Leer sobre música es una afición que he adquirido hace muy poco. También es muy relativa. Leer las novelas de Willy Vlautin no es leer sobre música. Tampoco leer los libros de Chuck Klosterman parece que lo sea del todo.
Sin embargo, fue empezar con este último y se me desató un interés que ha crecido de manera potencial, pero no real. Me he comprado los libros pero aún tengo que leerlos.
Desde clásicos como el Awopbopaloobop Alopbamboom de Nik Cohn hasta best-sellers como el 31 canciones de Nick Hornby, pasando por el The Dark Stuff de Nick Kent, el librito "frívolo" (¿?) de Alex Kapranos, el ambicioso Teen Spirit de Javier Blázquez y José Manuel Freire, el recomendable Blancas Bicicletas de Joe Boyd, el Palabra de Rock de Silvia Grijalba o, en eso estamos, el Cosas que los nietos deberían saber de Mark Oliver Everett. Algunos los he leído, otros los he ojeado, muchos siguen pendientes. Y hay más, poesía de Leonard Cohen, letras impresas de Jarvis Cocker, el Babel de Patti Smith, asuntos más comerciales de Liz Moore, anécdotas reunidas por Xavier Valiño, una curiosa antología punk que encontré por casualidad en Londres con prólogo de Johnny Marr, biografías de Bob Dylan, la Velvet Underground o Suede, el Q Book de las leyendas del punk con prólogo de Danny Kelly, la revista Zumba que no zumbó mucho desgraciadamente, el ameno pero incisivo trabajo de Pablo Gil para rockdelux, el cedé con mucho texto en el que Kris Needs adelanta el nacimiento del punk, compilaciones históricas de Rafael Gómez Pérez, artículos sesudos reunidos por Luis Puig y Jenaro Talens, ese tochazo que nos regalaron sobre los 1001 discos que tienes que escuchar antes de morir y alguno más que ahora no corresponde mencionar o simplemente no recuerdo. Repito, alguno ya lo he leído, con otros estoy en ello, para muchos he postpuesto el momento sin fecha que lo concrete.
Empecé en casa. Muy cerca de casa. Empecé con el Agua para los Muertos de Beñat Arginzoniz o con el Eskorbuto: Historia Triste de Diego Cerdán. No sé cuál fue primero, pero, a veces, me da la sensación de que leí los dos al mismo tiempo. Con coraje y mucha paciencia, pero resultándome mucho más llevadero, apasionante y fácil de lo que pensaba, el siguiente paso fue el mastodóntico estudio de Álvaro Heras Gröhl titulado Lluvia, Hierro y Rock & Roll: Historia del rock en el Gran Bilbao (1958-2008). Finalmente, el Historia del Rock Vasco de Elena López Aguirre va poco a poco.
No sigo un orden ni lógico ni caprichoso, y sí un poco perezoso. Otras lecturas obligatorias les retienen en las baldas de mi casa y, de vez en cuando, cuando me levanto por la mañana con resaca y alguna canción aún en la cabeza, me miran como si me lo fueran a reprochar por los siglos de los siglos. Así que hace unos meses, no pude más, y elegí a uno que, a menudo, se me subía a la chepa y me increpaba como lo hace la conciencia vestida de diablo en los dibujos animados.
Sí, hace más de un mes que empecé a leer, en castellano, el Cosas que los nietos deberían saber de Mark Oliver Everett. Y he terminado hoy. Si ahora, o luego, digo eso de que se lee de un tirón, nadie me va a creer, pero se lee de un tirón, lo que pasa es que mis tirones son más inconstantes y exigentes aún que el proceso de creación del Blinking Lights. Si no lo pillais, lo pillaréis cuando leáis el libro.
Como decía, he leído la traducción al castellano de Pablo Álvarez Ellacuría. Como no he leído el original en inglés, no sé si elogiar directamente la prosa de Mr. E, el trabajo del traductor, o la combinación de ambos. Sinceramente, desde un punto de vista meramente técnico, es mi opinión instantánea y poco reflexiva que, a lo largo del texto, se aprecian errores profesionales en el desarrollo narrativo. A veces, Everett se expande, otras recula, muchas explosiona, acelera, frena, se difumina o fosiliza instantes demasiado etéreos en arrebatos que podrían simbolizarse con los vaivenes inesperados en los caminos bacheados. Sin embargo, tengo la sensación de que la lectura goza y se aprovecha de esos excesos más que verse entorpecida por ello. La prosa de Everett es fresca, a veces inocente, siempre impulsiva y efusiva. Y precisamente que sea pasional no quiere decir que no sea reflexiva. Y que sea antojadiza la hace misteriosa. Y que sea irregular hace que el libro resulte natural y me iba a atrever a utilizar un adjetivo que no tiene sentido en la crítica literaria postmoderna y mucho menos en ninguna reseña que se haga de este libro pero como me ha venido al inconsciente y no quiero reprimirme la digo: creíble.
Los errores más periciales del libro se los achaco más al propio Everett que al traductor aunque insisto en que el libro funciona con esos errores o quizás gracias a ellos. Las virtudes de la lectura en castellano sospecho que debería atribuírselas al traductor. Al traductor y a la editorial, Blackie Books, por el proyecto y por una cuidada edición que cuenta también con una nerviosa y efusiva introducción del escritor argentino Rodrigo Fresán, probablemente el más indicado para hacerlo por sus lazos profesionales y artísticos con la literatura norteamericana, por su amistad con Andrés Calamaro o por sus incursiones musicales en su propia ficción. Él dice en la introducción que las canciones de Eels son "felizmente tristes, tristemente felices" y es así. Y porque así es el mundo, así deberían ser todas las canciones, porque así somos todos, y así deberían ser todas las introducciones de libros, y así deberían ser todas las reseñas y así ha sido la vida de Mark Oliver Everett que, en este libro, convierte su vida en un ejercicio espiritual para convencerse de que así ha sido y de que ha merecido la pena.
