de cristal, y dejé la puerta medio abierta para
poder escuchar a Pauly D. Desayuné a media pensión, volví a subir a mi balcón,
trabajé, fumé, y a eso de las once del mediodía, me duché, me vestí, dije que
te den por culo The Situation, y cerré la puerta con delicadeza.
Me puse a andar sin prisa y sin saber cómo llegar, pero
creyendo que era todo cuesta abajo y luego a la derecha. Quería llegar hasta el
auditorio de Tenerife, y ver el mar, y echarme un pitillo sin estar mirar el
patio que se ve desde el balcón del hotel.
Llegué relajado aunque acalorado, perdiéndome cerca de El
Corte Inglés y jugándome la vida con el tráfico. Mientras iba, fui escuchando a
David Gedge. Si me dices que el último disco de The Wedding Presents es más de
lo mismo, te digo que sí. Pero sigo pensando que Gedge tiene la voz más única
del universo musical, y la más maravillosa extraña manera de cantar mal, aunque
yo no tenga ni puta idea de cómo se canta bien o cómo se canta mal. Y si
escuchas “Back a Bit… Stop” y no te dan ganas de ponerte a correr como un
preadolescente alocado que huye de sus incipientes temores, es que no viviste
en mi barrio. Casi ya a la altura del mar, pensé, ¿la Jane de Gedge será la
misma Jane de Pierce? ¿Por qué hay tantas Janes en el universo musical? ¿Será
por Jane Porter, la enamorada de Tarzán?
Rodeé el auditorio sin que Calatrava me enseñara nada
nuevo, aunque en un día soleado, observar cómo se dobla la punta de esa especie
de ala herida de una gaviota varada, me dieron ganas de subir hasta allá arriba
a tocarla, a clavármela en la garganta, la verdad. Pero en lugar de eso, me
quedé allí sentado, con el mar de espaldas, y la mano de visera para adivinar
las caras de todos esos retratos musicales que alguien ha pintado en los cubos
del dique, mientras escuchaba Beach House, elegidos a propio intento, por un sentido del humor tan horrendo, que no tardé en desistir. La playa nunca ha sido lo mío.
No escuché música en el viaje de vuelta. No volví a ver a
Pauly D. En su lugar, paré en el OpenCor, me permití un jagendas, y me vi
primero La Naranja Mecánica y luego Magnolia.
De hecho, no volví a escuchar música hasta llegar a Los
Rodeos. Pagué al taxista, me di una vuelta por allí como si fuera un gato
meando en las esquinas para marcar territorio y al final me senté en un banco y
encendí un cigarrillo. Hacía frío, se notaban los grados que bajaba la altura.
Saqué el mp3 y elegí Tigercats para que me diera energías ante un viaje con dos
aviones y una hora de espera en Barajas. Una hora de espera amenizada por las
lágrimas y el alborozo de los aficionados de la selección de España. Pero antes
de aterrizar en Madrid, escuché el último disco de Templeton antes de empezar a
sobrevolar el Algarve. Un poco decepcionado, cambié Templeton por The Wave
Pictures mientras cambiábamos España por Portugal. Pero también me puse a leer,
y no creo que aquello le hiciera gracia ni a Steve L. Peck ni a David
Tattersall, porque, al final, ni leía a uno ni escuchaba al otro.
Marcó gol Jordi Alba mientras yo ya embarcaba, le di otra
oportunidad a los británicos, esta vez con los ojos cerrados, y al llegar a
Bilbao, salí corriendo al frío del exterior porque me moría por un cigarro. Así
acabé por ponerle final a mi primer viaje a las Canarias, con una banda sonora
muy poco adecuada, pero socorrida al fin y al cabo. Eso sí, he vuelto igual de
blanco y con la misma cara de apanao.
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