Léelo Léolo

Esta vez voy a empezar por… iba a decir el final, pero, en realidad, voy a empezar por el culo. O como el culo. Me duele la cabeza, así que voy a empezar por donde me de la gana. Por Léolo. Sí, Leólo. Porque yo no me masturbaba con trozos de hígado, lo sé, ni dibujaba conejos blancos en la nieve, pero, por alguna extraña razón que aún me atormenta, me identificaba con él. Tengo un amigo que tenía ya en la universidad. Él me dijo, tienes que ver esta película. Y la vi. Estábamos en la universidad, éramos tan estúpidos como nos dejaban serlo nuestras ínfulas de intelectuales. Si mandaban leer Lucky Jim, mándabamos a tomar por culo a Kingsley Amis y leíamos Wilt. Después, mandábamos a tomar por culo a Tom Sharpe. Y veíamos Léolo.

Y pasábamos el fin de semana en las fiestas de Cabieces viendo a La Polla Records pero entre semana nos grabábamos cintas de The Animals y nos petaba la oreja de tanto como creíamos… experimentar la música. Experimentar la música, me parto. Lunes al sol, la cafetería en tinieblas, me tenías por astuto pero era un puto crío que veía a Léolo tachándolo de una lista. Y ahí descubrí a Tom Waits.
Porque Tom Waits sonaba en Léolo.

Sonaban dos canciones que pertenecían a su disco Frank’s Wild Years. Un disco que escribió en colaboración con su mujer, Kathleen Brennan, y Greg Cohen, y que contenía canciones para la banda sonora de una obra de teatro con el mismo título.
Todo esto, no lo sabía entonces. Y lo sé ahora porque es fácil saberlo. Solo hay que teclear. Si no, me conformaría con recordar “Temptation” porque la recordé durante mucho tiempo, como si aún me meara en la cama, como si fuera uno de esos recuerdos borrosos que te atormentan de niño: sabes que has hecho algo malo, pero muy placentero. Mucho tiempo. Hasta que se la oí cantar a Diana Krall.

Léolo.
Tom Waits.
Diana Krall.
Y Jimmy McNulty.
Porque todos nuestros actos tienen una razón de ser. Aunque… no me pidas ahora que recuerde por qué aquel día levanté la mano, y sin pedir permiso, le pregunté a aquella profesora que intentaba, con ardor, que nos interesaran Geoffrey Chaucer y sus Canterbury Tales, que si habían hecho ya la película sobre ese libro. Quizás fue porque participaba de las tinieblas de la cafetería, porque traficaba con The Animals, porque acababa de ver Léolo. Pero todos nuestros actos tienen una razón de ser, aunque sea ponernos en evidencia, y lo más evidente aquí es que si ahora hablo de Tom Waits es porque tengo (o tenemos) un encoñamiento acojonante con The Wire. Pero esto le ha pasado a muchos antes. Las salas de espera de Osakidetza están repletas de pacientes que gritan “Eh, Yo” y silban cuando se acercan los “O-Five”. A veces, voy por la calle, e intento andar como Omar Devone Little. Si intento hacerlo como Bubbs, me descuajeringo entero. El otro día me pareció ver a Avon Barksdale en el Casco Viejo, pero era un vendedor ambulante. Una ambulancia. Eso es lo que habría que pedir para arrancarnos del sofá. Ponernos el gotero e ingresarnos en el frenopático, porque llevamos una racha enloquecida sin salir de Baltimore.
Y Tom Waits suena en la segunda temporada con una canción de Frank’s Wild Years. Su canción suena en todas las temporadas. En la primera sesión, los The Blind Boys of Alabama cantan una versión de “Way Down in the Hole”. En la segunda, es el propio Tom Waits. En la tercera, The Neville Brothers. En la cuarta, DoMaJe. En la quinta, Steve Earle. Todos cantan “Way Down in the Hole”.
Si The Wire hubiera existido cuando yo aún pretendía convertirme en un licenciado robusto dispuesto a apuntarse al paro con galones, la habría tachado de mi lista, justo detrás de Léolo y habría seguido siendo el mismo estúpido crío que creía ser capaz de… experimentar la música. Joder, me parto la caja. McFiasco, eres un jodido motherfucker.

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