Seis y media pasadas de la mañana. No hace frío. Me sé el camino de memoria. A veces, me doy una alegría, y busco otro que aunque sea más largo me dé otros alicientes: ver los mismos paisajes urbanos de siempre, pero con una luz distinta. Hoy, no. Cojo la misma calle de siempre, de todas las mañanas, y antes de empezar la cuesta abajo le doy al play del aipoz y Ryan Adams me da ganas de volver a la cama y taparme con la manta hasta la nariz, dormir, feliz, sin ganas de sobrevivir o reñirle al mundo. Pero esa sensación dura poco, y se convierte en otra más delicada y susceptible, diría que hasta más adulterada y edulcorada. Pero el cielo es púrpura y grana, la luz de las farolas turbia y decadente, el silencio de las calles vacías, insistente y evocador. Me dejo llevar por el pulso lánguido de la canción, me abandono a los detalles y camino sin prisa, con las manos en los bolsillos.
Me fijo en los pocos ciudadanos con los que me cruzo. Antes me cruzaba con más gente y pienso que no puede ser otra cosa que no sea la crisis, las coincidencias han acabado sepultadas por la evidencia: menos gente trabaja, menos gente te cruzas por la mañana. La señora que esperaba todos los días en la esquina con la carnicería, hace tiempo que dejé de verla, justo cuando estaba a punto de empezar a saludarla. En su lugar, miro hacia arriba, cuento las ventanas iluminadas, las que aún apuran el sueño, las sombras que demoran la mañana. Pero hay algo distinto, y empiezo a contarlas y la música de Ryan Adams, aunque no tenga nada que ver, me tienta el reposo de la emoción: banderas. En cada edificio, hay al menos dos o tres ventanas en las que cuelgan banderas de colores difuminados, que esperan a que el día se ilumine del todo para lucir con antojo los colores rojo y blanco. Parecen dormidas, no ondean, y quizás por eso el sentimiento que anuncian se hace más poderoso. Las voy contando, y cuento las personas que las han colgado, y como sonreían al hacerlo, y como resumen aspiraciones y sueños que nos definen más de lo que nosotros mismos pensamos.
Sigo andando y escuchando a Ryan Adams hablar sobre la lluvia. Pero se despejó el cielo. Me cruzo con más ciudadanos. Pocos, pero ciudadanos. Algunos caminan con la cabeza gacha, con prisa, resignados, casi diría que avergonzados. Una chica joven con aspecto de cansada fuma con tranquilidad en la puerta de una cafetería con la persiana medio bajada. Hago ademán de sonreírla, de contarla a qué estoy jugando, pero yo también agacho la cabeza y finjo. Luego la subo, y sigo contando banderas. Llego a la plaza y ya no queda nada del bullicio de antes. El quiosco está abierto, la luz se escapa entre las rendijas que dejan las revistas expuestas en silencio. Miro pero no veo al tendero, y no tiene clientes, pero tiene una bandera, con los mismos colores, cruzada al modo de la estrella sobre el portal. Me cruzo con más gente cabizbaja, acelerada o, por el contrario, los hay que retrasan los pasos como si no quisieran llegar allá donde vayan. Me fijo en la señora que apura su jornada y huele de lejos a lejía mientras se afana en ventilar el portal y con la uña, rasca los restos de pegamento que la publicidad de un cartel dejó en el mármol de la fachada. Va vestida en chándal, pero de cintura para arriba no se ha quitado la blusa y el jersey que no forman parte de su uniforme. Me da la espalda. Y vuelvo a subir y sigo contando banderas y cuento que ahí sigue a la espera, como cada mañana, el tío de la cara triste, con los cascos puestos, fumando en silencio en espera de que Manu abra la cafetería y sea, como siempre, su primer cliente. Le esquivo, cruzo el parque de correos, y entre los árboles busco más banderas, bajo las escaleras, no me cruzo con nadie en el paseo, y la calle peatonal de Arana me llena la mirada de balcones engalanados con geranios y ropa colgada y las banderas que esta vez cuelgan del palo, enhiestas, pero recogidas, agazapadas con la falta de viento. En la esquina, me cruzo con más gente, un hombre de mediana edad que fuma mientras camina hacia la estación; un chino enjuto que también fuma, despiertan con el cigarro en la boca, y me mira con reparo cuando pasa a mi lado; una niña dormida que se ha quitado la mochila y se ha sentado en un banco a esperar, perdida, parece; una señora oronda a la que hago madre, con la permanente desordenada, haciendo tiempo del poco que lleva despierta mientras debe de esperar a que alguien la recoja en la parada del autobús. No hay autobuses y Ryan Adams ya hace unos segundos que cambió de canción, pero el tempo sigue siendo el mismo, y al mismo ritmo sigue latiendo mi corazón.
Llego al callejón del garaje. Oscuro y húmedo, ya no quedan banderas. Casi en la puerta, me fijo en el último detalle. En el piso de arriba abrieron hace un par de años una residencia de ancianos. Las ventanas están cerradas y las luces apagadas, pero en el colgador, en procesión, todos los baberos hacen corro en silencio. Los cuento, como si fueran banderas de un país con un himno en pretérito y un producto interior bruto en blanco y negro. Me acuerdo de que ayer acabé de leer la historia de Antonio Altarriba padre y con eso me consuelo mientras subo la rampa del garaje. Altarriba llegó hasta el país de los baberos pero decidió echarse a volar. Seguro que a él las banderas de franjas coloridas dejaron de importarle después de su lucha contra los muros y el dinero. Mi padre no llegó hasta allí, le tocó antes y él no tuvo tiempo de decidirlo. Pienso cuando ya abro el coche, pero conoció los mismos muros, conoció igual de mal el dinero, los mismos sentimientos que llevaron a Altarriba a dejar sus zapatillas en el alféizar de la ventana. A mi padre sí le gustaban las banderas a franjas: nos lo prometió. Algún día nos llevaría a San Mamés a ver un buen partido. A cambio, porque nunca pudo permitírselo, nos hizo socios de otro equipo de franjas, pero éstas, de colores que representan la raíz mineral y el brillo del fuego en el horno. Y con ello aprendimos una lección que, aún hoy, seguimos poniendo en práctica.
Me quito los cascos y Ryan Adams se calla para siempre. Enciendo el coche, y un instante antes de meter la marcha atrás, me quedo mirando a la pared desconchada de enfrente, sin banderas, un muro que puedo saltar. Sin gritar, en voz baja, susurro: ¡hay que ganar al Manchester, joder! y me siento tan estúpido que casi hubiera preferido no escribirlo.
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