Si ha merecido la pena leer el libro, digo, Mark, permíteme que te llame Mark, que creo que merecerá lo mismo haberlo escrito, y, por ende, haberlo vivido. No sé ni lo que digo, volvamos al principio. O al final. Más bien, al abismo.
Alguna vez me han dicho eso de que, tío, tú deberías escribir un libro. Y todo porque ha sucedido algo que no pasa quizás de lo gracioso. Bueno, pues, M.O. Everett, para lo bueno y para lo malo, debía escribir este libro y la secuela y la precuela y presentarlo en las escuelas porque el cantante de Eels tenía cosas de sobra que contar.
No solo acerca de su larga carrera profesional. La aventura, iniciada en 1996 con Beautiful Freak, concluye, por ahora, en 2010 con Tomorrow Morning, aunque él detiene el libro en 2005, cuando se publica Blinking Lights and Other Revelations. Una carrera que comenzó con relativo éxito, un BRIT Award, una gira internacional, una canción en la banda sonora de Shrek y que incluía un hit tan especial como "Novocaine for the Soul", presente en las listas de éxito durante mucho tiempo y objeto de un video de Mark Romanek que le puso un toque indie a Mary Poppins. Le siguió a este disco un profundo análisis personal, catártico y doloroso, que no careció de cierto éxito. Dejó otro hit asombroso como "Cancer for the Cure" y metió otra canción en una banda sonora de éxito, en este caso, American Beauty. Daisies of the Galaxy fue otro volantazo. Everett se encerró en su sótano y se inventó un disco que aprovechó George W. Bush para avivar sus proclamas de ortodoxia religiosa. Pocos años después, Souljacker nacía tras una experiencia vitalista de Everett y crecía gracias a John Parish y Shootenanny se convertía prácticamente en una jam recording que le servía de vía de escape. Así hasta que, por fin, consigue publicar Blinking Lights and Other Revelations, un doble album con más de treinta canciones y colaboraciones de gente como Peter Buck o Tom Waits, en el que llevaba trabajando desde 1997. Una larga carrera profesional a lo largo de la cual se advierten los antojos y fracasos inherentes al proceso creativo, las inclemencias internas propias de una banda propiedad de una sola persona o las miserias del negocio musical que, no por sospechadas, dejan de sorprender cuando se descubren. ¿No es eso suficiente para escribir un libro?
Pues, a todo eso, le puedes añadir una vida privada y personal que no me compete reseñar. Primero, porque es privada y personal; segundo, porque, si lo hago, os chafo el libro. Es probable que Everett hubiera preferido tener una vida mucho más gris y mediocre, más parecida a la mía, que escribo sobre canciones porque no puedo escribir canciones, pero a él le tocó escribirlas porque tenía y tiene talento, atendió a la llamda y, además, le tocó sufrir la desgracia de manera íntima. No hay un momento de descanso en su cronología vital. Siempre sucede algo que empaña los momentos menos impresionantes, algo que solivianta la calma, algo que altera el proceso normal de las cosas. Casi siempre, algo que preferiríamos que ocurriera en una novela más que en una autobiografía.
Durante mucho tiempo se entendió la autobiografía como un ejercicio recopilatorio. Como un album doble en directo para hacerle de estatua conmemorativa a la carrera profesional de un grupo de música. Desde hace años, muchos escritores se empeñan en demostrar que este género posee capacidades más propias de otras ambiciones. Se recurre a recursos propios de la ficción y los personajes secundarios adquieren importancia, se multiplican las voces, se invierten los tiempos narrativos, se amplian las perspectivas, se permite la autocrítica, los finales abiertos, se advierte la subjetividad, se refinan las metáforas y se destila la paradoja. La autobiografía de Everett se podría incluír en esta tendencia: su trabajo no es un compendio retrospectivo, porque siempre se siente el aliento de un futuro que parece alimentar su necesidad de mirar atrás. El final no cierra ningún círculo, no cura ninguna herida, y mantiene las mismas preguntas iniciales que lo único que han buscado es un convencimiento personal que suena a desesperada exploración del amor propio y la supervivencia esencial. La autobiografía de Everett no elude preguntas clave y pugna por admitir y disfrutar de los espacios más resbaladizos, los que nos colocan en la frontera entre los extremos, el lugar más incómodo pero, probablemente, el más humano y dignificante.
No sé qué pensarán sus nietos si algún día existen y leen este libro. No sé si la inocente sorpresa de la periodista francesa que no entiende cómo se pueden tener nietos sin tener hijos antes conseguirá resolverla con éxito el irónico Everett. Ni tan siquiera sé si seguirá publicando discos, o libros, si le servirán de algo las clases de interpretación de Jennifer Jason Leigh. Por no saber, no sé las cosas que debería haber sabido de mi abuelo. Ahora que lo pienso, también desconozco muchas de las que me hubiera gustado conocer de mi padre.
Quizás, algún día, yo deba escribir el libro que ellos no pudieron escribir. Porque lo de escribir canciones, mejor se lo dejamos a Mr. E.
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